(Leyendo a Marina Pino y Jon Juaristi)
Si se puede tocar el piano a cuatro manos, nada impide que un libro se ejecute a dos. Pero el recuerdo que tengo de lo primero es malo, en aquellas temibles veladas literario-musicales del colegio. Y me pregunto si tendrá que ver con el repelús que me dan los libros al alimón.
No me refiero a obras colectivas o de ‘varios autores’, donde cada cual responde de lo suyo. Creo que mi primera lectura de un libro de dos autores fue La vuelta al mundo de dos pilletes, del Conde Henri de la Vaulx y Arnould Galopin. Precisamente por ser un relato tan apasionante, me enfadaba no saber a cuál de los dos firmantes se le había ocurrido tal o cual episodio. Y mira qué debía importarme, si ambos colaboradores eran sólo un par de nombres sin cara.
Vaya de preludio, para anunciar que estoy leyendo ‘A cambio del olvido. Una indagación republicana (1872-1942)’, de Jon Juaristi (Bilbao, 1941) y Marina Pino (Barcelona, 1942). Una historia de vidas cruzadas. Cuyo efecto prodigioso está siendo reconciliarme con el piano a cuatro manos bien tocado, que aunque como digo jamás lo oí, la partitura que tengo delante me da una idea. Es la síntesis lograda de dos partes –tesis y antítesis las podríamos llamar—; y al mismo tiempo la emulsión de dos líquidos inmiscibles. O mejor, es la operación que los alquimistas llamaban, ‘de dos aguas, haced una’ (Ex duabus aquis unam facite).
Es un libro donde todo está al revés. El orden de firmantes es alfabético, la jota de Juaristi por delante de la pe de Pino, aunque a Marina corresponde la iniciativa del libro y suya es la primera parte, mientras que Jon en la segunda cubre en exclusiva el relato anterior a la II República.
La bisagra de este díptico, la charnela de este bivalvo, es Tomás Bilbao Hospitalet (1890-1954). Bilbao fue un arquitecto bilbaíno de renombre y personaje político en su momento, que primero tuvo una relación sentimental y carnal con una oscura mujer de condición social inferior a la suya. Así dicho, suena como muy manido y poco prometedor. ¡Ah! Pero es que el tal Bilbao fue abuelo natural de Marina, que de él lo ignoraba casi todo, hasta que se entera de que fue también tío abuelo de Jon.
¿Para qué más? Marina se revela buena documentalista, bien orientada en parte por un siempre informado Juaristi. El cual a su vez no pierde ocasión de pintar otra jornada del gran fresco familiar. Aquí se agrupan, con Tomás, los nombres y eventos de algún relieve social, mientras que el mundo de la Pino es insignificante y oscuro, vulgar sin paliativo y hasta sórdido.
Ahí precisamente radica el milagro de esta obra literaria. Dos mundos que ni se conocen, que nada se dicen porque nada tienen en común, salvo el incidente genésico (o contratiempo, según de qué parte se mire), se solapan, se acoplan y en definitiva se funden en un mural literario fiel a una realidad histórica.
Ambos autores se reparten por igual un espacio de 460 páginas. Sólo llevo leída la primera mitad. De lo de Juaristi, unas catas nada más, para prometerme otra de sus sagas juaristeas, desde aquel enorme Bucle melancólico. Claro que lo leeré también entero, y me encantará (como todo lo suyo), pero no va a sorprenderme.
Así que por el momento me ciño a la narrativa de Marina Pino (Barcelona, 1941). Y esta sí que es para mí un descubrimiento. No recuerdo semblanzas familiares más inmisericordes, y a la vez con tanta carga humana. Hay que ser muy mujer para hablar así de sí misma y de las mujeres de la familia: la madre, la abuela, las tías… Sin dejar títere con cabeza, pero sin hacer sangre, sin un rasgo ganchudo, sin resentimiento ni delectación morbosa.
Los hombres de su relato tampoco salen todos mejor parados, dicho sea desde la misma serenidad. Gente toda de poca religión, pocos curas, pocos sacramentos –donde (como en la Iglesia primitiva) no entraba el matrimonio–, donde ni siquiera un proceso criminal o la misma cárcel eran algo inaudito, como lo habría sido en el clan católico de Jon.
Marina reconstruye su autobiografía como sin preocuparle que sea la suya, proyectándose en otros. Me ha seducido. Ya conozco a su parentela casi tanto como a la mía. Y en parte, mejor que a la mía, porque uno de sus fuertes es poner en evidencia el trampantojo de los pretendidos recuerdos, las instantáneas o los clips que componen el álbum de la seudo memoria familiar.
En un cajón había medicinas y documentos. Los leí todos. Los documentos siempre me han interesado mucho… Los documentos saben hablar a quien quiere escucharlos y siempre cuentan cosas interesantes.
Información excepcional, por supuesto. La vía ordinaria para enterarse no era la documentaria, era por las conversaciones de su madre y tías, con intervenciones perentorias de la abuela. Sólo que
pese a su continua cháchara, no era fácil reconstruir la historia. Nunca se habló de nada con claridad, ni sobre la guerra, ni sobre la posguerra… Nunca dejaron de hablar de esos asuntos. Sólo que lo hacían a ráfagas, en frases desflecadas, tan convenidas como contraseñas:
—A papá no le tocaba ir al frente…
—Pues claro que le tocaba. Para eso era militar.
—Estoy segura de que lo mataron a traición.
—¿Los suyos, quieres decir?
—No los suyos, mujer, los otros.
—El asistente que trajo sus cosas, ¿te acuerdas?, dijo que ese día había calma total en el frente y qué… Un solo tiro limpio en el corazón, yo lo vi y parecía dormido.
—¿Te acuerdas de todos aquellos milicianos armados, que ponían los pies en la mesa?
—¡Vaya chusma!
—No querían militares. A papá lo asesinaron.
Bajaban la voz para criticar a un tal Azaña, y eso les llevaba un buen rato, la tenían tomada con él…
Como en toda charla ritual, cada episodio y cada frase llegaban en su momento, sin faltar nunca ninguno a la cita.
“Papá” era don Amadeo Ynsa Arenal, teniente coronel (¿o sólo comandante?), militar leal a la república, caído en el frente de Aragón. Pero no en “un día de calma total”, cuando en efecto es fácil descubrirse y que alguien del otro lado te tire a dar y te dé. No. Fue en la toma de Sástago (4 de agosto 1936), con poquísimas bajas: sólo siete heridos y un único muerto, el comandante, “Papá”. Así que no se puede excluir del todo lo que las mujeres insinuaban a medias palabras. Para muchos milicianos –gente capaz de todo, hasta de poner los pies sobre la mesa–, los militares eran enemigos de casta, mejor caídos, la postura lo de menos, de frente o por la espalda. Sólo la mezquindad de Franco para con sus colegas del otro bando era más despreciable que la insolidaridad de aquella “chusma” miliciana, o más injusta que el desapego ‘civilista’ de un Manuel Azaña.
“Papa” fue un buen hombre y un padre de familia amantísimo, que desde un retrato suyo al óleo siguió presidiendo aquella comunidad femenina viuda y huérfana. Lo que la nieta llama “su serrallo”, donde tal vez quiso decir gineceo. La carta que les escribió la víspera de morir es una preciosidad, incluso caligráfica (reproducida en facsímil, pág. 103).
El primer capítulo de la autora pertenece en rigor a la biografía de una calle barcelonesa en los años 50, la castrense calle Wellington. Un escenario cambiado por la Villa Olímpica. Era parte del marco del Parque de la Ciudadela. Alcancé a conocer la zona en la misma década, y aunque no era callejeo preferido, vuelvo a respirar su atmósfera en el relato. Su casa de fieras era tan elemental y tan cutre como la del Retiro madrileño, creo recordar.
¡Wellington, Wellington! Los españoles hemos exagerado la gratitud a ese inglés que nos ayudó, sí, pero como nosotros a Inglaterra, prestándoles el campo de batalla ideal, más la guerra y la guerrilla, más ayudas de costa y ciudades para quemar y saquear. Creo que estamos en paz, y con el título de duque va que arde, sin tanta calle. Por lo demás, nunca supe que aquella rúa tétrica era Wellington, porque solía guiarme por el plano de la Espasa, y allí ponía Sicilia.
No cerraré esta entrada sin celebrar las páginas que Marina Pino dedica a su relación con la Sección Femenina de la Falange.
Con la misma sangre fría con que recuerda que el Madrid de las purgas no lo controlaron tanto los anarcos, cuanto los bien organizados y más cerebrales comunistas y socialistas, así denuncia también la damnatio memoriae de las falangistas y su peculiar feminismo por parte del Movimiento Feminista, que en 1999 “recuperó” el Institut de Cultura de la Dona, silenciando en su web la anterior etapa y pedagogía ‘azul’, no tan negativa en la memoria de una niña ‘roja’ y proletaria. Las páginas 64-68 no tienen desperdicio. Así ventilan la Historia, entre nacionalistas y progres.
(Continúa)
Querido amigo, Juaristi no puede ser del 41.Supongo que es del 51.De Marina desconozco más su vida pero se me antoja que también hay un error en el año de nacimiento similar.Un abrazo
ResponderEliminarGracias, querido Doctor Médico. En qué estaría yo pensando. Precisamente el otro día el propio Juaristi me hablaba de sus 60. Es, pues, del 51. A doña Marina no la conzoco, y su fecha la he tomado de Lecturalia.
ResponderEliminarLa verdad, no tenía más que mirar la solapa del libro, ignorada por la avidez de la lectura: "María Pino (Barcelona, 1942) es periodista y escritora..."
ResponderEliminarSuena interesantísimo. Es un análisis fantástico de la obra, mi felicitación.
ResponderEliminar