Parece un gag de humor negro. Se hunde el ‘Titanic’, y uno de los botes de salvamento ya lleno de náufragos no se arría porque dos damas se disputan la pieza musical de despedida: una exige ‘La música acuática’, su rival reclama ‘El iceberg suicida’. Aquel último bote se lo tragó el remolino.
En plena pandemia mutante, en recesión y bajada a los infiernos de la Economía, con las ventanillas de empleo cerradas y sus colas enfiladas a los aliviaderos del hambre, más una tasa incierta de trastornados por la angustia y el confinamiento, y en fin, con un presupuesto nacional dependiente de una transfusión exterior impagable; en medio de todo esto, una ministra sale repartiendo dineros millonarios entre gente aventurera de su confianza para expediciones a la Mangonia Interior, a la busca y captura del Tercer Sexo Mutante, y ensayo de su aclimatación en el país. De coña.
Con una particularidad. El Congreso a media asta, España bajo medidas de excepción y el Caos como perspectiva, la ministra pretende que el gobierno más endeble que ha tenido España desde la Guerra Civil saque de golpe y sin chistar una ley morbosa y borrosa, que a tantísimos afecta como a tan poquísimos importa.
Que es ‘volver la burra al trigo’ –nunca el refrán fue más icónico–, porque la ministra de Igualdad ya tuvo su revolcón con su otra burritud, la Ley ‘Sola y Borracha’.
Fémina voluntariosa, la Montero no quiere ser menos que su colega Celaá, y le puede el prurito de tener ella también ley propia a su nombre: ‘Ley Montero’, o ‘Ley Irenea’, qué recreo para la vista, que caricia para el oído, qué pedestal para su ‘ega’, y qué revancha contra su colega Carmen Calvo. Sobre todo tras el contratiempo con el borrador y anteproyecto de Ley de Libertad Sexual, varada sine die, más que por deméritos propios (no nos engañemos), por las narices de la socialista de Cabra. Porque la Montero es ministra a expensas de la Calvo, que tuvo que cederle una cartera entrañable en el mismo terreno del feminismo. Eso entre mujeres superfeministas no se perdona. Y por las mismas (se sobrentiende, narices), otro tanto augura la intentona ‘Trans’, mucho más provocadora.
Pero no nos quedemos sólo con la de Galapagar a palos de ciego tras la piñata, que también. Irene Montero no es tan corta como puede parecerlo cuando argumenta. Ella sabe que, aparte de ser la madre de familia de su hombre, es la percha de colgar la otra cartera que éste se cobró de Sánchez, a cambio de ser su socio de gobierno y su valido, quedando el presidente como un rey. Un ‘rey holgazán’ de los buenos tiempos merovingios, al cuidado de su ‘mayordomo de palacio’.
El problema con la nueva Ley ‘Trans’ es que no viene a resolver ningún problema real y sí a crearlos y multiplicarlos en su ámbito, porque esa es su finalidad: implantar un proyecto político-ideológico de partido caudillista-totalitario. Estas leyes bárbaras no son ocurrencias de Irene ni van por libre. Forman parte de un plan –de hecho así se llama, Plan de Igualdad–, que el morado trazó como carga explosiva para su proyecto de voladura controlada del orden español y su Estado. Y como en toda demolición, el objetivo inmediato es igualar. Siempre por abajo, arrasando y nivelando. Irene y su ministerio no tiene más misterio.
En los acuerdos de gobierno con Sánchez, Iglesias se quedó con la cartera de Igualdad que llevaba Carmen Calvo, y metió en ella su propio Plan de Igualdad, vedando el campo a proyectos socialistas muy sensibles. Fue una imposición de Sánchez a los suyos mal recibida en sus filas, y con particular resentimiento de su Vice-1, condenada a sentarse en la Cámara Baja junto al Vice-2, de tal modo que la otra cámara –la televisiva– lo tiene fácil (si le dejan) para transmitir a las ondas en directo la imagen viva de un quererse.
El Plan de Igualdad es una constelación de normas, con varias estrellas de cierta magnitud que, bajo nombres anodinos, van estallando como supernovas, en plan maximalista, para que «la derecha-ultraderecha» se crispe. Llamar mucho la atención, deslumbrar y ensordecer, es fundamental para que nuestra sociedad mediatizada y acrítica se vaya haciendo a cambios de cultura, todos en la misma dirección, en un proceso de ‘doma blanda’, que «la gente» los perciba como premios gratificantes de su domador.
La Ley ‘Trans’, por ejemplo. Contra toda evidencia, se gesticula que esa ley cubre una demanda social de primera necesidad, cuando la población auténtica ‘trans’ es irrelevante, en España como en el mundo. «La población ‘trans’ en España es de solo 10.000 personas», me sopla maese G (0,02 %, o sea 1:5.000). Bien, quitemos el ‘sólo’ por su carga subjetiva y cambiemos el ‘es’ por podría ser. Irene Montero no sabía esa verdad en noviembre pasado, cuando su favorita la Directora General de Diversidad Sexual, Boti García, firmó contrato con una empresa ‘a lo que salga’, por más de 14.000 €, para estudiar la población ‘no binaria’ en España.
El adverbio ‘sólo’ por sí solo no debe excluir a nadie de una atención jurídica adecuada. Hay enfermedades más raras, y aun así merecedoras de estudio y atención. Que conste eso, como también que en España ni la libertad sexual está a la intemperie, ni la sexualidad de todo tipo (transexuales incluidos) está en el limbo, legalmente hablando. ¿Mejorable? Como todo, sin adanismos y en proporción a la realidad, no a los decibelios y murales de colectivos proselitistas subvencionados.
Día de la Candelaria, 2 de febrero, fue la fecha del Borrador de la Ley ‘Trans’. Ley maximalista, destinada por tanto a abrir más brecha en la sociedad, sin contar con ésta para un ejercicio ni simulacro de participación ciudadana. «Lo más avanzado y progresista en Europa»: timbre inquietante, para un movimiento al borde del abismo.
Lo relativo al cambio de sexo en menores al buen tuntún; el negacionismo biológico, en favor de opciones y veleidades individuales; la revolución sexual vertical, sin base social alguna que no sea inducida y orquestada; la inseguridad jurídica en materia tan delicada y tan turbia: todo eso está clamando que, bajo tapas y encuadernación de Ley, lo que se nos cuela es un texto de imaginación. Y a esto voy. Legalizar los sueños, legislar sobre delirios y pesadillas, aunque parezca el colmo del adanismo progre, no tiene nada de original. La Historia, tan experta en todo, muestra que eso ya se probó y lo mal que acabó.
Por tanto, para pasar unos ratos de confinamiento comparando fantasías y locuras de hoy con locuras y fantasías de ayer, propongo que retrocedamos cinco siglos y pico, a los tiempos en que otros iluminados a su manera reinventaban la mujer, el sexo y el trans-sexo, con unos bocetos supurados por su imaginario enfermo.
Kramer con Kramer
El Martillo de Brujas (1486) es uno de tantos libros que todo el mundo conoce y nadie lee. Para martillo, o mazo, es muy pesado. Hay que ser especialista brujólogo para hincarle el diente por obligación; aunque también se puede ser humorista para hojearlo de otro modo por devoción y con gusto.
¿Quién escribió el Martillo? Según el propio libro, lo escribieron al alimón dos frailes dominicos inquisidores alemanes. Lo cual es todo cierto, menos un detalle: el plural, que fuesen dos. La tradición impresa, en efecto, ha perpetuado los nombres de la pareja. Jacobo Sprenger y Enrique Institoris (por este orden) compusieron y publicaron el Martillo, con un prologuista de excepción: nada menos que el papa Inocencio VIII presentaba y recomendaba a los autores con una bula. Una bula que, paradójicamente, gracias al libro se hizo famosa. La llamada ‘Bula de las Brujas’ se cuenta entre las más oídas y tal vez sea la más popular de todo el Bulario. Pues bien, desde hace años se viene quitando importancia a la colaboración de Sprenguer, hasta la tesis de un autor único, cuyo nombre devuelto del latín al vulgar es Enrique Kramer.
Malleus Maleficarum Portada de la edición de Friedr. Peypus, Nuremberg, 1519, donde por vez primera figura el nombre de Jacobo Sprenger como coautor, detrás de Enrique Institoris (Kramer) |
Una enciclopedia de brujas, cuando tanto se hablaba de ellas, con semejante prólogo no es extraño que tuviera salida. Lo asombroso es su éxito sin precedentes: durante unos 30 años, el mayor éxito de la imprenta, después de la Biblia. ¿Cómo explicar el fenómeno? ¿Cubría el libro una demanda editorial? «Opus egregium»: ¿obra maestra, de qué? ¿del pensamiento, del estilo..., o del sensacionalismo y escándalo? ¿En qué género clasificarlo?
Buena pregunta la última. El Martillo de brujas pareció lo que era, un tratado mixto de Teología y Derecho. Hoy sigue siéndolo formalmente, pero bien mirado resulta ser un libro… ¡de imaginación! El primer ‘macguffin’, yo diría, siglos antes de inventar Hitchcock ese concepto. Ya conocen la historia:
Un escolástico nominalista visita a su colega tomista en su estudio.
– ¿Qué mamotreto es ese que leéis?
– Es ‘El Martillo de las Brujas’: un manual para cazar brujas demoníacas.
– ¡Pero si esas brujas no existen!
– ¡Ah!, entonces me he confundido de libro.
El Martillo con su autor o autores va asociado a la caza de brujas, que llevaría al suplicio a «decenas de millones» de pobres mujeres. Que no fueron tantas, la verdad, pero aun sin tanto cero ya estuvo muy mal. El martillazo fue un reclamo con eco en regiones muy diversas, cuyo paisaje nocturno se llenó de brujas volando en escobas, de ida a los aquelarres y de vuelta a los juzgados. Por oleadas, como una pandemia, la brujomanía entró en pánico, y aunque también hubo mucho escéptico, fueron pocos los intelectuales que osaron atacar de frente aquel artefacto, venido para quedarse.
A quedarse, ¿por cuánto tiempo? Háganse idea: en 2000 se publicó nueva traducción alemana (Behringer y otros), revisada en 2003 y que en 2020 iba por su 13ª edición o tirada popular, que no está nada mal para un mazacote denso de 850 páginas en impasible alemán. O sea que el Hexenhammer vive y colea, al menos en su nativa Alemania. Pero también por todo el ancho mundo del inglés, donde la vieja traducción de Montague-Summers se arrincona en favor de la nueva completa de C. R. Mackay (2009).
¿Cómo explicar este retorno, si ya casi no quedan brujas de verdad? Lo dicho: porque es obra de imaginación.
No hay que leer mucho del Martillo para ver por dónde van sus tiros. La calificación más asociada al autor (uno o pareja) es ‘misógino fanático’. Misógino, desde luego:
«La palabra fémina viene de ‘fe mínima’; criatura menos de fiar que el varón y menor en la fe. Por eso, como Eva se dejó engañar del Demonio antes que Adán, por la misma razón hay muchísimas más brujas que brujos».
De ahí el título del libro, Malleus maleficarum, literalmente ‘Mallo de maléficas’, y hace mal el traductor español que lo puso en masculino, ‘Martillo de Brujos’. Conozcamos al autor, único o principal. Adelanto que voy a presentar a un sujeto que no me cae nada simpático, por lo que invito a tomar mis juicios con reserva de contrastarlos quien desee hacerse idea propia. Yo sólo soy curioso transmisor y opinador de buena fe, o lo procuro.
Heinrich Kramer (h. 1430-1505), alsaciano natural de Sélestat, entró muy joven en el convento local de los dominicos y allí desaparece hasta bien entrado en años, en que se le menciona por vez primera como «predicador» (1467). Lo cual, para un miembro de la Orden de Predicadores, no parece información relevante. Lo que sí es relevante es que el predicador, desde el púlpito, en alguna ocasión defendiendo al Papa se despachó contra el emperador Federico III, en términos ofensivos que comprometían a su orden. La Cancillería Imperial exigió la prisión del lenguaraz, que vuelve a desaparecer en largo encierro conventual. Pero ya antes de eso, un Kramer volantón (1458) se movía por la Curia romana, primero como ‘familiar’ o sirviente de un obispo, luego con más soltura, siempre estirando arrugas a quienes le podían promocionar, monseñores, purpurados, y de ahí para arriba.
En tiempos de fray Enrique de Selestat pululaban frailes de mal asiento, listos y ambiciosos, que para sacudirse el tedio monástico se buscaban la vida fuera prestando servicios con interés a quienes podían recompensarlos. Ello suponía tener la veleta bien orientada. La crisis del Gran Cisma (1378-1417) se saldó con otra crisis, el Conciliarismo –el Concilio universal como autoridad suprema de la Iglesia, por encima del Papa–. De haber nacido entonces, Kramer habría sido otra cosa. Pero cuando nuestro fraile empieza a buscar sentido a su vida el péndulo estaba ya en el lado del absolutismo papal, a lo Gregorio VII: el Papa, sobre la Iglesia y sobre el Imperio. Por ahí iba la soflama contra Federico III, que tan cara le salió. Y decidió cobrarse.
Según eso, a Kramer le tocaba ser papista. Pero no un papista teórico, sino real. «Cuanto más se acerca uno a la fuente, tanto más y mejor participa de su flujo». Con esa premisa mayor tomista, fray Enrique para su gobierno sólo tuvo que redondear el silogismo: «Es así que la fuente es el Papa. Ergo…»
Ergo, todo fue dar con un obispo de viaje ad limina, a quien hacer de capellán y maletero con tal de llegar a Roma. «¡A la Curia romana!», nos parece oír a Kramer a gritos por el camino en cada cambio de posta. Otro más de los ‘romípetas’ (romeros) que como hormigas oscurecían el Iter Italicum, cuyas etapas se sabían de memoria, tal como se pintó a sí mismo en sabrosa carta uno de ellos, en las Epistolae Obscurorum Virorum.
Su primer empleo o ‘misión’ romana (1467) fue de predicador de cruzada contra los herejes políticos seguidores de Juan Hus, activos por Bohemia y parte de Alemania. La rama más artera eran los utraquistas: «el cristiano para salvarse ha de comulgar ‘bajo una y otra especie’ (sub utraque specie), de pan y de vino , comiendo la hostia y bebiendo del cáliz, como hace el sacerdote en la misa». ‘Cáliz a los legos’, era su grito, seguido de ‘¡Viva Bohemia libre!’. Del error de los utraquistas, fray Enrique hizo una cuestión personal, como en su momento veremos.
La misión fue gratificante. El legado papal y jefe de cruzada concedió a Kramer amplias facultades de absolver pecados, imponer penas y censuras y administrar la indulgencia plenaria, tan codiciada entonces (por quienes la compraban, y no digamos nada de quienes la vendían). Y vaya si hizo uso. La censura máxima, como castigo colectivo, era el entredicho, y Kramer lo fulminó sobre la ciudad rebelde de Leipzig, amparo de husitas. Estos poderes le hacían sentirse importante. El tráfico de indulgencias con comisión, la libertad de movimientos, le alejaban de toda disciplina frailuna. Con todo, por algún motivo profundo, la meta de fray Enrique en esta vida era el título de Inquisidor. Título papal, a ser posible.
Expendeduría de bulas de indulgencia |
El negocio de indulgencias se le daba bien (hasta encajaba en su apellido), y era una actividad mercantil de tal entidad, que le dio entrada con la banca Fugger (los Fúcares). Gran punto a su favor ante el papa Sixto IV y la Curia romana, tan gastadora, y ante cardenales como Cibo y Borja, que luego fueron papas amigos suyos.
Pero, ay, en 1474 todo eso eran recuerdos y proyectos para un pobre Kramer que se consumía perimetrado en el convento sine die. Hasta que un día de junio recibe carta del nuevo Maestro General, que le concedía (valga el anacronismo) un ‘cuarto grado’ penitenciario, «hasta que el próximo capítulo decida vuestro caso». Curioso, ¿verdad?, que uno de los primeros actos de gobierno de un superior general fuese mejorar la suerte de un pobre fraile castigado. Pues sigamos a la escucha, que luego llegaban más noticias del mismo al mismo.
Para ser inquisidor, la orden dominica exigía título por lo menos de maestro y teólogo. Kramer nunca siguió estudios superiores y no tenía título, aunque sí buena cultura de autodidacta. Pues a pesar de todo, tras aquel indulto encubierto el general le concedía los títulos de maestro en Artes y lector en Teología, digamos, honoris causa, que queda mejor que faciei causa, ‘por la cara’. Era la habilitación para el nombramiento de inquisidor en expectativa de plaza. El mismo trámite ponía a su alcance el liripipio doctoral, para cuando su situación económica se lo permitiese, que fue cinco años más tarde.
Ahora Kramer cayó en la cuenta. Fray Leonardo de Mansuetis, su bienhechor, para asumir el cargo generalicio acababa de dejar el de Maestro del Sacro Palacio –el teólogo asesor del Papa y de su Casa–, que siempre era un dominico con residencia junto al papa. Sixto IV no tenía olvidados los servicios de aquel fray Enrique de Selestat, preso por haber puesto en su sitio a Federico III, y había dado a fray Leonardo instrucciones de excarcelarle y promoverle. Y así era, por gratitud y sobre todo porque de nuevo le necesitaba. Para Kramer, el principio de su rehabilitación y carrera. Y no sería la única vez que una mala conducta suya se saldaría no con castigo sino con ascenso.
En 1475 el papa Sixto IV en Roma abre la ‘Puerta Santa’ del Jubileo. Y allá que anda Kramer enrolado en las cuadrillas clericales para atender a los peregrinos y recaudar sus limosnas. Habilitado y en expectativa, todavía no era inquisidor. Cuando de pronto ocurre un hecho insólito que de algún modo fija su destino.
Quede su relato para la próxima entrega.
Excepcional Maestro Belosti. Saludos
ResponderEliminarJavier Urquizu
"pobre Kramer que se consumía perimetrado en el convento sine die"
ResponderEliminarEs un consuelo. Tenemos antecedentes. Con el confinamiento y con las nuevas brujas.
¡ Qué divertido !
ResponderEliminarY es que además , en este momento estoy leyendo libros sobre el Imperio Español, sobre el establecimiento y la evolución de la Iglesia, etc etc, y tengo toda esa época "en dedos".
Deseando que llegue la continuación
Y Muchas gracias, Querido Profesor Belosticalle
¡ Me ha vuelto a reconocer su blog !
ResponderEliminarNo me lo puedo creer
Qué bien lo cuenta usted. Ahora quiero saber más del señor Kramer.
ResponderEliminarQuerido Belosti cuánto me alegro de tus "señales" de huno...que me bebo cual pastel de hojaldre con capa de crema tostada
ResponderEliminary luego vuelvo a por las miguillas...
Gracias por el fuego...
Ata
A todos gracias por vuestra visita y acogida.
ResponderEliminarAsí da gusto contar historias.
Espero con verdadero interés la segunda parte de Kramer, estimado profesor, que me resulta tan divertida y extrapolable a la situación que vivimos en estos momentos tanto en la "sociedad imperfecta", es decir el común de los mortales, como "sociedad perfecta" que encarna la Iglesia católica, con la crisis de vocaciones, y demás "líos" que cada día le brotan tal cual "Jardín del Edén" que todo crece con fertilidad.
ResponderEliminarLo de nuestras ministras, gobiernos y similares, queda tan bien reflejado que abunda en la idea de lo desprotegido que está el ciudadano frente a la tiranía que ejerce el incompetente.
Gracias por su artículo.