Bienandanza y fortuna de un nacionalista irlandés
A mi amigo Navarth
«Cruel cosa es morir, con todo el mundo entendiendo al revés, malinterpretando, y quedar callado para siempre» (R. C.)
Muy triste, sí señor; y más si tu enemigo in articulo mortis te tumba en decúbito prono, y te espeta por el trasero vistosas banderillas con gallardetes que digan, por ejemplo: «Sao Paulo. Antonio, $10. Quick enormous push. Loved Mightily».
Esto último, además de triste, asqueroso. Quien quiera que lo haya escrito. Ya dije que soy más escéptico que el novelista sobre la autenticidad de los llamados ‘Diarios Negros’, a pesar del dictamen ‘definitivo’ de la experta Audrey Giles (2002).
Obviamente el orgullo gay ya ha puesto a Sir Roger en su iconostasio, y es verdad que mucha gente pensó que los ingleses le colgaron por eso, en venganza por la afrenta de haber mantenido como diplomático y ennoblecido como héroe nacional a un vicioso bujarrón. Y claro que, de aceptarse los Diarios –no la homosexualidad de Casement, que está fuera de duda–, sería como para replantear toda la biografía del personaje.
Total, que hace tiempo debí cerrar estos comentarios, a propósito del libro de Vargas Llosa, y lo he ido dejando por pereza. Da pereza despachar al esquivo Casement desde la condición de «todo el mundo entendiéndole al revés»; en particular, malinterpretando una cosa tan compleja como el nacionalismo.
El año 1916 fue decisivo para la independencia irlandesa. Lunes de Pascua (24 de abril), siete patriotas proclamaron en Dublín la República Libre de Irlanda. Detrás tenían al ‘pueblo’, interpretado para la ocasión por 1.400 figurantes mal armados, ocupando un territorio más simbólico que estratégico en Dublín, contando con ayuda militar alemana.
El Gobierno de Gran Bretaña e Irlanda les aplastó sin mayor dificultad y les declaró traidores. ‘Alta traición’, en el sentido medieval del término, ya que se aprovechaban del conflicto europeo, en connivencia con el enemigo.
Sofocada la rebelión, los siete responsables y otros nueve más fueron condenados a muerte. Fusilados todos, menos uno capturado y juzgado aparte, que fue condenado a la horca. Este fue Sir Roger Casement.
En cuanto al pueblo irlandés real, incluido el nacionalista, su repulsa de la aventura fue clamorosa. Dos años después, la opinión pública veía de muy otro modo las cosas y los personajes. Menos a uno: el ex Sir Casement. Desprestigiado por sus tejemanejes con el enemigo alemán –no menos que por la infamia de aberrante sexual, a tenor de sus supuestos ‘Diarios’ íntimos–, fue por mucho tiempo un nombre a olvidar, hasta su admisión final en el panteón de los héroes. No sin reservas puritanas. Su adopción como icono del orgullo gay tampoco le hace favor.
Un alegato notable
Condenado a muerte, el reo Casement en uso de la palabra leyó un alegato de 2.675 palabras, recusando obviamente la competencia del tribunal británico, pero sobre todo la aplicación de una ley inglesa de 1351 (que por cierto, hubo que ‘ajustar’ para que encajara), al condenarle a muerte por ‘alta traición’, por unirse ‘los enemigos del Rey’. Como irlandés, él no reconocía a unos «Reyes de Inglaterra que como tales no han tenido derechos en Irlanda, desde tiempos de Enrique VIII».
Esto último merece comentario. ¿Por qué desde Enrique VIII? No se pierda de vista que, desde el principio, Casement se dirige no a sus jueces, sino a sus compatriotas, el pueblo irlandés. Su argumentación tiene que reflejar la visión católica del legitimismo.
El primer rey inglés que puso pie en Irlanda y se anexionó la isla (1169-71) fue Enrique II Plantagenet. ¿Con qué derecho? Se la pidió al Papa, y éste se la dio. Después de todo, también su tatarabuelo Guillermo I el Conquistador, cien años antes, se había apoderado de Inglaterra con permiso de Alejandro II (1066). Aquella operación, gestionada por el secretario papal Hildebrando, futuro papa reformador Gregorio VII, hizo de Inglaterra feudo del Papado. Esta vez el tataranieto Enrique, para ocupar Irlanda, pide un permiso similar al papa Adrián IV. Y este señor, o sea Nicolás Breakespeare (no Shakespeare, pero inglés en todo caso), dijo que «muy bien», pues eso significa en latín Laudabiliter, la palabra que da título a su bula (1155), bendiciendo la conquista de la isla. Con una condición: que el rey inglés meta en cintura a aquella gente y a su clero, que vivían de espaldas a Roma, rezando en gaélico, con otros abusos; que les aplique a rajatabla la reforma gregoriana y, desde luego, les obligue a pagar el tributo feudal llamado ‘dinero de San Pedro’.
La bula de Adriano funcionó sin disputa hasta 1542, cuando Enrique VIII se separa de Roma y crea el Reino de Irlanda, unido personalmente a su corona. Roma replicó en su momento, aprovechando el nuevo papa Paulo IV para celebrar el IV Centenario de la Laudabiliter con nueva bula Illius (1555), regalando dicho Reino de Irlanda a la reina de Inglaterra María la Católica con su marido, el príncipe de España y futuro rey Felipe II.
«Hibernia y todas las islas »: la teoría omni-insular
Pero vamos a ver, ¿a título de qué atribuían los papas territorios enteros, Inglaterra, Irlanda, Escandinavia…? Pues en virtud de una de las teorías geopolíticas más curiosas. Desde Urbano II (1091) por lo menos, y aun desde Hildebrando, se daba por cierto que todas las islas del mundo («omnes insulae») eran del Papa, a cuenta de la Donación de Constantino.
Como aquel loco feliz, Trasilo, que en el puerto del Pireo se figuraba que todos los barcos eran suyos [1], así los papas de la Edad Media y Moderna se hicieron los locos con las islas del mar, como que todas eran suyas. De ahí el Tratado de Tordesillas (1494) y las Bulas Alejandrinas, repartiendo Alejandro VI medio mundo entre España y Portugal –América, otra ‘ínsula’ para el caso–. El juego duraba todavía en 1885, cuando León XIII zanja la disputa entre España y Alemania por las Carolinas, y ya de forma simbólica en 1971, con Juan Pablo II de árbitro en el conflicto del ‘Canal del Beagle’, entre Argentina y Chile. Último eco de la pretensión medieval [2].
Según eso, Irlanda pertenecía a la corona inglesa. Los más interesados en denunciar como falsa la bula de Adriano IV han sido obviamente eruditos irlandeses. Con poca suerte, pues en todo caso la Laudabiliter fue confirmada por Alejandro III (h. 1172) al mismo Enrique II. Alguna que otra vez Irlanda se queja a Roma del dominio inglés, pero sólo por los excesos, sin poner en duda la situación jurídica. Y si el nacionalismo irlandés del XIX, entre sus motivos, alegaba la asfixia de la cultura y lengua autóctonas, bien podía echar la culpa a la Santa Sede.
Para colmo, en el Vaticano hay un fresco anacrónico, recordando la donación de Irlanda a Inglaterra, un mal trago para los peregrinos católicos irlandeses. El letrero explicativo no puede ser más franco:
Para colmo, en el Vaticano hay un fresco anacrónico, recordando la donación de Irlanda a Inglaterra, un mal trago para los peregrinos católicos irlandeses. El letrero explicativo no puede ser más franco:
Adriano IIII P. M.
a Enrique II de Inglaterra
concede el Reino de Hibernia
por un censo anual
Todo un ‘fresco’. Casement en su alegato reprochó a la Justicia inglesa haber reculado hasta la Edad Media, aplicándole una ley del siglo XIV y un procedimiento oscurantista de otros tiempos. Ya metido a medievalista, pudo añadir (aunque no lo hizo) que el origen de todos los males no fue la usurpación de Enrique VIII, sino la malhadada entrega de la isla a Inglaterra por la Iglesia Católica, antes y después de Enrique. Por un censo anual.
Casement patriota
Para los reyes ingleses, Irlanda fue tierra de conquista, aceptada por los irlandeses durante siglos para la región de Dublín, el Palo (o estacada, en latín Palus); dominio extendida por los Tudor a toda la isla, tratados los irlandeses como colonia. El régimen de Oliver Cromwell intensificó la implantación inglesa y el premio a la confesión protestante. El Parlamente Irlandés, casi todo él protestante en el siglo XVIII, era una institución en provecho de los terratenientes. Una leve insurrección en 1798 tuvo como respuesta la integración de Irlanda en el Reino Unido y el gobierno desde Londres (Acta de Unión, 1800). A partir de ahí, el objetivo del nacionalismo constitucional se redujo a recobrar el parlamento y cierta autonomía (O’Connell en los años 40; Parnell y el Home Rule de los 80). Más radicales fueron los Jóvenes Irlandeses (1848) y los Fenianos (1865). Parece que el padre de Roger simpatizó con éstos.
Otro de los enigmas del caballero Casement, de la Orden Británica de San Miguel y San Jorge, es desde cuándo su amor a Irlanda significó odio a Gran Bretaña. Como cualquier chico irlandés, Roger vibró de joven con las canciones y tradiciones de su país, y de forma más esporádica luego. Entusiasta de la lengua irlandesa, es curioso que una persona con facilidad para los idiomas jamás llegó a expresarse en gaélico, y eso que en su última etapa tomó lecciones, con muy poco provecho. También llama la atención que sólo muy tarde visitó personalmente la Irlanda profunda. Diríase que su contacto con la cultura ancestral fue libresco, a través sobre todo de las divulgaciones de su mentora Alice Stopford Green.
De un modo u otro, en vísperas de la Gran Guerra, Irlanda no escapa al belicismo generalizado. El Ulster protestante se decanta por el unionismo y en 1913 crea la Fuerza de Voluntarios del Ulster (FVU), cuerpo paramilitar de 100.000 hombres. La reacción secesionista, de predominio católico, responde el mismo año con otro cuerpo similar, los Voluntarios Irlandeses (VI).
Al estallar la guerra (agosto 1914) y suspenderse las garantías legales para Irlanda, estos últimos se dividen. La gran mayoría lucha en el ejército británico. Sólo unos 10.000, en rebeldía, sueñan con la derrota británica, con ayuda de Alemania. Casement, miembro del comité provisional, a la sazón se halla en Estados Unidos, recaudando fondos para la causa.
Para muchos nacionalistas, incluso radicales, el individuo era un misterio: ¿intrigante, aventurero, ambicioso político?... Su apuesta total por Alemania y en Alemania desengañó a los más sensatos. Lo demás ya se sabe, aunque no se entiende ni se explica.
Se dice que el irlandés es proclive a unirse al extranjero, incluso al enemigo, si es contra Inglaterra. La alianza Germano-Irlandesa soñada por el celta Casement trae a la memoria el sueño de un vasco, nuestro Sabino Arana: «Conseguir la independencia de Euzkadi bajo el protectorado de Inglaterra» [2]. ¡El protectorado de Inglaterra! «Yugo menor» para muchos pueblos, según este mismo patriota, en telegrama de felicitación a Lord Salisbury, por el aplastamiento de los Boers. De haber conocido el celta estos textos del vasco (fallecido hacía una década, 1903) tal vez le habría tomado por loco. Ni más ni menos, como se le podría tomar a él mismo.
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[2] El tema fue estudiado por L. Weckmann, Constantino el Grande y Cristóbal Colón. Estudio de la supremacía papal sobre islas (1091-1493). México, FCE, 1992.
[3] Según hoja autógrafa, sin fecha, titulada «Mi pensamiento» y guardada por su hermano Luis. Javier Corcuera, al publicar el texto (1979), sugería «la hipótesis de un cierto desequilibrio personal de Sabino en el momento de redactarla».
Querido BELOSTICALLE, muchas gracias. Esta consideración es, al mismo tiempo, un honor, un orgullo, y un placer.
ResponderEliminarY ahora me voy a leer la entrada. Un abrazo.
El sueño del celta produjo monstruos.
ResponderEliminarInteresante hasta el fin. Así pues, se mantiene el enigma sobre la elusiva personalidad de Casement. La expresión ‘aventurero’ quizás no sea del todo inadecuada para él.
ResponderEliminarDe paso, esta última parte del relato ha abierto muchas puertas, y detrás de la que acabo de franquear están Enrique II, Juan de Salisbury y este Nicolas Breakspeare de nombre tan sugestivo. Así que cojo la Historia de Inglaterra de Maurois y me voy a la cama con ella. Gracias otra vez.
LUIGI, como siempre, lo ha resumido mucho mejor que yo.
ResponderEliminarMuy interesante, como siempre. Es un placer leerle
ResponderEliminarGracias, Navarth, pero sin lo que Belosti y usted tan bien desarrollan antes, no podría yo comprimir nada después. Ustedes deshacen el nudo y yo no hago más que un pequeño lazo con el cordel.
ResponderEliminarRespecto a la novela de Vargas Llosa, y acabada la magnífica serie de Belosticalle, tengo que decir que tenía mucho interés por leerla, motivado por las noticias de las barbaridades de Leopoldo II en su Congo, interés que fue disminuyendo a medida que avanzaba en el relato. Tan arduo como se le hacía a Roger Casament atravesar, de la mano de Vargas Llosa, las selvas del Congo belga y las junglas de la Amazonía, se me hizo recorrer con la lectura las páginas de esas dos partes de la novela. Sólo en la tercera parte, los avatares de Irlanda, la lectura se volvió transitable y ligera. Pero, la verdad sea dicha, no me arrepiento de haberla recorrido en todas sus partes.
ResponderEliminarInteresantísima la serie sobre Casement, don Belosticalle, y muy instructiva la historia de los derechos de Inglaterrra sobre Irlanda. A mí también se me hizo algo ardua la lectura de la novela de Vargas Llosa. La parte del Congo me pareció interesante, ya que no conocía los desmanes de Leopoldo II, los capítulos en Perú me parecieron aburridos por repetitivos y he de confesar que, al final, lo único que me interesaba era saber si a Casement lo ahorcaban o no.
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