Observando estos días pasados el registro de visitas, encontré algunas a una vieja página, ‘Homilía deViernes Santo’ –11 de abril 2009, pronto hace cuatro años–, en torno a la película tan polémica de Mel Gibson, ‘La Pasión de Cristo’ (2004).
–¡Pero cómo! ¿Todavía con la Pasión, cuando ha quedado atrás el Sábado de Gloria?
–Bueno, yo pensaba hablar más bien de la Cruz, que para los creyentes es también gloriosa. Además, ayer, Domingo de Pascua en gran parte del mundo, aquí en Bilbao era el Aberri Eguna, el gran ‘Día de la Patria Vasca’. Ante tal prolongación de la Cuaresma por otros medios, nada mejor que encerrarme en casa y tomar mi cruz como tema de reflexión para llenar el día.
Pues como iba dicendo. Coincidió que este Viernes Santo, zapeando, me topé con la misma película a punto de empezar. Inenarrable, cuando la gentil presentadora se despidió con un «que la disfruten». Sin ironía ni sarcasmo. Sólo un quiebro de voz casi imperceptible dejó entender que la rutina del oficio le había traicionado.
¿Me valía la pena ‘disfrutar’ de nuevo ese espectáculo inolvidable? Sí. En principio, deseaba volver a escuchar los diálogos plurilingües, con algo de vernáculo (no sé si también alguna frase en griego), pero mayormente aproximación a un hebreo-arameo y a un latín seudo coloquial. Es quizá el mayor acierto del filme, el menos reñido, supongo. Porque aunque en el campo de la reconstrucción histórica nunca pasaremos de aproximaciones, en esta historia concreta la palabra vale mucho más que las imágenes. Sin pretender, claro está, escuchar los ipsissima verba. En suma, el guión hablado, tan pintoresco, merece el sufrimiento de los gestos y acciones. Con apoyatura de los subtítulos, por supuesto.
Con que me calé los cascos, dispuesto a revisar también mis opiniones sobre otros aspectos controvertidos: como la violencia brutal extremada, o la sobrecarga antijudía. Empiezo por ésta.
Antijudaísmo
No es por quitarme de encima como sea tan enojoso tema. La actitud de los prebostes judíos no debe sorprender demasiado, si se analiza como odium theologicum. Para quien tenga alguna familiaridad con el odio teológico en sus muchas epifanías a lo largo de la Historia, la impasibilidad berroqueña de un Sumo Pontífice saduceo a pie de cruz ante Jesús no le parecerá muy distinta de la de un Gran Inquisidor tomista para con un judaizante a pie de hoguera. El odio teológico es esa cosa tan aberrante, que bien pudo definirse así: «vuestros matadores estarán convencidos de estar prestando servicio a Dios». (Lo de los terroristas patrióticos es odio teológico, o incluso tonteológico.)
No veo el relato de Gibson más antijudío que, por ejemplo, el Evangelio según Juan. «Padre, discúlpales, no saben lo que hacen»: eso sólo aparece en Lucas (23: 34), y así no es extraño que el tema de la ignorancia disculpable se repita con insistencia irenista en el otro libro del mismo autor, los Hechos de los Apóstoles (3: 17; 13: 27; cfr. 17: 30). Juan no sabe nada de tal ‘asesinato colectivo por ignorancia igualmente colectiva’, tanto del pueblo como de sus autoridades.
Lo que hay es que el Nuevo Testamento, como el Talmud, ya rezuman y reflejan mutua desconfianza y un odio teológico recíproco. La verdad histórica queda así distorsionada, pero esas son las gafas de que disponemos.
La crucifixión como programa
El guión narra la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, lo que significa que desarrolla una sentencia de muerte en cruz. Y eso la mentalidad romana, tan formalista, lo había convertido en un ritual-espectáculo.
Pero al mismo tiempo, el argumento general y muchos de sus detalles dibujan un tapiz o mosaico de motivos entresacados de la Biblia antigua hebrea y griega. El guión ya estaba todo él escrito de antemano, y lo ocurrido en Jerusalén en aquellas doce horas era el cumplimiento programado de profecías.
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Fitzwilliam Museum - Cambridge (UK) |
Todo esto me hizo añorar un libro viejo de varios siglos. ‘La Cruz’, de Justo Lipsio (Amberes, 1593). Hojeado hace muchos años en una biblioteca, ahora lo tenemos en la pantalla del ordenador. Una joya tipográfica y literaria, de tantas que el olvido del latín ha cerrado a la cultura, y que paradójicamente Internet pone a disposición de todos, porque son parte inalienable del patrimonio intelectual.
La Pasión según Gibson esta muy documentada en la Biblia, aunque también se notan otras fuentes no bíblicas. Algo he leído sobre ello, en especial el uso de los supuestos relatos de la visionaria alemana Ana Catalina Emmerich, pero nada sobre Lipsio. Y sin embargo, yo diría que el equipo asesor le ha tenido muy presente.
Este cotejo del libro con la película, y viceversa, me ha hecho mirar con menos severidad la truculencia de muchas escenas, el salvajismo de los sayones y lo repulsivo de algunos primeros planos. Violencia toda masculina, atemperada por la serenidad de las mujeres, nada feministas al uso, por otra parte.
Crucifixiones a la romana
Lo primero que llama la atención es que un suplicio tan común apenas dejó huella plástica en todo el Imperio, cuando las referencias literarias son tan copiosas y explícitas, tanto de fuentes paganas como cristianas.
En este sentido, la erudición de Lipsio es abrumadora, supliendo con textos la falta de datos arqueológicos.
Es opinión común que la crucifixión fue invento oriental, con primera noticia en Persia. Los romanos la descubren en provincias conquistadas, desde el siglo III, aunque pronto se hicieron maestros, y en el siglo I a. de C. se disfrutó en Roma de un suplicio bien avenido con la afición creciente a los espectáculos de crueldad.
Pues bien, en ese tiempo escribe Tito Livio (1, 24-26) un relato que muchos recordaremos de por vida, porque entraba en las antologías de nuestros latines de bachillerato. En tiempos de los legendarios reyes romanos, bajo Tulio Hostilio (a mediados del siglo VII), Roma aniquila a su vecina rival Alba Longa.
El hecho se adornó con la historia, tan socorrida, de un desafío para evitar una masacre. El duelo a muerte entre tres hermanos Horacios y otros tres Curiacios dejó a un solo superviviente, victorioso pero unido a un destino trágico, otro tema legendario viajero (Jefté, Idomeneo etc.).
Era éste el último de los Horacios, que en su propio cortejo triunfal escucha los reproches de una hermana suya, novia de uno de los Curiacios muertos por él. Herido en su fibra patriótica, el héroe la asesina allí mismo y es condenado.
Aquí es donde Livio sobreactúa enfatizando el arcaísmo de un reato harto extraño, no por parricidio, sino por perduellio. Algo así como ‘enemigo público’: eso era el perduelión, realmente chocante para todo un héroe patriota.
(Veamos, perduelión, o también *perduellarius, si alguna vez existió esta palabra, de tan inquietante parecido con nuestro ‘perdulario’. Pero el Corominas no va por ahí, no hay nada que hacer.)
La pena ritual se pronunciaba en una melopea –el carmen horrendum–, donde un magistrado ordenaba: «I, lictor, conliga manus» (‘Ve, lictor, maniata’). Y se cumplía la sentencia, la ‘ley’ del cantar horrendo: «caput obnubito, infelici arbori rete suspendito; verberato» (vélese la cabeza, átesele con soga al árbol desdichado, sea azotado…).
Ahora bien, ese supuesto ‘suplicio ancestral’ (more maiorum) ¿era ya entonces una crucifixión? A Lipsio no le cabe duda. Tanto es así que, como quien cita de memoria, cambia el orden del texto legal, poniendo la flagelación por delante de la atadura al ‘árbol infeliz’, la supuesta cruz.
Sin embargo, ya hace más de un siglo esta interpretación tuvo una crítica muy dura, de W. A. Oldfather (1808). No entro en ello. Se trata de historias y fórmulas no digo arcaicas, arqueológicas, de un arqueologismo más o menos serio, pero poco de fiar. Aunque Lipsio se equivoca, sabe de lo que habla. Muchos contemporáneos de Tito Livio compartían el mismo error, con evidente anacronismo, pensando en sus crucifixiones modernas. Esto es lo que nos importa.
El suplicio de cruz era para los romanos ‘extremo y sumo’. En su forma clásica, la más refinada, era muy temido por ser largo y doloroso, conservando el reo la conciencia prácticamente hasta el final. Un final que podía hacerse esperar horas o días. De hecho algunos se morían de hambre en el patíbulo.
Por brevedad, se contemplaba la alternativa de crucificar por empalamiento, o bien acelerar el proceso por otros medios: fractura de piernas, combustión etc.
Era además un suplicio vil e infame, reservado a esclavos y a malhechores indignos de ciudadanía. En ocasiones se aplicó en masa, en sediciones y resistencias a ultranza, incluso a mujeres.
Su ejecución ‘normal’ se ritualizó. El reo sufría desgaste previo, en una sesión de azotes. Él mismo porteaba la cruz, o parte de ella, hostigado en el recorrido por los sayones y la turba. En el lugar era desnudado y crucificado etc. etc. Todo lo va estudiando Lipsio con distanciamiento técnico, aunque se transparenta su plan de ilustrar la Pasión según los Evangelistas. Y su superabundancia provoca en este lector reminiscencias de la otra Pasión, según Mel Gibson.
Por poner un ejemplo. Estoy pensando en la escena del cuervo que se posa en la cruz de Gesmas, el mal ladrón (minuto 06:04), y en dos picotazos le devora los ojos. ¿Cosas de Mel? O cosas de Prudencio, el poeta cantor de los mártires cristianos (Peristéfano, Oda XI):
––– Que la cruz le exponga a los vientos,
y vivos sus ojos ofrezca a las aves.
Ya el pagano Horacio se le había anticipado (Epístolas, 1, 16):
–No soy un asesino. –Pues entonces
no darás de comer en la cruz a los cuervos.
(Y no sigo, porque lo que viene, de Juvenal, con los buitres alzando el vuelo desde las cruces y los jumentos muertos, da un poquito de asco.)
Que el cristianismo hable mucho de la cruz es normal, ya desde el Nuevo Testamento. Lo que puede hacerse algo raro es que Jesús haya usado y repetido lo de «tomar uno su cruz y seguirle». Sin embargo, la expresión era bastante común, ya entonces, para toda suerte de situaciones desagradables. Y todavía seguimos diciéndolo: ‘¡Qué cruz!’. Igual que hace 2.000 años.
A los griegos las cruces no les parecían interesantes, y menos todavía graciosas. En Grecia no sobraban árboles, y era más económico clavar directamente a la pared, o a una roca. En cambio la comedia latina saca partido de la crucifixión y sus accesorias (azotes y demás), porque es en este escenario donde los esclavos, ya familiarizados con el suplicio, sazonan sus chácharas. Sobre todo en Plauto.
Flagelación
Esta sí que era romana de pura cepa: el haz de varas atadas con el hacha, emblema de los lictores. Otro pasaje célebre en las aulas de latín era de Cicerón, cuando recuerda que «la ley Porcia apartó las varas del cuerpo de todo ciudadano, pero este hombre misericordioso nos devolvió los flagelos». La ironía iba enfilada contra Tito Labieno, lugarteniente de César en las Galias, y trásfuga al partido de Pompeyo.
Ciertamente a Labieno ni le pasó por la cabeza crucificar a hombres libres, como pretende nuestro Lipsio. Sin embargo, el texto le da pie para un sabroso comentario sobre la distinción entre azotes y azotes, entre varas y flagelos. Distinción muy real, como demuestra la película de Mel Gibson. Si el castigo con varas o vergas era duro, una flagelación a modo podía ser mortal.
Gracias a los romanos, la pena de azotes se hizo preludio casi obligado de la crucifixión. Así el judío Filón registra una masiva de judíos en Alejandría, «previamente flagelados en el teatro».
Flagelación viene de flagellum (flagelo), diminutivo cariñoso del flagrum, el látigo de colas de diferentes materiales. En esto, la cordelería hispana tuvo su fama, cuando el adjetivo ‘ibérico’ era marca de calidad en rebenques, mucho antes que en jamones y embuchados. Testigo Horacio, cuando apostrofa a Sexto Menas, liberto de Pompeyo y nuevo rico (Oda 4):
Ibericis peruste funibus latus
Tú, el de lomo achicharrado
por ibéricos cordeles
(Nada de ‘penca ibera’, como tradujo Javier de Burgos. Y aunque hoy el género botánico Leucea se refiera a coníferas, para Estrabón (3, 4, 7) era una especie de esparto u otra planta cordelera típica de España.)
El instrumento asociado a la crucifixión era más bien el flagelo, que podía incluir ingenios diabólicos, como tabas y otras piezas duras incrustadas (flagelo talar), incluso en rosario o cadena (flagelo catenado). Con éstos se sacudían, según Apuleyo, los eunucos flagelantes de la Gran Diosa, muchos siglos antes que nuestro ‘picaos’ riojanos.
La de Cristo fue flagelación propiamente dicha, pues Mateo incluso emplea en griego de oído la palabra latina: fragellosas, ‘después de haberle flagelado’. Pudo ser incluso con el catenatum. Lo cual no significa azote hecho de cadenas metálicas, y aquí entiendo que la películo se propasa, tal vez por hacer caso a las visiones de la Emmerich. Con el catenatum de colas de esparto bien armadas era suficiente para hacer mucho daño, y por algo estos flagelos refinados merecieron el calificativo de ‘horribile’.
¿Se cantaban en voz alta los azotes? En el cine sí, en latín. Y el citado Horacio lo confirma, aunque por lo casos que él conoció, no con el entusiasmo de nuestra película, sino con la más creíble cantinela de un funcionario aburrido: «preconis ad fastidium» (hasta aburrir al pregonero).
¿Atado el reo a una columna? Aquí el buen Lipsio se ve en un compromiso, porque en su tiempo, y en el nuestro, la ‘verdadera’ columna es la que se muestra en Santa Práxedes de Roma, traída de Jerusalén por el Cardenal Juan Colonna en el siglo XIII. De diámetro abalaustrado (13 a 20 cm), mide poco más de 60 cm de altura.
El problema para nuestra autor es que sus datos literarios no son compatibles con semejante pieza (de la que creo que ni habla). Porque según san Jerónimo en una de sus cartas, la columna que se mostraba en su tiempo en Roma estaba, sí, en una iglesia, pero sosteniendo junto con otras el pórtico.
Así la vio también Prudencio, plantada en su sitio (perstat adhuc). Otro que la vio fue San Martín de Tours. Sin embargo, ya en el siglo VIII, el inglés san Beda situaba la misma columna no en el pórtico, sino dentro de la basílica. No debe preocuparnos, pues según dicen, Beda jamás estuvo en Roma.
Soñar con la Cruz
No hablo de mística, sino de sueños, fantasías oníricas.
La Pasión según Mateo (27: 19) es la única que registra este episodio:
«Estando Pilato en sesión en la tribuna le mandó su mujer este recado: ‘No te metas con ese hombre justo. Hoy he sufrido una mala pesadilla a cuenta de él’.»
Eso es todo. ¿Qué pudo soñar? Quizá el destino que les aguardaba a ella y su marido, pero eso es cosa de los Apócrifos y de la visionaria Catalina.
Sobre los sueños en la antigüedad, la referencia obligada es Artemidoro de Daldis (siglo II). Su Onirocrítico es toda una enciclopedia temática y analítica –también psicoanalítica– sobre los sueños y su significado. Aunque se tenía desde la Edad Media una traducción parcial al árabe, los manuscritos griegos se conocen en Europa en el siglo XV. La edición príncipe es un hito del renacimiento: Venecia, Aldo, 1518. Hay una nueva traducción española (La interpretación de los sueños. Akal, 1999).
Pues bien, en esta obra espiga Lipsio algún ejemplo de sueños sobre crucifixión y sobre flagelación, que para él son partes inseparables de lo mismo. Como no queda tiempo para todo, pondré sólo uno como broche de toda esta elucubración. Dice así:
«Verse uno a sí mismo portando un espécimen cualquiera de los demonios subterráneos, si el que lo sueña es un malhechor, significa para él la cruz. Porque la cruz es lo más parecido a la muerte, y el que que va a ser clavado en la cruz, primero tiene que llevarla a cuestas»
Este texto sorprendente me ha intrigado como una de las claves de la Pasión según Mel Gibson. Seguramente no hace falta que yo recuerde aquí al personaje inquietante de la Mujer-Satán en la película, llevando en brazos a su criatura monstruosa.
Al verla, diríase que el Nazareno se pregunta: «¿Y yo, qué llevo a cuestas? ¿La redención de los hombres que anuncié ayer en la Cena? ¿O por el contrario, la prueba palpable de mi equivocación?» Esta sí que pudo ser la verdadera ‘ultima tentación de Cristo’, no el otro infundio de novela y de cine, creo que me explico.