lunes, 18 de enero de 2010

La Cocina de los Ángeles





La exposición 'El joven Murillo' se ha cerrado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao con un número de visitas –alrededor de 71.000– que por poco disputa el segundo puesto a la de Romero de Torres en 2002. El primero, a distancia, lo retiene 'Sorolla, Visión de España' (2008). El público de aquí se reconoce en los artistas españoles y, a través de ellos, se reconoce en España.
Se puede especular sobre el que todo un Murillo rivalice con Romero de Torres, un empeño donde el sevillano nada tiene que ganar. Andaluces los dos, de ciudades eternas rivales, Sevilla y Córdoba. Claro que Murillo (1617-1682) lleva el lastre paradójico de sus Inmaculadas grávido-ingrávidas sobre nube movida por cefalópteros. El cordobés, en cambio, asentó su popularidad en el cántaro de la 'Fuensanta', aquella morena de los billetes de 100 pesetas (1953-1975), icono de "la mujer andaluza" (aunque fuese medio argentina). Icono sobre todo del franquismo desarrolista, casi una generación.

No hablo de pintura, sólo de pinturas, de lo pintado. Las cosas que pintaba Murillo de joven. Desde que pone taller propio, hacia 1640, abriendo una fase camaleónica hasta 1655, cuando el pintor ya maduro entra en la catedral hispalense.


No sé si Murillo de mayor llegó a ser un genio. De joven, en absoluto. Enorme dibujante y colorista, eso sí. Pero de joven ni siquiera era él mismo. Era por lo menos dos –y eso simplificando mucho–: uno, buen pintor de género y empresario al loro; el otro, un buen artesano alquilado a la propaganda frailuna. Pintura religiosa de lo más convencional, casi siempre con un grabado a la vista a modo de chuleta, o en la memoria, a fuerza de mirarlo. La censura tridentina no estaba pensada para promover talentos. De hecho permitía ahorrar esfuerzo de inventiva, gastado luego en copiar a los colegas más exitosos.

Lo que ven esas Magdalenas, esas santas Catalinas de mirada perdida, ellas sabrán, mientras el espectador se distrae en los detalles terrenos: «¿Dónde demonios he visto yo esto?» Termina siendo irritante, como un examen, y al final te enteras de que a lo mejor ni es un Murillo... ¡Qué diferente la otra Catalina que le puedes apear el título porque ni parece santa; esa señorita elegante que nos mira a los ojos, casi con descaro.


–Inquisitorial, yo diría.
–Y bien que, señor mío. Los atributos de su martirio que sostiene en las manos con cierta desgana –la espada y la palma– son los mismos de la Santa Inquisición.
–La modelo está como algo aburrida de posar.
–Bonita chavala. Pero, oíga... ¿Murillo, o Zurbarán?
–Buena pregunta, porque aquí leo en el Catálogo: recuperada para Murillo ¡hace sólo siete años! (Formó parte del botín sevillano del mariscal Soult. El muy caradura.)

Dos Murillos para dos Sanantonios. Nada tiene que ver esa traca de rompimiento de gloria, ese lienzo gigantesco de la Catedral de Sevilla, alto como un poste de la luz, con el otro de Birmingham, fantasía erótica de un novicio franciscano andrajoso, que se arroba y come con los ojos a un Niño Jesús descolocado. [El cripto erotismo murillesco –y no tan cripto– ha dado que hablar. Dejando aparte los cuadros profanos, el San Francisco abrazando a Cristo (h. 1668) es una de las estampas más devotas de la cristiandad, y una de las más turbadoras también.]

Cuando el cliente exija Contrarreforma, iconografía ortodoxa, ¡qué le vamos a hacer! Ojos en blanco, pose, recogimiento. Lo que el místico ve, unas veces se queda para él, sugerido a lo más por un rastro lumínico. Si la cosa se pone más explícita, también puede ocurrir que el visionario sea el espectador, más que el santo, que a veces ni se entera.

Ese es un Murillo religioso. Otro es el del verismo en escenas divinas a lo profano, si vale el retruécano. Ejemplo: La Sagrada Familia del Pajarito, del Prado –escena de hogar pequeño burgués–, que como en el caso de San Antonio de Padua, nada tiene que ver con la tramoya de La Doble Trinidad, con su mosconeo de cefalópteros.


[Cefalóptero. A falta de mejor nombre, llamo así a esas criaturas volantes compuestas de cabecita mofletuda y alas. Recuerdo que de colegial me distraían mucho en los oficios religiosos, sugiriéndome intempestivos cálculos de estabilidad metacéntrica. Sólo mucho después he sabido que no puedo registrar el nombre, ocupado por un género de aves cotíngidas; pero sigo usándolo en privado, como aquí.]

Antes de convertirse en pintor de series o variaciones de encargo, el joven Murillo hizo sus trabajos e Hércules para el Claustro Chico de la Casa Grande, el mayor convento de la Sevilla urbana, los franciscanos. Fue el bienio maravilloso, 1645-1646. Un artículo de la Guía de la Exposición se extiende en la labor social de aquellos frailes en la ciudad ya decadente y en esplendorosa miseria. No era cosa nueva, los franciscanos metidos en acción social. Los 'montes de piedad' fueron invención suya, asociada a Bernardino de Feltre (1494). Estas entidades de microcrédito blando funcionaron en Castilla como 'arcas de misericordia'.

Pero la acción social incluía también la solución del día a día, con el espectáculo pintoresco de la sopa boba a las puertas de los conventos. Esta intendencia se confiaba a hermanos legos, y para algunos fue su camino de santidad. Sí que llama la atención la relevancia atribuida aquí a frailucos oscuros, como dando a entender que la observancia franciscana no era un árbol estéril en santidad.


El sevillano Diego de San Nicolás, fray Diego de Alcalá (1400-1463), fue un hombre muy capaz y dotado para la beneficencia organizada. El cuadro San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres no es lo que dice el título, sino el preámbulo: la oración antes de la comida. Es una maravilla de composición psicológica, donde sólo los cuatro críos hacen que acompañan al santo en el rezo. Los adultos apenas disimulan impaciencia: «A ver si éste acaba pronto y empieza el reparto, que tenemos junta en el Patio de Monipodio.» Es gente que a esta hora se reúnen aquí, para luego verse allí. Buñuel pudo tenerles en cuenta para su Viridiana; aunque ya digo, fray Diego era de otra madera.

[Fray Diego fue santo de altar gracias a Felipe II, que así le pagó el favor de haber curado –la momia del fraile, quiero decir– al príncipe don Carlos, cuando recluido por su padre en Alcalá, se descalabró en un traspiés, tras la hija de su guardián el alcaide Garcetas. Los franciscanos devuelven el favor al rey, encargando a Murillo que pinte otra conseja. La noche que murió don Felipe se vio hacia la parte del Escorial como un gran fuego. Era el alma del monarca subiendo al cielo. Al menos esa fue la explicación de un fray Julián de Alcalá, plasmada en otro murillo de propaganda.]

La Cocina de los Ángeles es otra cosa. No ha entrado en la Exposición, pero lo recuerdo como ejemplo del Murillo desdoblado por encargo.

La lección es muy simple: como dijo Teresa de Ávila, «también entre pucheros anda Dios». Sólo que esta frase en la España de entonces era impensable sin el aval de alguna materialización o fantasmagoría divina. Dos caballeros desean ver cómo funciona aquella cocina tan bien llevada. El padre guardián, obviamente sin llamar, abre la puerta y... «No es nada, ya se sabe, estos místicos se trasponen cada dos por tres. Pero no hayan cuidado vuesas mercedes. Si a san Isidro Labrador le araban los ángeles mientras él rezaba, aquí también se ocupan de la cocina mientras fray Francisco levita.»

Un humor invencible anima la escena, remachado por el frailuco ayudante, menos ducho en la vía unitiva, pasmado en su rincón.

Es una gran composición horizontal pareja a la Muerte de Santa Clara, y resuelta de igual modo por una línea vertical separando realidad a la izquierda y mística a la derecha.

La escuela mística franciscana derivó demasiado a lo paranormal y milagrero. Creo que fue en Arenas de San Pedro donde san Pedro de Alcántara levitó, y a cierta altura sobre el suelo recorrió no sé qué distancia a velocidad pasmosa. Aquí todo es más estático. Si fray Francisco todavía adopta una postura algo rara, como que el rapto le pilló de rodillas, aquí san Diego de Alcalá, con una elevación impecable, inmóvil a dos palmos del suelo, nos sorprende y sorprende también a los visitantes. Los versos explicativos se han borrado sin remedio. No se pierde mucho. Por lo que queda, eran malos.

A todo esto, no he dicho nada de la veta profana de la muestra, los cuadros de género, en especial los famosos pilluelos. Parece que algún crítica los relaciona con la beneficencia franciscana, o al menos con su espíritu. No lo creo. Estos chicos saben comer por su cuenta, incluso ese mal llamado 'mendigo' que se despioja en soleado rincón, interrumpiendo el festín de manzana con marisco. Murillo viene a decirnos que en Sevilla era más caro vestirse que comer. Esos chicos de los andrajos inverosímiles parecen todos bien nutridos, y salvo quizá la tiña de nuestro piojoso, no hacen mayor gala de los estigmas del hambre.

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