‘La pesada del Alma del Faraón Leopoldo’. Ilustración de Carruthers Gould en la cubierta de Red Rubber de E. D. Morel (1906).
Hora va siendo de cerrar estos comentarios, y ha de ser por el principio. La lectura de un artículo crítico con la Iglesia Católica por su silencio sobre el reinado atroz de Leopoldo Rey del Congo me invitó a estudiar un poco ese tema delicado. (‘Sensible’, dicen ahora.) Lo he hecho, a sabiendas de que no hay acuerdo sobre la extensión y hondura de aquel horror, ni sobre la diferencia entre aquel régimen y cualquier otro del sistema colonial de entonces.
Genocidio, ¿sí o no?
Dos puntos son esenciales en el debate:
1) ¿Cuánto cayó la población nativa del Congo?
Stanley, siempre exagerado, calculaba sólo para el Alto Congo 43 millones de almas. En realidad, 29 millones, corrigiendo los errores de cálculo que le llevaron a dicha cifra.
Promediando los datos más fiables, se propone para el Congo en 1880 una población global de 25 millones. Hacia 1890 «se puede suponer que la población total oscilaba entre 7-8 millones».
Entre 1880 y 1908 se destruyeron unos 13 millones de vidas humanas, pesado tributo del acceso a la colonización. Pudieron ser sólo 10 millones. O acaso algún millón menos (o más). Era un preludio, porque la época colonial propiamente dicha también arrojará pérdidas. La civilización ha sido sin duda alguna sinónimo de despoblamiento masivo. El Congo no recobrará su población de 1880 hasta 1975.
2) ¿A qué se debió esa caída?
Nadie en su sano juicio pensará en una intencionalidad de exterminar a la población negra. Tampoco hay que imaginar la muerte violenta como causa principal. Como ha ocurrido siempre, el contacto entre poblaciones sin defensas inmunitarias ocasionó brotes virulentos de enfermedades como la viruela o la sífilis. También conoció el Congo infecciones parasitarias de importación, como la enfermedad del sueño.
Esta agresión se agravó por el estado de depauperación generalizada, debido al régimen de servidumbres y trabajos forzados en condiciones durísimas, por ejemplo el transporte sin la menor tecnología, como antes de inventarse la rueda.
¿Genocidio? Saque cada cual su conclusión. Los carteles y viñetas de propaganda ‘congófoba’, con sus pirámides de cráneos mondos y manos cortadas, sólo tendrían valor simbólico, pero eso sí, un valor simbólico tremendo. Los apologistas ‘congófilos’ lo tuvieron difícil. Y con los defensores del régimen leopoldino se alineó en bloque la Iglesia.
Los misioneros en el Congo de Leopoldo.
Dejando aparte la infiltración de misioneros católicos portugueses desde el siglo XVI, interesa aquí la emprendida con la toma de posesión del territorio por Leopoldo II. Desde el principio, el rey se interesó por el beneficio que podrían prestar a su empresa los misioneros, empezando obviamente por los católicos, aunque los protestantes llegaron primero: Misión Livingstone (1878), Sociedad Misionera Baptista(1879).
De las misiones protestantes poco hay que decir aquí. Recordar, por ejemplo, el pintoresquismo de los baptistas, recreando en las riberas de los ríos africanos las escenas bautismales por inmersión tan típicas de los estados sureños.
Las distinas denominaciones, lejos de desarrollar estrategias comunes, eran entonces más bien rivales unos de otros. Sólo el catolicismo se alzaba como bloque compacto, frente a la «dispersión de las sectas», y sin perjuicio de eventuales fricciones entre familias religiosas.
La historia de las misiones es un coto muy especial, dentro de la Historia de la Iglesia. A menudo es difícil distinguir en una misma persona lo que hay de idealismo religioso, de curiosidad viajera, o de inquietud y espíritu de aventura. El descubridor y el conquistador han solido ir codo con codo con el misionero, y entre éstos ha habido gente para todo.
Misioneros católicos. El padre De Deken
Tras la Conferencia de Berlín (o 'Conferencia del Congo', 1895), los misioneros católicos de primera hora fueron mayormente flamencos. Uno que dejó impronta incluso literaria fue el padre Constant de Deken (1852-1896), de la congregación de Scheut (los scheutistas), o misioneros del Corazón de María. [No confundir esta institución belga fundada en 1860 con la homónima española (y prioritaria) de san Antonio Claret (1849).]
De las misiones protestantes poco hay que decir aquí. Recordar, por ejemplo, el pintoresquismo de los baptistas, recreando en las riberas de los ríos africanos las escenas bautismales por inmersión tan típicas de los estados sureños.
Las distinas denominaciones, lejos de desarrollar estrategias comunes, eran entonces más bien rivales unos de otros. Sólo el catolicismo se alzaba como bloque compacto, frente a la «dispersión de las sectas», y sin perjuicio de eventuales fricciones entre familias religiosas.
La historia de las misiones es un coto muy especial, dentro de la Historia de la Iglesia. A menudo es difícil distinguir en una misma persona lo que hay de idealismo religioso, de curiosidad viajera, o de inquietud y espíritu de aventura. El descubridor y el conquistador han solido ir codo con codo con el misionero, y entre éstos ha habido gente para todo.
Misioneros católicos. El padre De Deken
Tras la Conferencia de Berlín (o 'Conferencia del Congo', 1895), los misioneros católicos de primera hora fueron mayormente flamencos. Uno que dejó impronta incluso literaria fue el padre Constant de Deken (1852-1896), de la congregación de Scheut (los scheutistas), o misioneros del Corazón de María. [No confundir esta institución belga fundada en 1860 con la homónima española (y prioritaria) de san Antonio Claret (1849).]
Durante ocho años estos misioneros fueron los únicos que se repartieron con los Padres Blancos de Argel la evangelización de la cuenca del Congo. Más tarde otras órdenes desean participar, y la Iglesia belga se interesa por el control de la misión.
Por entonces se diseñó la llamada «trinidad de aculturación colonial» (Administración, Comercio e Instrucción), encargándose sobre todo los misioneros de la enseñanza elemental al par de la evangelización, insistiendo en la implantación del francés como lengua oficial, para dejar fuera de juego a los protestantes (I. Ndaywel è Nziem y P. Obenga, Histoire Générale du Congo, pág. 351).
Leopoldo II se fijó en el padre Deken para sus primeros proyectos que tuvo de colonizar en China (1880-1888), operando el misionero sobre todo en el Turquestán. A su vuelta (1890) emitió un reportaje que le valió sendas medallas, la de oro de la Sociedad Geográfica Belga, y otra de la Sociedad Geográfica Comercial de París.
Por entonces se diseñó la llamada «trinidad de aculturación colonial» (Administración, Comercio e Instrucción), encargándose sobre todo los misioneros de la enseñanza elemental al par de la evangelización, insistiendo en la implantación del francés como lengua oficial, para dejar fuera de juego a los protestantes (I. Ndaywel è Nziem y P. Obenga, Histoire Générale du Congo, pág. 351).
Leopoldo II se fijó en el padre Deken para sus primeros proyectos que tuvo de colonizar en China (1880-1888), operando el misionero sobre todo en el Turquestán. A su vuelta (1890) emitió un reportaje que le valió sendas medallas, la de oro de la Sociedad Geográfica Belga, y otra de la Sociedad Geográfica Comercial de París.
El año siguient se enroló en la expedición de Gabriel Bonvalot y el príncipe Enrique de Orleáns. Del talante misionero de nuestro flamenco dan alguna idea las referencias en el libro de Bonvalot, ‘De París a Tonquín a través del Tibet’, asequible en la red en versión inglesa.
Decididamente, el padre Deken era un hombre de Leopoldo, que vuelve a fijarse en él como compañero de Stanley en la aventura del Congo.
La obra póstuma de Deken, ‘Deux ans au Congo’ (Dos años en el Congo,1902; reedición 1952) es un autorretrato en pose ingenua de ‘misionero’ ideal, al estilo de la época. Su perspectiva es eurocéntrica y católica, donde los no católicos aparecen como «seres humanos disfuncionales» (Luc Renders, pág. 6).
El padre es un viajero esencialmente fluvial, siempre en compañía de blancos: colegas misioneros, funcionarios civiles, soldados. Su admiración hacia ellos no tiene medida. La presencia de los blancos es como la aurora del orden en el caos de las tribus negras.
El soldado y el misionero se complementan; o literalmente, «en la civilización del Congo, el soldado ha de ser el aliado del sacerdote». A Deken le ofende que se critique a todo el ejército por excepciones deplorables.
El propio misionero es (si se permite una expresión demasiado evocadora) mitad monje mitad soldado. Si en el viaje se vislumbra peligro, el padre Deken empuña el rifle que siempre lleva cargado en bandolera. Aunque lo suyo es el río, para el ferrocarril sólo tiene elogios, sin reparar en su costo en vidas humanas. Llega incluso a admitir que los misioneros truequen alcohol por víveres, una práctica que, fuera de eso, denuncia como contrabando.
El negro es bárbaro, cruel, infantil, y mayormente caníbal. Los únicos negros buenos son los amigos de los blancos, amistad que para ellos significa el primer peldaño en la escala civilizadora. La cual, sin embargo, no termina en la igualdad con el blanco, sino en la integración en el sistema, que no es lo mismo. Hay que educarles y cristianizarles para convertirles a la fe y convertirles en los buenos servidores que las compañías y el estado necesitan
Si la selva tropical arrastra el adjetivo ‘virgen’ de forma mecánica –la selva virgen, ¡como si no tuviese pobladores!–, los peores entre los negros son los caníbales, igualmente adjetivados como ‘feroces’: los feroces caníbales. Cosa que tampoco cuadraba con la realidad, pues como ya se venía entendiendo desde Livingstone, entre gentes sobradas de recursos y bien nutridas hasta la llegada del blanco, el canibalismo era más cuestión de gusto y glotonería que de necesidad o religión. De hecho, los caníbales no eran especialmente crueles ni sanguinarios.
El padre Constante no parece darse cuenta de los aspectos negativos del contacto entre poblaciones negras y blanca. Su única observación al respecto versa sobre un episodio de cuarentena epidémica, y es francamente desconcertante:
Detectado en el barco un brote de viruela entre los negros, se decide dejarles en la orilla, con algunos recursos para el trueque usual por limentos. Ocurrió que aquellos enfermos contagiaron a sus proveedores, con resultado desastroso para toda la zona: un millar de víctimas en un año. El misionero lo comenta sin más, lamentando tan sólo el trato hostil de aquellos nativos, cuando a la vuelta, al reconocer su barco –bautizado el Stanley– es recibido con dardos y flechas en represalia por haberles traído la plaga. «Tuvimos que zarpar de inmediato », es su comentario.
Lo que tiene de naturalista y colector de especíemenes biológios, lo tiene de pésimo antropólogo; y aunque su opinión de la cultura negra es pobrísima, el coleccionista que lleva dentro no pierde ocasión de hacerse con artefactos de su cultura, para enviarlo todo al museo misional de su congregación en Scheut. «Coleccionista de curiosidades y narrador de trivialidades» (Renders, pág. 7).
En suma, para este misionero, como para tantos cuentaviajes de la época, los negros son como sombras chinescas en el telón de fondo. «Pero cortemos esta descripción tediosa de diferentes tribus, para volver a las incidencias de nuestro viaje» : he ahí una frase muy suya. De forma irritante, por lo pueril, el curtido viajero no cesa de hacer comparaciones y notar diferencias entre Bélgica y el Congo.
Acompañaban al padre cinco religiosas de la Caridad (Hermanas de Quatrech), las primeras misoneras en el país. Una de ellas, sor Godeliva, escribió sus impresiones de viaje en la misma vena insustancial de contar pequeños percances y dificultades que al fin se resuelven por sí solas.
La aventura congoleña de Deken fue breve. Al primer viaje de dos años (junio 1892-octubre 1894) sigue un regreso en noviembre 1895, para morir en marzo del 96. Era un mentís a su tesis expuesta en prólogo de su manuscrito: el Congo no era tan peligroso para la salud del blanco, si se tomaban las debidas precauciones.
El alma en la lengua: las ideas del padre Vyncke
Antes que los scheutistas habían llegado al Congo los ‘Padres Blancos’. Con ellos compartieron los primeros años de misión. A los Blancos pertenecía Amaat Vyncke (1850-1888), otro misionero-aventurero, cuyo celo apostólico supo combinar evangelio cristiano y nacionalismo flamenco.
Este paisano y coetáneo de Deken, tras aprender suahili en Zanzíbar –la ‘sala de espera’ de exploradores y misioneros en ruta a los Grandes Lagos–, llega al Tanganyika a principios del 84. Decididamente, el padre Deken era un hombre de Leopoldo, que vuelve a fijarse en él como compañero de Stanley en la aventura del Congo.
La obra póstuma de Deken, ‘Deux ans au Congo’ (Dos años en el Congo,1902; reedición 1952) es un autorretrato en pose ingenua de ‘misionero’ ideal, al estilo de la época. Su perspectiva es eurocéntrica y católica, donde los no católicos aparecen como «seres humanos disfuncionales» (Luc Renders, pág. 6).
El padre es un viajero esencialmente fluvial, siempre en compañía de blancos: colegas misioneros, funcionarios civiles, soldados. Su admiración hacia ellos no tiene medida. La presencia de los blancos es como la aurora del orden en el caos de las tribus negras.
El soldado y el misionero se complementan; o literalmente, «en la civilización del Congo, el soldado ha de ser el aliado del sacerdote». A Deken le ofende que se critique a todo el ejército por excepciones deplorables.
El propio misionero es (si se permite una expresión demasiado evocadora) mitad monje mitad soldado. Si en el viaje se vislumbra peligro, el padre Deken empuña el rifle que siempre lleva cargado en bandolera. Aunque lo suyo es el río, para el ferrocarril sólo tiene elogios, sin reparar en su costo en vidas humanas. Llega incluso a admitir que los misioneros truequen alcohol por víveres, una práctica que, fuera de eso, denuncia como contrabando.
El negro es bárbaro, cruel, infantil, y mayormente caníbal. Los únicos negros buenos son los amigos de los blancos, amistad que para ellos significa el primer peldaño en la escala civilizadora. La cual, sin embargo, no termina en la igualdad con el blanco, sino en la integración en el sistema, que no es lo mismo. Hay que educarles y cristianizarles para convertirles a la fe y convertirles en los buenos servidores que las compañías y el estado necesitan
Si la selva tropical arrastra el adjetivo ‘virgen’ de forma mecánica –la selva virgen, ¡como si no tuviese pobladores!–, los peores entre los negros son los caníbales, igualmente adjetivados como ‘feroces’: los feroces caníbales. Cosa que tampoco cuadraba con la realidad, pues como ya se venía entendiendo desde Livingstone, entre gentes sobradas de recursos y bien nutridas hasta la llegada del blanco, el canibalismo era más cuestión de gusto y glotonería que de necesidad o religión. De hecho, los caníbales no eran especialmente crueles ni sanguinarios.
El padre Constante no parece darse cuenta de los aspectos negativos del contacto entre poblaciones negras y blanca. Su única observación al respecto versa sobre un episodio de cuarentena epidémica, y es francamente desconcertante:
Detectado en el barco un brote de viruela entre los negros, se decide dejarles en la orilla, con algunos recursos para el trueque usual por limentos. Ocurrió que aquellos enfermos contagiaron a sus proveedores, con resultado desastroso para toda la zona: un millar de víctimas en un año. El misionero lo comenta sin más, lamentando tan sólo el trato hostil de aquellos nativos, cuando a la vuelta, al reconocer su barco –bautizado el Stanley– es recibido con dardos y flechas en represalia por haberles traído la plaga. «Tuvimos que zarpar de inmediato », es su comentario.
Lo que tiene de naturalista y colector de especíemenes biológios, lo tiene de pésimo antropólogo; y aunque su opinión de la cultura negra es pobrísima, el coleccionista que lleva dentro no pierde ocasión de hacerse con artefactos de su cultura, para enviarlo todo al museo misional de su congregación en Scheut. «Coleccionista de curiosidades y narrador de trivialidades» (Renders, pág. 7).
En suma, para este misionero, como para tantos cuentaviajes de la época, los negros son como sombras chinescas en el telón de fondo. «Pero cortemos esta descripción tediosa de diferentes tribus, para volver a las incidencias de nuestro viaje» : he ahí una frase muy suya. De forma irritante, por lo pueril, el curtido viajero no cesa de hacer comparaciones y notar diferencias entre Bélgica y el Congo.
Acompañaban al padre cinco religiosas de la Caridad (Hermanas de Quatrech), las primeras misoneras en el país. Una de ellas, sor Godeliva, escribió sus impresiones de viaje en la misma vena insustancial de contar pequeños percances y dificultades que al fin se resuelven por sí solas.
La aventura congoleña de Deken fue breve. Al primer viaje de dos años (junio 1892-octubre 1894) sigue un regreso en noviembre 1895, para morir en marzo del 96. Era un mentís a su tesis expuesta en prólogo de su manuscrito: el Congo no era tan peligroso para la salud del blanco, si se tomaban las debidas precauciones.
El alma en la lengua: las ideas del padre Vyncke
Antes que los scheutistas habían llegado al Congo los ‘Padres Blancos’. Con ellos compartieron los primeros años de misión. A los Blancos pertenecía Amaat Vyncke (1850-1888), otro misionero-aventurero, cuyo celo apostólico supo combinar evangelio cristiano y nacionalismo flamenco.
Su nacionalismo romántico y casi teológico –las lenguas ‘vernáculas’ como expresión del alma de cada pueblo, según el plan de Dios– le ayudó sin duda a valorar las lenguas nativas, por encima de cualquier lingua franca, fuese el suahili o el lingala, o peor aún, el odiado francés. Porque en realidad el buen padre traía consigo sus sentimientos de flamenco resentido contra el valón avasallador.
A partir de ahí, el Evangelio según Vyncke se vuelve inseparable de su ideología nacionalista; un fenómeno que se dio bastante, y no sólo entre misioneros flamencos.
La infiltración ideológica en la misión consta por los escritos del propio Vyncke (‘Cartas de un misionero flamenco en África Central’, 1889) y otros de su cuerda, como E. Van Hencxthoven, entre 1880-1905 aproximadamente. A ellos se sumará luego (1925) el padre G. Hulstaert, declarado ideólogo nacionalista en toda la historia del Congo Belga. Su polémica se reproduce en parte tras la independencia, con el presidente Mobutu y la authenticité, durante la etapa de la República del Zaire (1965-1967).
Lo que aquí importa es que, para aquellos misioneros que «llevaban su Flandes dentro», la implantación del francés en la escuela misional implicaba la destrucción del ‘alma nativa’. Y ante tamaña agresión y genocidio cultural de las tribus del Congo, los sufrimientos materiales de la gente pasaban a segundo término. De hecho, estos misioneros no se significaron como denunciantes del régimen leopoldino, salvo en la esfera lingüística. (Cfr. M. Meeuwis, ‘Flemish nationalism in the Belgian Congo versus Zairian anti-imperialism: Continuity and discontinuity in language ideological debates.’ En Mouton de Gruyter (ed.), Mouton classics, vol. 1,, págs. 675 [381]-717 [423].)
No sabría yo valorar el mérito de Vyncke y otros al servicio de la Filología africana, como tampoco, tras la descolonización, su influencia en los conflictos entre etnias cuyo identitario se había exaltado por prejuicios ideológicos de importación, y lo que es más grave, falsos en su justificación teologal.
«El Rey, el Cardenal y el Papa»: ahogar el clamor de un genocidio
En este último apartado sigo de cerca el artículo citado del prof. Weisbord, de la Universidad de Nueva York (2003).
Los principales ataques al sistema colonial del rey de Bélgica vinieron del mundo anglosajón. Fue por tanto en ese mundo donde el rey se hizo montar la principal línea de defensa, en el frente que consideró más importante, el nortamericano.
Leopoldo compró el favor católico –también el silencio cómplice– mediante concesiones mineras a magnates estadounidenses. Uno de éstos fue Thomas Fortune Ryan, converso católico con mito de self-made man surgido de la miseria, socio de los Guggenheim, de John D. Rockefeller y de un hijo del senador Nelson W. Aldrich.
Era este senador compañero de timba del arzobispo de Baltimore James Gibbons (1831-1924), hijo de inmmigrantes irlandeses, con la birreta de cardenal desde 1886. Un benefactor generoso como Ryan no tuvo difícil, através de Aldrich, persuadir al purpurado de las bondades del sistema leopoldino en el Congo. Gibbons se convirtió de pronto en el principal valedor del belga frente a sus detractores.
Uno de los más temibles ‘congófobos’ era nuestro conocido Edmund Dene Morel, al parecer un converso de ‘congofilia’ y ahora azote personal de Leopoldo II. Recordemos que Morel fue el fundador efectivo y director de la Asociación pro Reforma del Congo.
En otoño de 1904 tuvo lugar en Boston un Congreso Internacional de Paz. Como portavoz de la Asociación, Morel presionó para meter en el orden del día la cuestión del Congo. Ante tal evento, y excusando asistir en persona, Gibbons se dirigió a la asamblea por carta.
El efecto inmediato del escrito fue parar el golpe de Morel, aunque dejando en entredicho la honestidad personal y pastoral de un purpurado más preocupado por el prestigio personal del rey que por la situación de sus súbditos congoleños. Fue un favor que Leopoldo agradeció condecorando a Gibbons y, como a príncipe de la Iglesia, distinguiéndole con el tratamiento de ‘primo’. El hijo de unos emigrantes irlandeses, al fin pariente protocolario de la realeza.
Para uso de los católicos en general, se guisó la versión de una propaganda malévola y anticatólica, de origen británico y protestante. Y como argumento apodíctico se esgrimió el testimonio ‘unánime’ de los más de 300 misioneros católicos que operaban sobre el terreno. Unanimidad que no era total y que, por lo demás, venía a ser argumento a silentio. Pero un silencio harto elocuente, si venía impuesto por los superiores religiosos a cambio de privilegios y ventajas materiales.
Hasta Morel resultó que no era trigo limpio. De él se aireó su pasado como empleado de compañías navieras centradas en Liverpool, puerto desplazado por Amberes en el tráfico de marfil y otros productos africanos.
La Santa Sede tenía ahora la palabra. No se hizo esperar:
«A través de su secretario de estado, cardenal Merry del Val, el papa Pío X dio completa aprobación a la conducta de Gibbons. Era deseo del Padre Santo convencer a todos sus colegas en el episcopado americano para que ayudasen al monarca belga en sus trabajos en África Central.»
(Weisbord, remitiéndose a los Archivos del Ministerio de Exteriores belga, 1904).
Simultáneamente el prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, cardenal Gotti, transmitía a Baltimore el mismo mensaje, añadiendo en latín, de parte del papa:
«Su Santidad se sentía muy complacido de su entusiasmo en refutar a los enemigos del régimen del Congo, esperando que Gibbons convenciera a los obispos americanos para hacerse fuertes refutando las falsas acusaciones de los misioneros protestantes.»
(El mismo, remitiéndose a Papeles del Card. Gibbons, Boston, 1904).
La victoria de Gibbons en Boston, si la hubo, fue pírrica. El Congreso de la Paz, sin entrar en el fondo del tema, pidió una investigación. También el Congreso de los Estados Unidos fijó un debate sobre la situación en el Congo.
Todo esto lo hizo saber el cardenal a Roma, ofreciéndose a mover todas sus influencias en el Senado a favor del rey. Más aún, cuando Morel tanteó al presidente Roosevelt sobre una intervención de la Casa Blanca, se encontró con que el de Baltimore ya le había disuadido.
Al bueno de Morel no le quedaba sino escribir al propio cardenal, rogándole se informara mejor. Gibbons replicó secamente por carta abierta en el periódico católico The Tablet (10-11-1904). Él, Gibbons, estaba muy bien informado por misioneros y viajeros. Por el contrario, era Morel quien debía dejarse de chismes y falsos testimonios para abrirse a la evidencia. Y puesto que los puntos de vista respectivos eran inconciliables, lo mejor era cortar la correspondencia.
Lo que faltaba en el Congo al rey Leopoldo y a la Santa Sede era un escuadrón de misioneros católicos anglosajones. Los elegidos fueron los padres de Mill Hill (Londres). Merry del Val les invitó a entrar en la mies, al tiempo que se erigía él mismo en cardenal protector de la congregación, declarandola exenta de la jerarquía belga en el Congo, esto es, dependiente directamente de Roma (1904). Si faltaba no poco para el advenimiento del diálogo interconfesional, la Teología de la Liberación quedaba mucho más lejos todavía.
Lo menos que debió hacer san Pío X fue abrir una investigación. Que fue lo que hizo el propio Leopoldo bajo presión pública, nombrando una comisión de tres abogados, un suizo, un italiano y un belga, cuyo informe no pudo serle más adverso (noviembre 1905). Ahora bien, mientras el rey se iba haciendo a la idea de ‘abdicar’ de su imperio colonial, «en los años 1905-1906 el Vaticano, desafiando la tempestad sobre el Congo, siguió impertérrito imputando los cargos de los reformadores al odium theologicum y a la codicia británica.» (Weisbord, pág. 43).
Lo más embarazoso vino cuando los misioneros protestantes americanos, acosados por la administración del Estado Libre, lanzan un SOS telegráfico a Pío X pidiéndole amparo. El subsecretario de estado Mons. della Chiesa hizo saber que el Santo Padre había decidido no darles respuesta. Merry del Val, por su parte, aseguró a los representantes del rey que la Santa Sede no variaba un ápice su criterio favorable.
En 1908 el rapaz Leopoldo cede al Estado Belga el Congo, a cambio de una indemnización generosa; y al año siguiente (diciembre 1909), como quien ha cumplido su misión, muere. La había cumplido en efecto, a los ojos de la Iglesia, casándose con Carolina, su ‘joven’ amante que fue durante más de medio siglo, con la que tuvo dos hijos. Para Roma, este paso sí que ponía las cosas en regla, más que la reforma del Congo instada por el enemigo protestante.
Tampoco Juan Pablo II, en su noble empeño de ‘purificar la memoria’, se acordó ni una sola vez de las atrocidades del régimen católico del Congo, ni del silencio cómplice de la Iglesia.
FIN