(Banderas en el recuerdo)
Uno. No es por quitar ni meter hierro al tema del Obradoiro, que comenté ayer. Quod scripsi, scripsi. Mientras las banderas oficiales en España sean símbolos –convencionales por definición, pero consagrados por pacto constitucional–, hay que respetarlas y hacerlas respetar.
Dos. Otra cosa es, en el plano teórico y distendido de una sobremesa, especular sobre si la bandera es aún en nuestro tiempo un símbolo adecuado de lo que se supone. Herencias del Medioevo peleón, ¿tal vez una educación más al día debiera superar esas antiguallas, de ejecutoria no siempre impoluta? Las banderas, como el sábado, deberían ser para el hombre. Pero mientras pocos hombres habrán muerto de descanso sabático, hay que ver la de vidas humanas que han costado las banderas. Y si ya poco se santifican las fiestas, las banderas siguen inspirando superstición, como en los tiempos oscuros. ¿No irá siendo hora de jubilarlas?
Los nacionalistas a veces hacen como que toman esta posición 'progresista', cuando parecen quitar importancia a la polémica de símbolos. Impresión engañosa. Ese discurso superador lo reservan contra las banderas 'estatales'. Las banderas propias –como las lenguas 'propias'– son puchero aparte. Para los nacionalistas vascos en particular, su bandera ni siquiera es bandera, es la Ikurriña, con artículo determinado singular, y hasta con mayúscula.
Esto ha generado en la Comunidad Autónoma Vasca un problema añadido, desde que se cayó en la ingenuidad morrocotuda de aceptar como bandera oficial ese símbolo privado de un partido político. Se apeló a que ya lo había sido bajo el primer Estatuto y República de Euzkadi, con amplia aceptación. Un argumento especioso, dada la zozobra de entonces. Es como decir que todo el mundo estaba aquí encantado con aquel pandemónium chapucero que presidió el lendakari Aguirre hasta Santoña. El exilio demostraría que no hubo tal, y que la ikurriña ni fue, ni podía ser, ni sería jamás la bandera de todos los vascos-vascos-vascos.
Pues bien, olvidada o no aprendida la lección, en la Transición se vuelve a las andadas, aceptando para esta flamante Comunidad dos regalos tóxicos: el nombre de Euzkadi/Euskadi, y la ikurriña como emblema. Podríamos añadir un tercer regalito, el vascuence como 'lengua propia', pero esa es otra copla, porque el euskera no es propiedad de ningún partido político. Los otros dos sí, ambos sabinianos, con marchamo y © del PNV.
La torpeza que fue aceptar esos obsequios, nada desinteresados, sigue lastrando nuestra convivencia. Aun suponiendo que esos símbolos tuviesen el arraigo que se les atribuyó –nego suppositum–, el traspaso de la ikurriña debió condicionarse a la renuncia del propietario. El PNV debió inventarse otra 'ikurriña' (si eso es posible metafísico). Lo inadmisible es que idéntica bandera ondee en edificios y actos del Gobierno Vasco como emblema comunitario, y a la vez en sedes, bachoquis y procesiones del PNV. Una ambigüedad que se hizo extensiva a los partidos retoños del nacionalismo. Así, algo que debería ser identificador unívoco, como mero y utilitario símbolo político-administrativo, es un equívoco perpetuo y conflictivo. Peor aún, antagónico, con el efecto añadido de la guerra de banderas. «Para mástiles (de la española), ni un puto duro», que dijo el otro.
Tres. Nunca me ha dado por la lencería, ni desde que salí de la niñez me han entusiasmado las banderas. Ninguna bandera. Esta frialdad podría deberse al impacto relativista que es para un niño descubrir que esos emblemas de colores se inventan y se cambian. Nací bajo bandera monárquica, aunque mi primera memoria consciente de una bandera como emblema de respeto fue la republicana, en las Escuelas de Ibaizábal (La Peña, Bilbao).
En aquellos años de la República, las colgaduras festivas de los balcones se ajustaban a un código sutil identificador de preferencia religioso-política. Eran sábanas blancas con un Corazón de Jesús pegado en medio y, en su caso, una orla banderiza. Las familias nacionalistas prendían la suya bizcaitarra. Los monárquicos a veces ponían banda roja sobre blanco (en particular los carlistas), que nuestra exégesis infantil descifraba como la bandera de Bilbao. Había gente que no ponía orla alguna, o que ni ponía colgaduras. Y no por miedo a significarse. En el barrio se sabía de qué pie cojeaba cada cual. Las mujeres católicas iban a la iglesia del Buen Pastor, saludadas con comentarios sarcásticos desde los pisos por conocidas comadres del barrio, sin que tampoco las devotas se mordiesen la lengua.
Un buen día supe que vivía en un país distinto, llamado República de Euzkadi. Con moneda propia y billetes de banco modernistas, que no se parecían nada a los del Banco de España, salvo en que todo iba de pesetas. Y ahora resultaba que, además de la bandera republicana, teníamos la nacionalista. En el castellano de mi entorno eran de uso corriente palabras vascas, todo un pequeño léxico, donde no recuerdo que sonara mucho ikurriña. En todo caso, muchísimo menos que (con perdón) mocordo, y esto lo puedo jurar como un lendacari, «humillado de pies y manos sobre la tierra vasca ante el Árbol de Guernica».
En la calle, de acera a acera, las bandas de críos se denostaban a golpe de pareados, como loros repitiendo :
Rojo, blanco, verde, la bandera del moco verde.
Rojo, amarillo y morau, la bandera del cagau.
A todo esto, una noche nos embarcaron en Santurce para Francia, refugiados. Primero estuvimos internados en Morbihan (Bretaña), luego con parientes franceses en Biarritz. Mi impresión fue que los franceses en bloque tenían bastante con una sola bandera para todos. Vascos y bretones incluidos. En el País Vasco Francés que pude conocer –Biarritz, Bayona, San Juan de Luz, no vi más ikurriñas que las que exhibían refugiados nacionalistas –'les espagnols', para los nativos–.
Cuatro. A la vuelta, en el Puente Internacional, al paso de la frontera casi me gano un moquete:
–Mamá, ¿qué bandera es esa?
El meneo que recibí todavía me hace tambalear cuando lo recuerdo:
–Esto es para que te vayas acostumbrando, que las cosas no son como antes.
La verdad, los carabineros o policías españoles no debieron de notar mi inocencia. Los agentes alemanes (que también nos controlaban al paso), menos todavía.
¿Con que ya conocía mi bandera definitiva? Ni hablar. En trámite estaba un nuevo escudo de España que marcaría la nueva identidad nacional. Y no para todo el mundo, por el momento. Algunos familiares seguían en el frente bajo el icono republicano. Lo que luego nos vino encima me ayudó poco, supongo, a ver las banderas como la plasmación más objetiva y fiable de esencias y valores.
Cinco. Aquí debo hacer mención de mi abuelo materno –el único que conocí–, por lo mucho que le admiraba, pues entre otros muchos conocimientos, se sabía el padrenuestro en castellano, francés, latín y tagalo. Natural de Fuentesaúco, empezó a estudiar en Zamora bajo la férula de un tío canónigo, que le educó en el carlismo y en ayudar a misa. De joven pasó algún tiempo emigrado con la familia en Francia, y chapurreó el francés. Pero antes había sido de los últimos de Filipinas, prisionero de tagalos, monaguillo de algún cura aglipayano que fue su profesor de padrenuestro: Ama naming nasa kalangitán, etc. etc.
Como carlista notorio, el abuelo Isauro repartía su desprecio entre las dos banderas tricolores, la republicana y la bizcaitarra, aunque el franquismo tampoco le gustó nada. En su casa, las colgaduras eran blancas con sagrado corazón y orla roja. No era hombre de banderas ni cosas por el estilo. Su experiencia militar en Filipinas le había llevado a conclusiones muy parecidas a la de Clausewitz, ya saben: «la guerra es una... »
Seis. Mi siguiente encuentro con la vexilología o ciencia banderil se produjo bastantes años después, cuando me tocó 'hacer los ejercicios', como tantos mozalbetes de la nacional-católica España.
Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio los 'daba', por supuesto, un jesuita. Como todo el mundo sabe, en ese juego de rol que son los ejercicios hay un lance crucial: la meditación de Las Dos Banderas. El de Loyola, gran banderizo, hijo y nieto de buena familia vasca que, como todas las buenas familias vascas de su tiempo, no tenía mejor pito que tocar que marcar a 'los nuestros' y distinguirles de 'los otros' como en un campo de batalla, echó el resto en esa fantasía célebre a lo divino.
«Representación del lugar», anunciaba el cura. Y como quien alza el telón de un escenario, nos hacía imaginar y ver el campo inmenso de Babilonia (creo recordar), con dos huestes enfrentadas, cada una con su bandera, y los dos grande Jefes enemigos: Cristo y Satanás.
Por cierto, el padre director introducía una distinción finísima: «Observad con qué propiedad llama san Ignacio a los dos jefes. A Jesucristo le llama capitán, del latín caput, capitis, la cabeza. En cambio a Satanás le llama caudillo, del latín cauda, caudae, la cola.» Etimología burlesca, que el buen jesuita se guardaría de soltar si alguna vez le tocó actuar en El Pardo ante su Excelencia el Generalísimo, tan Caudillo él como el propio Diablo.
y Siete. Lo dicho no obsta para que, si este país tiene una Constitución democrática, una bandera y un Código Penal, mientras las reglas del juego sean las mismas para todos, las banderas merezcan un respeto y, en su defecto, amparo de oficio.
Todos los colores se funden en el blanco.
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