jueves, 14 de marzo de 2013

“¿Cómo quieres ser llamado?”







«Quo nomine vis vocari?»

 A esta pregunta tan simple y anodina, tecleada en latín, en menos de ¼ de segundo responde Google con 23.700 resultados.
Ha sido la gran pregunta,  ayer y hoy: quién será y cómo se llamaría el inminente papa.


Sería divertido saber también con cuántos posibles nombres de posibles e imposibles papas han ensoñado despiertas las cabezas de los señores cardenales. En primera persona, naturalmente.

–«¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice?»
–«¿Con qué nombre quieres ser llamado?» 

 La respuesta sustantiva –«acepto»–, convierte al elegido en Papa. Viene luego la pregunta adjetiva, «¿con qué nombre?».
Nos parece la cosa más natural que a los nuevos papas se les cambie el nombre de pila. Es tradición antigua, que incluso se quiere arrastrar hasta el principio, cuando Jesucristo a su primer vicario le cambió el Simón por Pedro. Es forzar las cosas. Empezando porque en aquellos primeros tiempos no había propiamente ‘papas’ ni papado; como tampoco hubo esa tradición .

Mercurio/Juan II (533). El cambio de nombre de un papa romano se registra por vez primera en el siglo VI. Fue curioso, y hasta podría hablarse de cierto despiste del Espíritu Santo.
En octubre de 532 muere Bonifacio II. Le cupo el discutible honor de ser el  primer papa ‘no santo’, sin duda por la corrupción que rodeó su nombramiento y por su mal gobierno en menos de dos años que ocupó la sede. Su peor abuso habría sido la pretensión de crearse sucesor, en la persona de un diácono de su cuerda.
En realidad, nadie ha explicado nunca por qué un papa no puede nombrar al que le siga. El papa tiene poder absoluto en la Iglesia y sus decretos no mueren con él. Si puede dictar normas para que un cónclave futuro nombre papa, bien podría (siquiera en casos especiales) hacer la designación él mismo. Creo que hay algún ejemplo. Y con más razón, si renuncia, ¿por qué no podría entregar él mismo a otro las llaves de Pedro?
No sé si Bonifacio era de la misma opinión. Por si acaso, no fue eso lo que hizo, designar él a dedo, sino algo más atravesado. Juntó un concilio en San Pedro, y allí como papa blindó el nombramiento, forzando o comprando firmas y juramentos. Esto último sí que estaba feo, pero tampoco era lo nunca visto.
El Senado Romano y la corte de Rávena vieron que se les escamoteaba la elección –mal precedente–, y replicaron obligando a repetir el concilio. Parece que el papa se volvió de su acuerdo.
Muerto Bonifacio, tras dos meses y medio de sede vacante, sale elegido un modesto cura de la basílica de San Clemente. Sólo un problema: el buen sacerdote se llamaba Mercurio. O Mercurial, vaya usted a saber. A la gente le daba la risa. En todo caso, nombre malsonante de un dios pagano. Se lo cambió por Juan: Juan II (533-535).

Casos dudosos. Siendo tan especial el motivo, aquella novedad no hizo ley. Los papas sucesores (san Agapito I, san Silverio, Vigilio, Pelayo o Pelagio I) siguieron conservando el propio nombre. Hasta 561, en que un tal Catelino figura en lista como papa Juan III (561-574). Sólo que lo de Catelino tiene toda la pinta de mote, y el electo tal vez se llamaba realmente  Juan. Mucho más serio que esa minucia fue que en su papado empezó la terrible invasión de los lombardos sobre Italia (desde 568).
No más claro es el caso de su sucesor Benito o Benedicto I (575-579), que quizá se llamaba Bonoso. Nada se sabe de él, sólo la hambruna terrible que asoló el país, entre correrías lombardas y escaramuzas bizantinas.

Octaviano/Juan XII (955). El segundo cambio seguro de nombre fue el de Juan XII (955-964). Su nombre era Octaviano, hijo de Alberico II y nieto de Alberico I y de la Marozia. Alberico (Jr.) era también hermanastro del difunto  papa Juan XI (931-935), hijo de la misma Marozia cuando fue amante del papa Sergio III (904-911), antes de dejarle ella para casarse con Alberico padre. Eso al menos es lo que  contó el cronista Luitprando de Cremona, maldiciente reconocido, pero creído en este caso por los doctos historiadores eclesiásticos César Baronio y Andrés Duchesne. Y en verdad, no era cosa inaudita, en aquel ambiento corrupto, que el cardenal historiador Baronio llamó la ‘pornocracia’.  
Alberico II se había hecho el amo de Roma (932), a título de ‘Príncipe y Senador de todos los Romanos’, hasta su muerte (agosto de 954). Sintiéndose morir, convocó a la nobleza y clero ante el altar mayor de San Pedro y les hizo jurar que a la muerte del papa viviente, Agapito II, nombrarían sucesor a su propio hijo Octaviano. Éste debía de tener entonces unos 17 años.
El mismo año muere Agapito (diciembre 954) y, en efecto, eligen a Octaviano. Sin embargo pasa un año hasta que se le consagra papa (diciembre 955), seguramente mientras recibía alguna preparación eclesiástica. Con tal ocasión se impuso, o le impusieron, el nombre de Juan. Dicen que si fue por el escrúpulo de llamarse un papa por el mismo cognomen que usaron  los paganos Julio César y el emperador Augusto. Colar el mosquito y tragarse el camello: Octaviano/Juan continuó haciendo su vida de seglar –ahora más a lo grande–, y siguiendo tradición de la familia, «instalado en el palacio papal de Letrán lo convirtió en un burdel surtido de beldades y efebos».
El emperador Calígula había nombrado cónsul a su caballo. Sin llegar a tanto, Juan XII ordenó de diácono a su caballerizo. Bien es verdad que lo hizo estando los dos bebidos. Pasada la resaca, el mismo papa, para recompensar a otro favorito, un adolescente, no vio cosa mejor que hacerle obispo.
Por lo demás, no creamos a pie juntillas todo lo que se dijo de este papa, pues en aquellos siglos bárbaros la corrupción y la calumnia alla se iban.   
Tiempo después (noviembre de 963), el emperador germánico Otón I el Grande (962-973), dueño de Roma, convocó en San Pedro un concilio para juzgar por felonía a Juan XII. Ya se sabe que antiguamente en tales procesos  salían en autos los trapos más abigarrados, con tal que estuviesen sucios, y toda suerte de crímenes, incluso contradictorios, siempre que fuesen horrendos. Juan, que estaba huído en Córcega, fue condenado en rebeldía, depuesto y sustituido por León, un funcionario laico que se tituló León VIII.
A todo esto, Juan XII desde la isla movía sus palillos, y por habilidad o por suerte, en ausencia de Otón, logra volver a Roma en plan tirano. Por poco tiempo. Sólo tres meses después (14 de mayo 964), un demonio íncubo celosillo le pilló en la cama con Estefaneta, una mujer comprometida suya por pacto diabólico. Eso amén de otro pacto matrimonial que ella tenía con su marido,  pues era casada. Hubo, pues, quórum y cornamenta bastante para explicar cómo el Octaviano salió despedido por una ventana.  ¿Qué quién lo dice? Siempre Luitprando. Según otros, el papa murió de apoplejía. Ahora bien, ¿es incompatible lo uno con lo otro?
Sea como fuere, la muerte libró a Octaviano de la cólera de Otón, quien de vuelta a Roma repuso a su León, antipapa-papa. Éste conservó su nombre, y así otros pontífices hasta el año 983.

Pedro/Juan XIV (984). Si hasta entonces las mudanzas fueron para mejor –la de un nombre pagano u otro cristiano, o de un apodo a un nombre serio–, esta vez fue justo al contrario. Por primera vez en tantos siglos un electo papa se llamaba Pedro. Un respeto. San Pedro, el primer papa y obispo de Roma, no debía tener segundo. Pedro de Pavía pasó a llamarse Juan XIV (984-984).
Desde entonces, el cambio de nombre se hizo regla no escrita, como significando que el hombre-papa vuelve a nacer. Renacimiento, o si se quiere, apoteosis.

Curiosidades. El nombre elegido puede ser arbitrario. A veces es  gratitud a otro papa que le ayudó, devoción personal, moda del tiempo, incluso fantasía.
Hemos visto cambios de nombres por ser paganos. Pero el caso inverso también se habría dado, si es cierto que Rodrigo de Borja se hazo llamar Alejandro VI (1492-1503) en honor de Alejandro Magno. Y por Julio César el cardenal Julián della Róvere se llamó Julio II (1503-1513).
También parece que  Eneas Silvio Piccolomini se hizo llamar Pío II (1458-1464) por alusión al pius Aeneas de Virgilio.
       A Pío II sucedió el veneciano Pedro Barbo (1464). Lo lógico habría sido ponerse Eugenio V, siendo como era sobrino de Eugenio IV, que le hizo cardenal a los 20 años por nepotismo puro. Sin embargo, todavía a sus 46 años el electo era muy galán y presumido. Así, al preguntarle por el nombre, dijo que Formoso, es decir, Hermoso. No era nombre nuevo, pero tampoco tenía sentido –fuera del ridículo personal–, ya que el único papa Formoso (891-896) fue una de las figuras más trágicas del Papado, con aquella escena de su momia desenterrada, juzgada y degradada por su enemigo y sucesor Esteban VI en el macabro ‘Concilio del Cadáver’ (febrero de 897). Quitada la idea, quiso llamarse Marcos; pero eso era demasiado mentar a Venecia y su grito guerrero. Finalmente se conformó con ser Pablo o Paulo II (1464-1471).
Así pues, Formoso sólo hubo uno. De esos papas ‘unicos’, el último hasta ayer era Cristóbal I (903), si es que fue papa, pues la lista oficial no le reconoce.
Tampoco es probable que san Pedro deje de ser único, por un tabú muy explicable, que además lo confirma la supuesta ‘Profecía de San Malaquías’: con Pedro II vendría la destrucción de la Urbe de las Siete Colinas. Demasiada responsabilidad, por muy apócrifo que sea el anuncio.
Sixto no suena mal; pero, como previó Guiseppe Belli en uno de sus sonetos romanos,  Sixto V  lo dejó imposible:

perché nun ce po’ esse tanto presto
un antro papa che je piji er gusto
de méttese pe’ nome Sisto Sesto.

(porque no puede ser que haya tan presto
un otro papa que le pille el gusto
a ponerse por nombre Sixto Sexto.)


Jorge Mario/Francisco. El nuevo papa Jorge Mario Bergoglio estrena nombre: Francisco I. Dicen que por Francisco de Asís, santo italiano y enamorado de la pobreza. ¿Seguro? Con un jesuita nunca se sabe, tal vez esa devoción sea indirecta. Sus consocios Francisco Javier y Francisco de Borja, después de todo, también se llamaron así por el mismo santo de Asís.
Larga vida a Su Santidad Francisco I.

Donde los papas pueden llorar un rato
Es la hora de mostrar en público al triunfador y revelar al mundo su nuevo nombre. Todo por sus pasos. La renovación de Papa se ajusta a un programa y ritual de normas escritas, más otras optativas, consuetudinarias o improvisadas. Con su parte de teatro.
Ha sido muy corriente que el ya papando, antes de la votación decisiva, ofrezca al sacro Colegio un espectáculo, suplicando con lágrimas a sus electores que no descarguen tamaño peso sobre sus frágiles hombros y piensen en otro papable. Algo así se destapa ahora del cardenal Bergoglio, en su competición con Ratzinger (2005).
No menos frecuente ha sido en la Historia de los Papas otra escena melodramática, con aspavientos de horror y abatimiento, declarándose el electo  indigno, entre genuflexiones, conjuros y lloros, según el temple y virtuosismo de cada cual. Y eso incluso en casos de apetito notorio a una dignidad buscada por todos los medios, simonía incluída. Por supuesto, eran otras épocas.
Pues hablando de llanto. Se entiende que la investidura de una dignidad como la de Vicario de Cristo puede acumular tensión emocional. Para su descarga hay prevenida en la Sixtina, a la izquierda de la cabecera, una pequeña sacristía llamada Camera lachrimatoria. En ella se encierra el nuevo papa el tiempo necesario para serenarse, antes de darse a conocer en el balcón de San Pedro.
Al efecto, la cámara dispone de una  chaise longue, una tumbona más bien hortera, tapizada en rojo, para que la descarga emocional se realice en la postura que resulte más cómoda. Un espacio bastante prosaico, por lo demás,  donde lo más notable que se ofrece a la vista del nuevo papa es la triple versión de las vestiduras papales en tres tallas diferentes. Porque tras el reposo más o menos húmedo, la ‘cámara de las lágrimas’ se convierte en un probador, donde el sastre pontificio remata su obra lo mejor que puede, para el gran espectáculo:

«Annuntio vobis gaudium magnum… »  
Tras el llanto, el gozo. Y a partir de ahí, el calvario.



5 comentarios:

  1. Magnífico y divertido artículo, querido BELOSTI.

    En cuanto a nombres de Papas a mí el que me pareció más divertido fue el que se inventó Bruce Marshall para su novela "El Papa". Se trataba del primer Papa comunista de la historia, que eligió el nombre de "Marx I". El cardenal protodiácono, bastante encabronado por esa decisión del nuevo pontífice, se venga un poco de él al anunciarlo desde el balcón vaticano como "Marcus Primus", por lo que cae en desgracia automáticamente.

    No es una gran novela pero tiene momentos divertidos.

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  3. Querido Profesor Belosticalle

    Termina usted su entretenidísimo comentario con la frase:

    Tras el llanto, el gozo. Y a partir de ahí, el calvario.

    Me da mucha pena el pobre papa nuevo. Como me la daba el papa anterior, Benedicto XVI, que tengo que reconocer que me encantaba ; tan inteligente, tan bien educado, tan amante de pensar y razonar, y al mismo tiempo tan espiritual...
    Este nuevo papa, aunque se llame Francisco por el de Asís, en vez de por el de Javier, y el de Borja, ( con gran fastidio para los españoles ), no tiene mal aspecto. Para empezar es jesuita, con lo que el dominio del Opus Dei, favorecido por el papa polaco, esperemos que vaya disminuyendo... Pero ya ha empezado su calvario inmediatamente, con esas acusaciones más o menos veladas de haber denunciado, y de haber ido de la mano con la dictadura militar...
    Espero que aunque él mismo piense que no es digno de ser papa, ello no le impida limpiar la Iglesia del exceso de burocracia y de la corrupción.
    A ver como empieza de entrada. Que los primeros pasos son importantes.

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  4. D. Belosticalle, un gusto leer sus inmensos trabajados, cual prontuarios para desconocedores.

    Un abrazo.

    El quicio de la mancebía [EQM]

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