martes, 22 de diciembre de 2009
Ovejas, pastores, palomas y cismas
El escrito de un sector mayoritario del clero guipuzcoano (15/12/2009), en protesta contra la designación del nuevo obispo diocesano, ha levantado voces disonantes. ¿Por qué?
La verdad, si a esos señores curas no les gusta monseñor Munilla, ni cómo se le ha nombrado ni por qué, están en todo su derecho de decirlo con franqueza. Que sean muchos o pocos, da igual; como si es uno solo. Habrá unas formas y unos límites, se supone; pero si la tan celebrada 'libertad cristiana' no suena a hueco, tiene que haber cauce de salida a lo que se siente y se piensa. ¿Mejor callar? ¿Elegir otros cauces más discretos? Esa es otra cuestión. Aquí hablábamos de un derecho.
Con eso no digo que el responsorio de los prestes y arciprestes va a misa. Creo que confunden reglas de juego y resultado de partida. Como creo sobre todo que se quedan cortos, muy cortos de miras, al encerrarse en su concha provinciana, en vez de abrir su crítica a todo el sistema de nombramientos vigente en la Iglesia.
Tampoco han estado finos los políticos nacionalistas metidos a teólogos pastorales. Josu Erkoreka, por poner un ejemplo: «No es lo mismo pastorear un rebaño de oveja lacha, que uno de oveja carranzana o burgalesa». Tan buena verdad como mala metáfora; porque el tribuno peneuvista se queda corto igualmente, si se figura alguna raza especial y homogénea de fieles católicos guipuzcoanos. Aunque se trate de la provincia más diminuta de España, y eclesialmente una insignificancia –pusillus grex, al pie de la letra–, los guipuzes se merecen el honor de ser tenidos por seres humanos, personas, individuos irrepetibles. A partir de ahí, el sofisma erkorekano, o es un insulto a Guipúzcoa, o bien lleva a la conclusión de que allí, como en cualquier diócesis, tendría que haber tantos obispos como curas y feligreses, es decir, que cada cual se gobierne a su aire.
De todas formas, el oportunismo de los nacionalistas en esos lances –donde cerebros como Egibar o Arzalluz suelen dar para reír– no tiene importancia. No pasará mucho tiempo sin que la regla meteorológica se cumpla: 'tras la tempestad, la calma'.
A mí, a diferencia de los políticos, eso de las protestas clericales, en lo que tiene de actual, no me incumbe. Pero, como curioso del pasado, me da materia de reflexión sobre esa constante eclesiástica que ha sido protestar nombramientos de cargos, desde los primeros tiempos hasta hoy, siglo tras siglo, y bajo las normativas más dispares. Democracia eclesial, cabildeo, presentación regia, nombramiento directo por el papa... Ha habido de todo, y nunca faltaron quejas, incluso violentas y cismáticas.
La situación actual de la iglesia y clero guipuzcoano y vasco –su Sitz im Leben– tuvo un primer precedente histórico hace muchos siglos. Pienso en el movimiento donatista para la construcción nacional de una iglesia africana autónoma. En realidad el problema venía de antes, de los tiempos de aquel obispo conflictivo que fue san Cipriano o Cebrián.
Nacido tal vez hacia el año 200, este púnico o quizá bereber perteneció a la casta de oradores y abogados de posición social desahogada que, convertidos a un cristianismo pujante, surtían la cantera de cuadros, principalmente episcopales. Tascio, bautizado como Cipriano hacia 247, ingresa en la clericatura, y meritando con algunos panfletos religiosos (incluida la invectiva antijudía de rigor), en veloz carrera de uno o dos años era proclamado obispo de Cartago, la sede primada de la provincia de África (248/249).
Aquellas elecciones episcopales eran a menudo clamorosas, tapando toda voz discrepante. Quizá por eso algunas se orlaron de leyenda, quedando al albur de cualquier omen, a la usanza romana; un relámpago seguido de trueno, un rayo de sol sobre un objeto, sobre una cabeza... Otro día será la voz de un niño de pecho que corta el debate, «¡Ambrosio obispo!»; y he aquí a otro retórico con alguna experiencia como gobernador civil, san Ambrosio, obispo de Milán en 374.
Volviendo a los días de Cipriano, pero en Roma, un buen día de enero de 236 cierto individuo regresaba del campo a la Urbe, al tiempo en que la asamblea cristiana debatía la elección de nuevo papa. Cuestión peliaguda siempre, en aquellos tiempos difíciles podía ocurrir que nadie quería serlo.
Esta vez la solución fue literalmente augural, en el mejor estilo etrusco. Una paloma se posó sobre la cabeza del desconocido, el tío Fabián, que automáticamente quedó designado papa. Una de las intervenciones más plásticas del Espíritu Santo, desde lo de Pentecostés. Y de paso tomemos nota, para no confundir a san Fabián con san Gregorio, papas los dos colombófilos: el primero con la paloma sobre la tiara (anacrónica, por supuesto); el segundo con la misma paloma sobre el hombro, soplándole a la oreja lo que debe escribir.
El prodigio del tío Fab..., perdón, de san Fabián, anécdota aparte, trajo cola. El elegido, que demostró dotes de gobierno, organizó las grandes parroquias de Roma, cuyos titulares andando el tiempo terminarían conociéndose como los cardenales. Desde la Edad Media, esos colegas purpurados, versión cruda de aquella palomita del buen Fabián, tendrán la exclusiva de elegir papa.
De la elección de san Cipriano no conozco noticia de prodigio. Lo cierto es que tuvo descontentos desde el principio. La discrepancia era ya un lujo obligado, que las Iglesia se concedían en tiempos de bonanza. Por desgracia, el ciclo de las persecuciones no se había cerrado del todo, y ya en 250, bajo el breve emperador Decio, se declaró una no de las más mortíferas, pero sí de las más nocivas por sus consecuencias a medio y largo plazo.
Objetivo principal eran los obispos, para obligarles a dar ejemplo de paganismo externo, ofreciendo sacrificios a la salud imperial. Uno de los primeros buscados fue el de Cartago, pero cuando los esbirros llegan, Cipriano ha desaparecido. Y no fue el único.
Para entonces, cada vez era más frecuente entre cristianos el disimulo o la compra de un libelo o certificado, a cambio de un comedieta de adoración. No hay que decir que, en este caso, la fuga del pastor disparó la cifra de defecciones, llegando la queja hasta Roma. Cipriano se disculpó con que había tenido una visión o sueño. Por lo demás, desde su escondite siguió gobernando su diócesis por correspondencia.
La facción clerical hostil al obispo se cargó de razón, con aquel desastre de los lapsos y 'libeláticos'. Y encima los más de ellos, pasado el peligro, volvían a la iglesia. ¿Qué hacer? Máxime cuando mucho caradura traía el aval de algún héroe de la causa, afirmando que en su martirio había pedido perdón para el apóstata. Aquellas cédulas de mártires –que dicho sea, muchas veces no habían muerto, ni siquiera sufrido realmente– llegaron a ser gran negocio, con la escampada.
El clero vuelve a dividirse: que si vista gorda, que si reeducación penitencial, o excomunión hasta el artículo mortis. El líder del rigorismo fue un presbítero llamado Novato, cabecilla de los descontentos por la elección de Cipriano.
Por lo mismo, grande fue su indignación cuando a Cartago empiezan a llegar del desaparecido obispo edictos contra los cobardes apóstatas, prohibiendo readmitirles, y desde luego quitando valor al tapujo de que los mártires habían expiado por ellos. «¡Qué cinismo, el desertor de la diócesis dándonos lecciones de pastoral a los buenos clérigos que no abandonamos el puesto!», clamó el cura Novato.
El resultado fue un cisma, mejor dicho, dos. En Cartago los enemigos de Cipriano se otorgaron su propio antiobispo, un tal Fortunato. Cipriano no tuvo más remedio que salir del armario y plantar cara, so pena de verse desplazado. Por desgracia, su retorno empeoró el embrollo.
Porque a todo esto, Novato había viajado a Roma en busca de alianzas. Allí también reinaba la discordia, por los comportamientos bajo la persecución. Llegado el caso de elegir papa sucesor de Fabián, no hay candidatura firme, y a falta de palomita, sale a escena Novaciano, otro de aquellos conversos que hacían carrera eclesiástica, incluso sin dejar la profesión seglar y pagana.
A todo esto, el tirano muere y la persecución cesa. Es la primavera de 251. Ya no hay problema para encontrar candidatos a la silla de San Pedro. La aristocracia romana, gente práctica que opta por la línea blanda, presenta a uno de los suyos, Cornelio. Novato, desde su línea dura, se entiende con Novaciano. Los enemigos de éste entre el clero le sacan los trapos sucios: no es cristiano de verdad, pues profesa la filosofía estoica; ante el peligro, negó su condición de cura; y en otro orden de cosas, estando borracho hizo abortar a su mujer de una coz en la barriga. Los eclesiásticos no se perdían en minucias.
Total, que san Cornelio fue papa, y Novaciano-Novato antipapa. Y los junto con guión no por capricho. Tan unidos anduvieron ambos semitocayos, el romano y el cartaginés, que la gente les confundía, y hasta gravísimos historiadores les tomaron por la misma persona.
Y aquí viene la paradoja. Los pastores supremos de Roma y Cartago aprovechan la paz para marcar diferencias, con el raro espectáculo de un Cipriano más afín a Novaciano que al papa legítimo Cornelio. Pero es sobre todo bajo el papa Esteban cuando se llega al punto de ruptura. El mismo problema tenía ahora otro enunciado: «¿Es válido el bautismo administrado por un apóstata o hereje?» San Esteban, que sí; san Cipriano, que no. Peor aún, frente a las pretensiones del papa de Roma, como primado de toda la Iglesia, Cipriano se autoproclama su parigual, papas los dos, cada uno en su territorio. En la Iglesia de África, el que venía ya bautizado bajo sospecha tenía que rebautizarse. En la Iglesia Romana, no. Resultado: los dos santos obispos se excomulgan. Y menos mal, el emperador Valeriano no quiere pasar a la Historia sin su persecución de cristianos, y eso cortó la trifulca.
Esta vez san Cipriano está a la altura. Él mismo se venda los ojos, y tras dar buena propina al verdugo para que afile bien el hierro se deja cortar la cabeza. Su choque con Cornelio quedaba zanjado, y ambos santos entraron juntos en el canon de la misa –el obispo Cipriano como un papa más–. En cuanto a Esteban, fallecido poco antes de la persecución valeriana, no se sabe cómo ni por qué le hicieron santo.
San Cipriano dejó tras de sí una Iglesia que se sentía 'diferente'; sobre todo el clero. Con la paz de Constantino, ya en el siglo IV, esa identidad se expresará como cisma, con amalgama política y brazo armado terrorista. Pero esto se hace largo, y mejor dejarlo para otro día. Cuando venga monseñor Munilla, podría ser buena ocasión.
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