martes, 20 de septiembre de 2011

Dos siglos de revolución vasca (2)



Corruptio unius, generatio alterius. «Nada se crea ni se aniquila, sólo se transforma». Cualquiera de los dos axiomas, o versiones de uno mismo, se puede aplicar al Antiguo Régimen, transformado por la guerra revolucionaria en otra cosa. Así lo ven los historiadores en general. Menos los nacionalistas. Su Euscalerría eterna siguió intacta, en su esencia intemporal. En este mundo de mudanza perpetua, donde hasta los vascos cambian, Euscalerría permanece, como si gozara de la incorruptibilidad de las esferas celestes. Es la ventaja que lleva el nacionalismo vasco: ellos saben; los demás no, y por eso investigan.
En esta línea de tanteo investigador se mueven los autores de los dos capítulos que siguen en el libro al de J. Pardo de Santayana: el de José María Ortiz de Orruño, ‘Entre la colaboración y la resistencia. El País Vasco durante la ocupación napoleónica’; y ‘Vascos y navarros ante la constitución: Bayona y Cádiz’, de  José Ramón Urquijo Goitia.
Ortiz participa en un grupo historiográfico sobre procesos de nacionalización en España. ¿De qué va eso? Lo explicaba el mismo grupo HINEC en un curso dedicado a Los procesosde nacionalización en la España Contemporánea’ (Salamanca, 2009). En él disertaron estudiosos vascos sobre versolarismo político, Sagrado Corazón, ferrocarriles, mili foral, etc.; y nuestro autor con ‘Guerra, nación y memoria. Un estudio-caso (Vitoria 1813-1864)’ [1].
En suma, ‘nacionalización’ es aquí lo mismo que nation building, la conocida ‘construcción nacional’. Pues bien, tocante a aquella etapa de fermento, «lamentablemente, el debate historiográfico aún no ha llegado al País Vasco», según Ortiz (pág. 73).

Nacionalismos español y vasco
De todos los nacionalismos hispánicos, «el más precoz y exitoso» habría sido el de la propia España, el nacionalismo español. Un nacionalismo que, en opinión de muchos, se forja precisamente en la guerra patriótica; y no porque sí, sino como empresa mancomunada de aragoneses, valencianos, murcianos etc.: «de esas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación» (Antonio Capmany, 1808).
En su peculiar marcha hacia el progreso, España genera su propia conciencia nacional modelada sobre una ideal Castilla, recortando los particularismos regionales que más estorbaban, como el sistema foral.
En tan delicada cirugía, el recorte se habría propasado más de lo necesario y razonable, emprendiéndola de modo especial con las lenguas propias todavía pujantes (catalán, vascuence) y con peculiaridades jurídicas y administrativas, hasta invadir tal vez áreas más íntimas de la cultura y la estética. Este es el mito de la igualación de España desde Madrid. Mito, en cuanto que ignoraba otras muchas causas de la extinción de tipismos, menos violentas o incluso espontáneas. Mito, porque nunca fue el león tan fiero, ni siquiera en la etapa más dura del franquismo (nada comparable a la ferocidad nacionalista de hoy). Pero sobre todo, mito originario, porque en vez de reconocer que el País se transformaba irreversiblemente, junto con España, se remitía a la invención de lo primigenio.
Se ha repetido mucho que el nacionalismo español, con su torpeza allanadora, ha soliviantado y radicalizado los nacionalismos periféricos. Nada más falso; y si alguna vez fue así, no vale ahora, como lo demuestran los resultados de 1978. La nueva Constitución, con sus contemplaciones para con los ‘hechos diferenciales’ catalán y vasco, muy lejos de sedar nacionalismos, los ha radicalizado, mientras el nacionalismo central no es que se bata en retirada, es que se esfuma.
El nacionalismo vasco en sentido ‘actual’ asoma a partir de 1876, con la abolición de los fueros por Cánovas. Como si ‘los Fueros’ fuesen una especie de órgano moderador inmunitario, su extirpación desató en algunos una respuesta paroxística de rechazo. Un separatismo visceral que, obviamente, hubo que razonar sobre el argumentario particularista, con relecturas de antiguallas y con pretensiones nuevas.
Así es como surgió el «nacionalismo vasco, que intentó nacionalizar como vascos a los que hasta entonces nunca había dejado de sentirse, salvo discutibles excepciones individuales, como españoles, bien que a su manera» [2]. Tampoco esto último se saque de quicio: el mismo autor explica que «esa especial manera de ser españoles antes de 1876 caracterizaba a realidades situadas al margen del proceso de nacionalización en el País Vasco… algo nada problemático dentro de lo conocido… como patriotismo de doble lealtad’  [J. Mª Fradera, 1992]… característico de las identidades territoriales vascas del período pre contemporáneo… ». Patriotismo tradicional que «no debería confundirse con la nacionalización contemporánea como si fueran homónimos».

He alargado un poco estos considerandos sobre 1876, porque ahí empieza nuestro segundo siglo revolucionario. Antes de eso, revolución vasca sí, pero de nacionalismo nada. Sólo «el euskera y los fueros… dotaban de cierta singularidad a las provincias vascas».  

1. Respecto a la lengua, todo el mundo ha oído aquello de los maestros metiéndola con sangre y lágrimas en la escuela, el funcionario castellano de turno despachando a la gente con el ‘¡hábleme usted en cristiano!’ y las clases dominantes olvidando el vascuence mamado de sus nodrizas, o usándolo sólo con el servicio. Menos se repite, en cambio, la deuda para con el clero y elementos más conservadores:

«Conscientes de que el castellano era la correa de transmisión de las ideologías revolucionarias…, no alentaron su difusión en el campo. Concebían al campesinado como la gran reserva moral del país, y pensaban que mantendría intacta toda su inocencia mientras conservase su lengua originaria, y con ella su devoción religiosa» [3].

2. ¿Y ‘los Fueros’?  Dichosos Fueros, ¿qué sabía la gente de ellos? ¿Quién se los había leído? Lo que contaba eran las ‘exenciones’ y franquicias de alcance: la mili foral, los aranceles, un autogobierno formal (bien poco democrático), y paremos de contar… ¡Ah!, y la religión, que de foral bien poco tenía.
También de los Fueros se repite mucho su arraigo en el alma popular (la palabra ‘fueros’, se entiende); mientras que se silencia la razón de ser sentida entonces para defender esas ‘libertades’:

«La existencia de los fueros –nombre genérico utilizado para designar los particularismos de las provincias vascas– se explica por la condición fronteriza del país, la pobreza de su suelo y la fidelidad monárquica de sus habitantes. La libertad de comercio, las exenciones (militar y fiscal) y el autogobierno del territorio constituyen el núcleo fundamental de esos privilegios distintivos» [4].

De la ‘doble lealtad’, a la lealtad ‘doble’
«Los fueros siempre hicieron dichoso y tranquilo a este país». También eso decía el mito, mientras a otros efectos se reconocía lo evidente: que desde hacía demasiado tiempo aquel sistema hacía aguas, acumulando tensiones que estallaban en machinadas (la más reciente, la zamacolada de 1804). Pero vaya, juguemos al mito. El sesteo apacible de la patria vasca pudo haber durado algo más, aunque sueño eterno no iba a ser. El hecho es que Napoleón nos puso a todos en sobresalto.
Nuestras élites afrancesadas eran progresistas en algunas cosas, «empezando por la supresión del privilegio como forma de estratificación social. Pero se diferenciaban de los revolucionarios porque rechazaban el parlamentarismo y cualquier forma de representación popular» [5].  No sé. El foralismo que enfrentará en Bayona y más tarde a vascos y constitucionales fue de lo más antirrevolucionario. Y si la revolución era enemiga del privilegio, no lo era sólo como estratificador social, también como ‘estratificador nacional’, entre regiones y provincias. Y esto eran los fueros. Por eso los foralistas huían de la palabra ‘privilegio’ como del diablo, listos ellos; aquel anzuelo no lo tragaba nadie.

Lo de Bayona y 1808 en torno a la Constitución para la nueva España de José I sigue en debate, con apasionantes misterios. Aparte de dar fachada respetable al edificio, ¿iba en serio Napoleón con aquel experimento?
También los personajes vascos (y no vascos) invitados a la consulta previa siguen intrigándonos: ¿estaban en el ajo? ¿las veían venir? Si Urquijo –lo hemos visto había leído a Plutarco, ¿por qué no también a Maquiavelo, con la venia de su confesor jesuita? Urquijo hizo de secretario, y el navarro Azanza de presidente de aquella representación, con gran peso específico vascongado.
No se piense en un patriotismo vasco monocolor. Uno de los diputados más activos fue Ramón María de Adurriaga Uribe, que aunque canónigo de Burgos también era vasco –más tarde fue obispo de Ávila,  1824-1841–, y (cada loco con su tema) formuló propuestas contrarrevolucionarias, pidiendo enmienda del art. 1 en el sentido de una confesionalidad católica integrista, prohibiendo no sólo la libertad externa de cultos, sino que cada cual «pudiese pensar dentro de sí como le pareciese» [6].
Si el déspota anfitrión dejó con deferencia a sus huéspedes españoles largar lo que les saliese de dentro –total para no hacerles ningún caso–, eso mismo aumenta la admiración ante el papel de otro vasco, mucho más escurridizo que los clérigos integristas, el Adurriaga, o un Joaquín J. de Uriz, prior de Roncesvalles. La verdad es que el afrancesado vizcaíno Juan José María de Yandiola fue el primero de todos los vascos allí presentes que, rompiendo su compromiso de la víspera con la Asamblea, abrió la boca en pro de la foralidad vasca [7]. Y gracias a él, aquella primera Constitución estrenó la singularidad de llevar un anejo sobre la singularidad vascongada.

Con todo, ya antes de abrirse las sesiones, el avisado Urquijo había prevenido a Napoleón sobre la conveniencia de contentar a la población vasca con algún miramiento a sus peculiaridades. El propio emperador se había procurado información sobre ello, para ahorrarse complicaciones militares. [8] Y podemos estar tranquilos, que a Napoleón por aquel entonces no le faltaron arbitristas de aquende y allende Pirineo, sobre como ordenar el rompecabezas vasco-ibérico, y hasta el vasco-español-francés. El mismo año de 1808 el senador francés Dominique Garat –‘Txomin’ Garat, para sus amigos de por aquí y para el Callejero bilbaíno– proponía unificar todo el País Vasco, fracés y español, con el nombre de la ‘Nueva Fenicia’. [9]

La fiesta se anima
La intervención de Yandiola tuvo efecto inmediato de soltar las lenguas de los fueristas vasco-navarros, y hasta un catalán quiso apuntarse al envite y barrer para casa, sin éxito. La repulsa fue mayoritaria: ¿no se trata de dotarnos todos de un Constitución moderna igualitaria, sin privilegios ni exenciones? «¡A votar, señores!», golpeó con los nudillos Azanza.
Entonces Yandiola jugó su baza sorpresa: Sobre el asunto de los fueros no había más que hablar, pues ya él por el Señorío de Vizcaya había elevado un memorial directamente a Napoleón, explicándole cómo « nada tiene de común este país con los demás, si se exceptúan las provincias limítrofes de Guipúzcoa y Álava y el reino de Navarra, que se hallan en circunstancias muy semejantes». Y en cuanto a lo que se ventilaba, hizo constar que su intervención ni su presencia  «no se tuviera por adhesión a la Constitución general, y en caso necesario él se abstendría de votar».
No está claro si nuestro vizcaíno iba de farol o, si decía verdad, si estaba en total connivencia con Urquijo. Lo cierto es que por tal hazaña Yandiola es benemérito de los nacionalistas modernos. Dos siglos antes de Ibarretxe, aquel prócer habría declarado ante el amo de Europa que «los vascos no necesitaban constitución, porque desde los tiempos más remotos ya tenían la suya propia, los Fueros».
Y por si fuera poco, aludiendo a la oposición, digamos, ‘jacobina’ de la mayoría española y también de franceses, fue cuando Yandiola escribió a sus poderdantes de la Diputación de Vizcaya aquello de que «los españoles son nuestros mayores enemigos, por no decir los únicos». Y en cuanto a la Junta, «jamás me sujetaría a su decisión, porque no reconozco en ella ni en la Nación autoridad para derogar nuestra Constitución».
Por las Actas de Bayona «no se puede identificar claramente la actuación de cada uno de los representantes, porque no se recogieron literalmente las intervenciones, ni hay información sobre las votaciones emitidas en cada uno de los artículos del texto» [10]. Las informaciones más sensibles proceden de referencias epistolares o circunstanciales. Yandiola mantuvo correspondencia con su Diputación, a la que se debía profesionalmente (al margen de sus ambiciones políticas), pues desde hacía un par de años lucía el cargo de Consultor Perpetuo del Señorío [11].
¿Quién podía adivinar el futuro del País? Independencia, autonomía, asociación o anexión a Francia, reparto… Todo era posible, y en tal coyuntura seguramente se barajaron soluciones de ventaja, jugando fuerte los Fueros, el comodín, la excepción permanente.

Siempre los Fueros
La lectura de ambos artículos, el de Ortiz de Orruño y el de Urquijo Goitia, es apasionante, aunque nos deja muy con las ganas. Termino, pues, señalando para consideración del lector algunos puntos sobre la foralidad emergente y sobrevenida a los próceres vascos invitados al chapuzón de Bayona.

1. ¿Los Fueros, ‘constitución’ de Euscalerría?  Según Goyo Monreal, eso se pensaba entonces. Ramón Urquijo, por el contrario, habla de utilización oportunista. Lo uno no quita lo otro. Eran tiempos constituyentes, el futuro era la monarquía constitucional. Por otra parte, si la constitución vasco-navarra eran los amados fueros, eso quitaba hierro a una palabra mal vista por muchos. Por lo demás, los Fueros en modo alguno podían jugar el papel de constitución moderna.
2. Los Fueros. ¿Qué fueros? Cada provincia ‘exenta’ tenía los suyos, Navarra su propia foralidad. Oportunista fue, entonces, aquella presentación foral unitaria larramendiana, tan ajena al particularismo tradicional de cada una de las ‘naciones bascas’, que dirá pronto ‘Don Preciso’ [12].
En aquella caligo futuri, foralidad para nuestros vascongados era seguir mandando en el país los mismos de siempre, como siempre; Bilbao y las villas mayores por su lado, la Vasconia profunda por el suyo.
3. El porqué de los Fueros. En las épocas ilustrada y afrancesada ya corría el mito vasco de la foralidad de derecho natural, por no decir divino (que también: «Guipúzcoa, mayorazgo fundado por Dios», de Larramendi). Sin embargo, con muy buen juicio, a nadie se le ocurre esgrimir ante Napoleón ese argumento, no fuese a herniarse de la risa, o a resolver los Fueros como Alejandro el Nudo gordiano.
No. La razón de ser de los Fueros en las Provincias y Navarra nada tenía que ver la ascendencia tubalina de los vascos, tampoco su hidalguía natural y universal. ¿Qué, pues? La pobreza del país, la sobrecarga de los hacendosos y virtuosos habitantes para explotarlo, su mérito de sacarle el óptimo rendimiento y contribuir al erario regio como los que más. Todo ello conforma un sorites argumental sugestivo, pero sin perder de vista lo cardinal: sin fueros, el país se arruina y, quién sabe, los ama tanto, que podría levantarse en armas y buscarse la vida por su cuenta.
4. ¿Intocables? Antes hemos visto un texto de Yandiola negando a la Junta y a España autoridad para derogar el Fuero de Vizcaya. Texto incompleto, hay que añadir, y es como circula. He aquí el resto:

«Vizcaya nada tiene que hacer sino con su Señor, que es el Rey de España; y si yo dirijo la representación a Su Majestad Imperial es porque él es quien da la Constitución. ¡Infelices de nosotros, si fuésemos juzgados por la Asamblea!»[13].

El ultra foralismo  antirrevolucionario sobrevenido a Yandiola y compañía creaba «una ficción…, un esquema bipolar Castilla-Territorio Foral, desconociendo el resto de las realidades que coexistían bajo la monarquía de los Borbones» [14]. No obstante, el lexema ‘constitución foral’ ha sonado bien al oído nacionalista. Y con el aditivo de no reconocer la nueva ‘soberanía nacional’, miel sobre hojuelas. Rueden las coronas, caigan los Señores de Vizcaya, y el derecho a decidir es nuestro…
Ellos saben. Nosotros, a seguir estudiando.
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[1]  V. también Esteban de Vega, M., y Dolores de la Calle Velasco (eds.), Procesos de nacionalización en la España contemporánea. Salamanca, 2011; 528 págs.
[2] Juan Gracia Cárcamo (UPV/EHU): ‘Al margen, dentro y frente al proceso de nacionalización española: Imágenes divergentes sobre el País Vasco en viajeros y escritores peninsulares (1876-1931)’. En Procesos…, o. cit., págs. 503 y sigs.; pág. 505 (negrita mía).
[3] Ortiz, pág. 77, con envío a Belén Altuna y su libro, Euskaldun-fededun (2003), sobre «la perfecta imbricación entre los valores tridentinos y los etnicistas».
[4] Ibíd. El historiador Antonio Pirala (1824-1903) comentaba, a diez años de abolidos los fueros, cómo en Bilbao o San Sebastián casi nadie los echaba de menos (Provincias Vascongadas. Barcelona, 1885). De igual modo, el traslado de las aduanas a la costa (1844) parecía un acierto favorable a la industria. Y eso lo veía hasta un furio-foralista como Arístides Artiñano (1874-1911).
[5] Ortiz, pág. 82.
[6] Urquijo Goitia, pág. 149.
[7] Urquijo, pág. 156, con referencias.
[8] Urquijo, págs. 145-146. 
[9] El vasco Garat pensaba que los vascos eran colonos fenicios. Un primer proyecto contemplaba el país unificado con tres departamente, de mar a montaña: Nueva Fenicia, Nueva Tiro y Nueva Sidón. Luego se quedó con el primer nombre para el todo. Cfr. Gregorio Monreal, ‘Los Fueros Vascos en la Junta de Bayona de 1808.’ Rev Intern Estud. Vascos, 4 (2009): 255-276); pp. 21-22. V. también Idoia Estornes, ‘Descripción del País Vasco, Aragón y Cataluña, a la luz de un designio napoleónico. El ‘País Transpirenaico’ en 1810.’ En: Homenaje a Julio Caro Baroja, RIEV 31 (1986): 699-711.
[10] Urquijo, pág. 148.
[11] Sobre la confusión que rodea los tejemanejes de Bayona, v. págs. 150-151. Es cuestión muy delicada, donde no puede excluirse la autocensura y manipulación de hechos, dichos y documentos, como también apunta Monreal.
[12] Seudónimo de Juan A. de Iza Zamácola, autor de Historia de las Naciones Bascas. Auch, 1818. Gran vascófilo, sin perjuicio de ser también gran experto en la música y bailes populares españoles.
[13] Urquijo, pág. 151.
[14] Urquijo, pág. 153.



(Concluirá)




9 comentarios:

  1. Me encantado su entrada, Belosti.

    Puedo matizar un poco más sobre los fueros: todos tuvimos uno en un momento u otro. Tras la debacle de la invasión árabe, se hundió el sistema administrativo heredado del Imperio Romano, que se había mantenido con la monarquía visigoda (más o menos) y se hizo necesario otorgar a los poblamientos (elijo con toda intención el término) que mantenían una masa crítica de vecinos suficiente para sostener una base productiva y de intercambio capaz generar un germen productivo y un tráfico económico que requería un cuerpo legislativo.

    Hubo fueros y hubo cartas pueblas. Los primeros eran un conjunto de normas, ajustadas a la realidad social y económica de un lugar, destinadas a encauzar su tráfico en un marco legal y resolver las disputas corrientes entre derechos encontrados.

    Las cartas pueblas, por contra, tenían como objetivo animar a la población autóctona o foránea (peregrinos del Camino de Santiago) a asentarse en lugares que habían quedado despoblados utilizando el aliciente de una serie de beneficios fiscales y otras prebendas, para recuperar establecimientos, algunos de ellos pujantes en otro tiempo, mediante el asentamiento permanente Alfonso VI otorgó en 1085 un fuero a Avilés dotándola de la condición de «Villa de realengo». Siguiendo el razonamiento de los vascos, los de Avilés tienen tantos motivos, incluso más; puesto que su fuero es muy antiguo, para reclamar tratos de privilegio como los vascos.

    A nadie con sentido común se le ocurre invocar derechos surgidos de normativas embrionarias de lo que el tiempo convertiría en ordenamientos jurídicos avanzados, si no eres vasco de chapela a rosca. Y lo gordo, es que tenemos que aguantar su monserga.

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  2. Deleitable historiador:
    Aunque sus reflexiones brotan de manantial sereno, han despertado las gotas de sangre jacobina (¿o será jacobea?) que corren por mis venas y la memoria del abate Grégoire (Henri Grégoire, 1750-1831): clérigo, ardiente revolucionario, aguerrido antiesclavista y abolicionista, que defendió, con el mismo denuedo y por idéntica razón, la universalización de la lengua francesa y la erradicación de los patois y variedades lingüísticas minoritarias. En 1794 l'abbé Grégoire presentó ante la Convention su "Rapport sur la Nécessité et les Moyens d'anéantir les Patois et d'universaliser l'Usage de la Langue française" (ver wiki francesa, mejor que la española). Ese "anéantir", 'aniquilar o suprimir', es el verbo para romper las cadenas y destruir el particularismo que esclaviza a los hombres en sus valles y aldeas de prejuicios e ignorancia.
    Y a la excepcionalidad y el maremágnum de particularismos jurídicos medievales (y entodavía), de que habla Carmen Quirós, sumemos las behetrías castellanas. Un refrán que tiene su gracia librevillana a la contra es el señorial "Con villano de behetría no te tomes a porfía", pues la gente que no consiente señor ni hidalgo en su vecindario suele "poner en malas ocasiones y lances a los que tratan con ellos" (vid. RAE, Autoridades, I, s.v. behetría).

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  3. ¡Y además, mago!
    J'en vous remercie beaucoup, Belosticalle.

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  4. ¿Sabe usted qué ocurrencia me viene con el panfleto del abate?
    Pues que ha debido de tener lectores aprovechados en este país. Los ramalazos jacobinos del nacionalismo se han cargado la riqueza dialectal viva del vascuence, imponiendo un lenguaje acartonado, qué se la ve a hacer.
    Claro que el euskera no es el francés. Es decir, una vez más, la tragedia se repite como comedia bufa.

    Un día tenemos que comentar el escrito, tan divertido, del ciudadano Grégoire.

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  5. Querido Belosticalle:
    Gracias a su magia electrónica he leído el texto completo, y me gusta más aún que cuando solo lo conocía de segunda mano. También sé que si usted se anima a comentarlo, lo analiza como suele y ve solo en él flor de totalitarismo, yo me desdiré y engulliré una por una estas mis palabras.
    Pero ya ve que el francés no es de cartón, será que de la receta gregoriénne hay quien solo ha entendido donde pone "apisonar", y no ha observado la premisa de partir ya de una herramienta comunicativa muy desarrollada, ni la acendrada fe del buen abate en la lengua como vehículo de la universalidad de los contenidos de la razón y de liberación del particularismo feudal. Yo, muy ufana de mis millones, lo leo en clave española, y no concibo que admita traslados a las lenguas "minorizadas" (pobriñas), igual que no se debe pretender guisar merluza en salsa verde si solo se tiene una (noble) sardina en la despensa (nobles sardinas y exquisitos bocatas de sardinas).
    Para volver a su propio texto, quería traerle esta cita del "Rapport" que casa tan bien con lo que usted refiere acerca de la iglesia y el vascuence, y las palabras de Orruño-Altuna:
    "Cette disparité de dialectes a souvent contrarié les opérations de vos commissaires dans les départements. Ceux qui se trouvaient aux Pyrénées-Orientales en octobre 1792 vous écrivirent que, chez les Basques, peuple doux et brave, un grand nombre était accessible au fanatisme, parce que l'idiome est un obstacle à la propagation des lumières" ("Rapport", p. 6).
    (¿Cómo?, ¿ha dicho fanatismo?).

    Y en la misma página, con tanta candorosa fe en la fraternidad que se me saltan las lágrimas de la nostalgia:
    "... souvent les querelles sanguinaires des nations, comme les querelles ridicules des scholastiques, n'ont été que de véritables logomachies. Il faut donc que l'unité de langue entre les enfants de la même famille éteigne les restes des préventions résultantes des anciennes divisions provinciales et resserre les liens d'amitié qui doivent unir des frères" (íbidem).

    Salut, citoyen Belosticalle!

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  6. ¡Pero si pienso como usted, amiga mía! Tal vez donde dije ‘lectores aprovechados’ debí poner ‘aprovechateguis’, para mayor claridad, aunque ya hablo de parodia bufa.

    Es que la mera comparación de una lengua irrelevante y ágrafa con aquel Francés de los siglos XVII-XVIII sería esperpéntica.
    Toda nuestra política lingüística (la polingüi, para abreviar) es un esperpento.

    De ahí el énfasis que ponen los ‘aprovechateguis’ en lo del tesoro patrimonial del vascuence… ¡pero qué tesoro, si puede saberse!... y nuestro deber de preservarlo, anda ya, hasta imponerlo como la lengua reina de este Liliput. Penoso.

    Por otra parte, soy aficionado a la literatura panfletaria en general, y esta pieza gregoriana que ha sacado usted a colación es una joya del género.

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    1. Sr. Higueras, su comentario se ha borrado por error mío involuntario.
      Le ruego me disculpe y se sirva reponerlo, si lo desea.

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