«Cuando una nación se encuentra en ese estado de terrible crisis, que hace peligroso su presente e incierto su porvenir, basta un pequeño e inesperado suceso, un hombre osado, para decidir sus destinos, así como basta el brazo de un piloto para dar dirección a una nave, vacilante en su rumbo.» (Antonio Pirala, Guerra Civil, t. 1, l. 1, c. 1).
«La Historia no es maestra de nada», escribió alguna vez el maestro Caro Baroja, como contradiciendo a Cicerón con esa boutade . Y digo ‘como’, porque en realidad don Julio no discrepaba de Tulio. Lo que quiso decir, o al menos lo que suele ocurrir, es que la musa Clío tiene muy pocos alumnos aprovechados. Aun así, en crisis como la española actual no está de más desempolvar relatos viejos de ciento o doscientos años. Tal vez no sea tiempo perdido del todo.
Ahora, que me he desempeñado del compromiso con un curso de verano, vuelvo a mi ‘Belosticalle’ con sus diablejos íntimos. Y lo primero que encuentro hojeando libros pasados de moda es una página de la Historia del Catalans que me era casi desconocida: la ‘Revuelta de los agraviados’, en tiempos de Fernando VII.
Es creencia muy común que cuando en la historia catalana moderna se habla de greuges (agravios), todos ellos se refieren a España como la eterna agraviante. Y no es así. El caso que vamos a recordar es ejemplo de lo contrario: de unos prohombres catalanes de pura cepa, y tan de pro, que se revuelven contra su Rey porque, preso de su juramento a la Constitución liberal del año 12, consiente que sus ministros masones avancen en la disolución de España. Esto en cuanto a los inductores de la asonada. Por su parte, los ejecutores materiales, partidas de payeses sin oficio ni beneficio al mando de jefecillos descontentos, es muy posible que cuando su boca gritaba vivas al Rey, su cabeza y su corazón estaba a otra cosa no tan abstracta.
En fin, algo así como si hoy un movimiento catalán ultraderechista y de honda raíz popular invitase a Manuel Rajoy a aplastar, incluso manu militari, las veleidades secesionistas y federalistas, para imponer el absolutismo político más monolítico y más rancio.
Se llamó ‘revuelta’, porque los revoltosos en efecto se alzaron contra un supuestamente permisivo Fernando, anulado por lo liberales, invocando «la necesidad de elevar al trono al Serenísimo Señor Infante don Carlos», su hermano y heredero. Estamos en 1827, y por tanto aquellos agraviados –o malcontents, como también se llamaron– fueron los primeros carlistas.
El episodio tiene bastantes punto oscuros, empezando por el de su primus motor, que por extravagante que parezca pudo ser el propio Rey Felón, tan retorcido siempre y un intrigante compulsivo. Fomentar (bajo control de su policía secreta) aquella intentona, tal vez fue maniobra suya para neutralizar al mosquita muerta de D. Carlos María Isidro, que tenía bastantes valedores.
Como revuelta, la de los descontentos fue típica catalana, de problemática catalana, quedando al margen la cuestión vasco-navarra o cualquiera otra. Que todo aquello fuese de inspiración ultra realista, ese es otro cantar, aunque es lo que sugiere su coincidencia con el área de influencia más directa de un grupo conspirador autoerigido en ‘Regencia de Urgel’, que veremos. La verdad, hoy apenas concebible, es que casi toda Cataluña fue un grito, en catalán o en castellano: «¡Viva Fernando, el Rey Absoluto!».
Situando el episodio
Liberado de Napoleón, lo primero que hace el Borbón en cuanto pone pie en La Junquera es dar gracias a Dios: «Ya estoy aquí, en España; parece un milagro del cielo». Lo segundo: firmar un Decreto (Valencia, 4 de mayo 1814) diciendo no ser de su real ánimo –vamos, que no le daba la real gana– jurar la Constitución, declarándola junto con los decretos restrictivos del poder real «nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo».
Inauguraba así su primer período absolutista o ‘servil’ (1814-1820), cuyo acto más emblemático que otra cosa fue restaurar la Inquisición en sus reinos. Sólo cuatro meses después brotaban las primeras intentonas constitucionalistas, obviamente de signo liberal. Hasta que, el 1 de enero 1820, el alzamiento del Batallón de Asturias comandado por Rafael Riego puso carne de gallina a Fernando, que el 7 de marzo, ya anochecido, ante «la voluntad general del pueblo», proclamaba su propósito de enmienda y de jurar la Constitución de Cádiz: «Marchemos todos juntos, y yo el primero», etc.
Aunque en su intención el viraje sería lo más breve posible, con todo se alargó tres años: el trienio liberal (1820-1823).
Una etapa que en principio, hasta julio de 1822, resultó moderada –como lo habían sido las Cortes de Cádiz–, dedicada a reformas políticas, sociales y económicas. Pero ¡ay!, entre éstas últimas hubo algún recorte sustancial de los diezmos, que mayormente recaudaba la Iglesia, algunas restricciones a la proliferación de hábitos y sotanas, algún nombramiento episcopal vetado, alguna encíclica papal interceptada.
Luego se pasa a mayores. El cierre general de conventos masculinos –salvo unos pocos de utilidad misionera para conservar las colonias– fue como una declaración formal de guerra a la Iglesia. Y eso que a muchos frailes no les dolió tanto dejar la vida claustral… Con que, si ya el liberalismo en sí era pecado a los ojos del clero (salvo excepciones), con esas y otras medidas de corte ‘masónico’ los frentes se polarizan.
El propio rey con su camarilla, al modo de un cáncer, conspira como un contra-estado dentro del Estado y al frente del mismo, mientras de boquilla y a regañadientes masculla la jurada Constitución. Por inciativa suya se crean juntas secretas realistas dedicadas a la difusión de rumores, la agitación y el alzamiento de partidas armadas. Provocación y carne de cañón, para poner en evidencia la tiranía de los liberales ante una Europa conservadora en auge.
1820: En Ariñez (Álava), primera partida absolutista. También en Álava, en Salvatierra, hoy predio de la izquierda abertzale, tratemos de imaginar por contraste la partida que en 1821 marchó sobre Bilbao, a gritos de “¡Viva Fernando Rey absoluto!”, llevando la batuta un Dr. Luzuriaga y un Pinedo escribano. Tiene que ser difícil explicarles estas cosas a los niños en la ikastola, sin los comodines de Franco y de la abolición de los fueros vascos. Pasar página es lo más cómodo. Seguimos. A fines de año había realistas en pie de guerra por todas partes, listos para la guerra civil.
A diferencia de los alzamientos liberales, urbanos y con apoyo de tropa regular, las partidas absolutistas son campesinas, capitaneadas sobre todo por ex guerrilleros contrabandistas, labradores, menestrales. En Cataluña, los cabecillas conocidos lo eran por el apodo: el Misas, el Trapense, el Caragol etc. Cosa ya más de bandoleros que de militares.
1821: Regencia de Urgel
Estas iniciativas dispersas se vertebran en Cataluña, en una institución realista notable: la Regencia Suprema de España durante el ‘cautiverio’ de Fernando. Regencia constituida en la Seo de Urgel por un civil, un militar y un eclesiástico: D. Bernardo Mozo de Rosales, Marqués de Mataflorida, el general Joaquín Ibáñez-Cuevas, Barón de Eroles y D. Jaime Creus, obispo de Mallorca.
Todo una parodia, un déjà-vu. Sus manifiestos hacían recordar, ya muy de lejos, el de ‘Los Persas’ cuando volvió Fernando (abril 1814); y el pretendido cautiverio nada tenía que ver con el del mismo rey en Francia como huésped de Bonaparte. Para completar el sainete, el rey repondrá su número de Valencia y mayo de 1814, con otro Decreto (1 de octubre 1823) declarando nulo y sin valor todo cuanto habían hecho los liberales en el trienio. Diríase aquel monarca en posesión de la máquina del tiempo.
La primera idea de aquel despropósito había salido del cerebro de un general vasco durangués que, por cierto, tiene calle en Bilbao. Don Francisco Ramón de Eguía (1750-1827), I Conde del Real Aprecio, gran enemigo de las Cortes de Cádiz y de su Constitución, vivía en Bayona, más que refugiado, escondido, hospedado en un cuartucho anejo a un pastelería, bajo el gobierno de la pastelera, una mujer que hablaba siempre a gritos. Al general le parecía que esta cualidad era un seguro de vida para él, temeroso siempre del puñal y del veneno. Lo cierto es que en aquel antro todo secreto lo era a voces.
El anciano general, que también gestaba en su caletre un salvador ‘Ejército de la Fe’, había escrito a Mataflorida invitándole a redactar un manifiesto sobre el origen viciado de la Constitución española, sus defectos y posibles mejoras etc., pidiéndole el borrador para enviarlo a imprimir en París, sin firma, para su divulgación por toda Europa. Accede el marqués y le envía lo pedido: ‘Los amantes de la monarquía, a la Nación Española y demás de Europa’. Eguía acusa recibo y dice que lo envía a José Morejón, de la Secretaría de Guerra y comisionado en París. Pero ni éste era comisionado, ni da por recibido el manifiesto, ni el papel se imprime.
Según eso, Mataflorida lo hace imprimir por su cuenta, y de acuerdo con el rey lo envía a las cancillerías. En suma, se trataba de hacer ver cómo el rey Fernando estaba de hecho cautivo de un Gobierno que sólo contaba con él para la firma de los decretos y nombramientos. Y si el rey no era libre, alguien tenía que hacer sus veces.
Se crea por tanto una regencia, que de momento sólo cuenta con el marqués como presidente. El arzobispo de Tarragona y el barón de Eroles aceptan entrar. Pero el arzobispo tenía en su contra ser sólo electo, no confirmado por el Gobierno, que no se fiaba de él. Le reemplazará el obispo de Mallorca. En cuanto a Eroles, tipo singular, tenía ideas propias. Aquella maldita constitución del año 12, la ‘Pepa’, era la madre de todos los desastres. Lo que los españoles necesitaban era otra nueva, basada en la tradición de los usos y fueros regionales.
El marqués se inquieta; replica que la regencia en ciernes no está facultada para esto, no repitamos el abuso de las Cortes de Cádiz. Su papel se limita a salvar al rey de su Babilonia liberal, y a la nación de la anarquía.
Por otra parte, al marqués le avisan de que Eroles en París está en contacto con españoles partidarios del sistema representativo. Y en fin, Eroles anuncia al marqués que el gobierno galo ya tiene formado para España un consejo supremo de Regencia, formado por Eguía, con el Arzobispo de Tarragona, el obispo de Urgel y, entre otros, él mismo, Eroles. Más aún, desde París se ha formado la lista de los generales españoles gobernadores de las provincias. Por ejemplo, y siempre Eroles, éste entró por Perpiñán a controlar Cataluña y organizar allí las fuerzas realistas. Carlos O’Donell mandaría las de Navarra.
En suma, tocaban a vísperas del Congreso de Verona y del envío de los 100.000 Hijos de San Luis, con Angulema al frente, a liberar al rey Fernando.,
Los obispos en seguida entendieron que aquellos pasos no tenían mucho sentido para ayudar a Fernando, y que ante la fuerza extranjera, máxime con otra invasión francesa, el paisanaje español se alarmaría peligrosamente.
A todo esto, el infante D. Carlos también se movía, con su propio plan contrarrevolucionario que expuso al visto bueno del emperador de Austria y el zar de Rusia, ofreciéndoles parte del Perú a cambio de ayuda. (Total, Perú se va a joder entero, después de todo.) Y es que la brecha entre los realistas moderados (fernandinos) y los radicales (apostólicos) se abrió, hasta decantarse éstos por aquel varón pío, ortodoxo e íntegro, y no el botarate de su hermano mayor Fernando, nunca de fiar. Era el embrión del carlismo.
En 1822, el 7 de julio , una contrarrevolución palaciega en el Pardo es aplastada por la Milicia constitucional. El público abuchea, insulta al rey. La brutalidad cunde por ambos bandos. El período moderado del Trienio ha concluído. La guerra civil se ve venir, mientras las colonias americanas se ven ir sin retorno.
Ahora los absolutistas radicales se llaman apostólicos –por el Apóstol Santiago, que apadrinó junta en Compostela–, prestos al uso de la fuerza incluso extranjera para borrar a los enemigos de Dios. Y frente a las logias de éstos, su comuna, carbonería y demás sociedades secretas, ellos crean las suyas propias. La más temible, siquiera de nombre: El Ángel Exterminador.
Los liberales por su parte tampoco se quedaban cortos. Pasemos por alto la puja de despropósitos, provocaciones y salvajadas, entre conspiraciones palaciegas y motines de signo absolutista sobre todo.
Todo esto preocupa en Europa, sobre todo cuando los liberales ‘exportan’ su revolución a Portugal, a Italia… Las potencias conservadoras huelen el contagio. Visto que la Regencia de Urgel es inútil, urge intervenir militarmente ‘liberando’ al rey para que meta al país en vereda.
Los Cien Mil de San Luis y la Década Ominosa
De la expedición libertadora francesa poco hay que decir aquí.
Plenipotenciarios de la Cuádruple Alianza (Austria, Rusia, Prusia y Francia), reunidos en el Congreso de Verona para conjurar las agitaciones europeas, por inspiración de Chateaubriand, el ministro francés, habrían encargando a Francia resolver la cuestión española (noviembre 1822).
Con encargo o sin él, Luis XVIII de Francia ya lo tenía todo decidido, como hemos visto. Las últimas noticias sobre un Fernando VII vilipendiado incluso en público colman la medida. El 7 de abril de 1823 un ejército francés de 90-95 mil hombres pasa los Pirineos, y sin mayor dificultad restablece a Fernando en su absolutismo. El trienio liberal se había acabado.
Pero lo que ni el rey de Francia ni los demás aliancistas podían imaginar era lo único esperable: que el ‘primo’ español volviese a sus andadas, poniéndose al mundo por montera. Algunos franceses sí que le tenían calado. El invasor Duque de Angulema avisaba al ministro Villèle: «Os lo aseguro, toda estupidez posible se hará realidad». Chateaubriand no tardó en darse cuenta del error que fue reflotar a semejante déspota. En cuanto a los ultra-realistas, algunos empezaron a pensar en cambiar a Fernando, totalmente desprestigiado, por su buen hermano Carlos.
El hombre de confianza (por así decirlo) del rey era su confesor, el canónigo Víctor Damián Sáez, un ultra temible y coco de los liberales, repuesto en el poder como Secretario de Estado. No llegaría a fin de año. La presión francesa obligó a Fernando a destituirle, premiándole con la mitra de Tortosa.
El fetiche del absolutismo exaltado era, qué duda cabe, la Inquisición, abolida por las Cortes de Cádiz, restablecido por el absolutismo, y hostigada en el trienio liberal. Ahora se evitaba llamarla así, ni Santo Oficio, sino Juntas de la Fe para las ‘purificaciones’ políticas [1].
El ‘Manifiesto de los Realistas Puros’
En este contexto de la ‘Década ominosa’ aparece en 1826 un documento singular y todavía hoy enigmático por su fondo, forma y origen: el ‘Manifiesto que dirige al Pueblo Español, una Federación de Realistas Puros, sobre el estado de la Nación y sobre la necesidad de elevar al trono al Serenísimo Señor Infante Don Carlos.’
«ESPAÑOLES! El deplorable estado de nuestra amada patria y el eminente [sic] peligro en que se hallan, la Religión y el trono, por la casi consumada traición de nuestros gobernantes, han cubierto de luto el corazión de los buenos y llenado de terror a los menos fuertes de nuestros compatriotas…
Lo peor de todo es, que el mismo Monarca por cuyos soberanos derechos se han sacrificado tantas víctimas; el mismo príncipe a quien hemos arrancado dos veces de la esclavitud, comprando su libertad con nuestra propia sangre; Fernando, en fin, es un activo instrumento de la más maquiabélica conspiración que jamás vieron los siglos; ¡horrorizáos!»
El proposito del rey Fernando ha sido
«imponernos otra vez aquella cadena constitucional que rompió nuestro heroísmo, y despojar después a la nación de sus Américas!!!»
Y aquí empiza la lista de sus agravios:
Primero fueron «las llamadas Cortes de Cádiz» con «ese fatal liberalismo que abortaron para nuestro mal».
«Llegó Fernando 7º al territorio Español, y esta nación generosa la recivió con las mayores demostraciones de adeccion [sic, en cursiva] y de lealtad, sin embargo de que nadie ignoraba había cumplimentado a Napoleón, por los triunfos que al principio de la guerra, obtubo sobre nuestras tropas y además, todos sabían que nos llamaba salvages, porque tan constante u honrosamente le defendíamos.
Auto-atribuido a los auto-denominados ‘realistas puros’, el manifiesto es un alegato contra el desgobierno de España bajo el absolutismo de Fernando VII en el sexenio 1814-1620 y contra su real persona, deslegitimada por su ineptitud en toda aquella etapa:
«Seis años de errores, de atropellamientos, de robos y de todo género de males sustituyeron (sic) a la entrada de Fernando, y como este careciese de las luces más indispensables y aun de la energía necesaria para sostener sus propios crimenes, de aquí es que su gobierno, empezando por hacerse odioso a todas las clases, acabó por desacreditarse hasta el ridículo» .
«Un conjunto de inmoralidad y de bajeza semejante, no parece posible en ningun hombre; pero es forzoso decirla (sic): Fernando Septimo no es hombre: es un monstruo de crueldad; es el mas innoble de todos los seres::: es un cobarde…: es una verdadera calamidad para nuestra desventurada patria!
En el estado policial de Fernando,
«Los castigos han ocupado el lugar de las recompensas, y la emigración al extranjero se ha hecho ya una necesidad entre todas las clases, siendo el común azote de todos los partidos».
En conclusión:
«… la santa empresa a la qual os combidamos en el nombre de nuestro Salbador Jesucristo y de Pedro y Psblo sus Apóstoles; nuestro plan enfín, no es, ni será otro, que el de Salbar de un solo golpe LA RELIGIÓN, LA YGLESIA, EL TRONO, Y EL ESTADO.
Para esto se necesita, que ante todas cosas, derroquemos del trono al estúpido y criminal Fernando de Borbón, instrumento y origen de todas nuestras adversidades, y esta medida, por violenta que paresca, es absolutamente necesaria, pues está escrito que salus populi suprema lex esto. Es menester pues aèrrojarlo (sic) ignominiosamente, no solo del asilo del Palacio y de la Corte, sino también del territorio que hoy pertenece y del que pueda pertenecer en lo subcesibo a esta Monarquía.
Separemos de nuestro contacto y de nuestra vista la impureza de su persona, no sea que como el leproso de la Escritura, infeste en adelante qualquier cosa humana que se le acerque; y quando la Divina Providencia nos haya facilitado este primer paso [...], entonces, Españoles, sin más detención concluyamos la obra de nuestra verdadera regeneración política…
Hagamos resonar por el aire innos de alavanza para impetrar la ayuda del Todo Poderoso y pedirle que proteja nuestra obra. Pongamos en sus divinas manos los destinos futuros de nuestra amada patria con la sosobrante nave de la Yglesia y juremos como Cristianos, triunfar o morir en esta santa causa.
Finalmente, Españoles, proclamemos como gefe de ella, a la AUGUSTA MAGESTAD DEL SEÑOR DON CARLOS V, porque las virtudes de este Príncipe excelso, su conocido carácter y magnanimidad, y su firme adección [sic] al clero y a la Yglesia, son otras tantas garantías que ofrecen a la España, bajo el suabe yugo de su paternal dominación, un reinado de piedad, de prosperidad y de ventura.
He aquí, lo que os deseamos en Jesucristo, Nos, los miembros de esta CATÓLICA FEDERACIÓN, con el fabor del Cielo y la Bendición eterna. Amén.
Madrid, a 1º de Noviembre de 1826
De acuerdo de esta Federación, se mandó imprimir, publicar y circular.
Fr. M. del Sº Sº SCRIO.»
Respuesta oficial: una Real Orden de febrero/marzo 1827, ordenando perseguir «a los que expendan o retengan el infame libelo que se cita». Allí mismo se denuncia el documento como una «grosera ficción» o superchería, donde incluso la tipografía y letra era extrangera. Es decir que, según la policía, sería obra de emigrados liberales, cargando a los realistas el mochuelo.
En cambio, para los historiadores liberales, el panfleto era auténtico y emanado de alguna sociedad secreta absolutista: ‘Federación de Realistas Puros’, tal vez; o mejor, ‘El Ángel Exterminador’. La firma misteriosa del secretario (Fr. M. del S.º S.º) parecía apuntar a una sociedad secreta.
Sea como fuere, no consta que los realistas, ni puros ni mixtos, denunciaran ni repudiaran de inmediato aquel texto tan provocador.
Descalificaciones fuera, salta a la vista en el documento la chapuza ortográfica y léxica, junto con un mensaje inteligente y directo, sin concesión a la retórica al uso. El punto doctrinal más interesante es el principio de la ‘doble legitimidad’: la de origen y la de ejercicio. Fernando mantiene la primera, pero ha perdido la segunda. Esto justifica la opción ‘carlista’, pero de rebote sanciona la sublevación liberal de 1820, repudiada por los realistas de todo pelo.
He traído aquí extractos del documento por su curiosidad, y porque (dejando pendiente la cuestión de su autoría y la explicación de su lenguaje incorrecto) la mayoría de historiadores lo relacionan con toda una serie de mini alzamientos populares de signo ultra realista, hasta cuajar en uno de mayor alcance y consecuencia trágica: la ‘Revuelta de los agraviados’ en Cataluña (1827)
(Concluirá)
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[1] Uno de los enemigos más acérrimos del Santo Tribunal fue el hebraísta catalán Antonio Puigblanch (1775-1841), de Mataró, que ya durante las Cortes de Cádiz y bajo el seudónimo de Natanael Jomtob había publicado La Inquisición sin máscara (Cádiz, 1811). Obra polémica, pero documentada, que valió a este ex seminarista liberal el destierro a Londres. Allí la refunde y aparece traducida al inglés, con el nombre del autor (1816, 2 tomos). Vuelto a España en el trienio liberal, Puigblanch se significa como diputado exaltado, y en 1823 se exilia de nuevo para siempre.
Genial, fascinante, Querido Profesor Belosticalle Ha merecido la pena la larga espera.
ResponderEliminarEso sí, por favor, no tarde lo mismo con la continuación, que yo al menos, estoy deseando leerla...
¡Por Favor y Muchas Gracias !
ResponderEliminarQuerido Don Belosti, otra vez voy con retraso, pero es que necesito tiempo para leer tranquilamente sus escritos, que no son para devorar sino para paladear (como me ha gustado eso de “diciendo no ser de su real ánimo –vamos, que no le daba la real gana–“)
¡Cuántas faltas en el Manifiesto! Se ve que estos Realistas Puros no tenían la ortografía al nivel de su pureza. O sí, quién sabe.
En estos momentos en que también nuestro país se encuentra en eminente peligro, que actuales parecen las palabras el Duque de Angulema: “Toda estupidez posible se hará realidad”. Espero impaciente la siguiente entrada.
Querida doña Viejecita, amigo Navarth:
ResponderEliminarGracias por su aliento, muy necesario para llevar a término esta investigación. Nada del otro mundo, y sin mayor dificultad para cualquier historiador; pero de mucho compromiso para mí, en la maraña de material que voy desbrozando, para no meter mucho la pata en terreno movedizo.
La historia del XIX es tan importante para nuestro hoy como enrevesada, por la sobreabundancia de testimonios partidistas e interesados, con más pasión y opinión que información objetiva. Algo semejante ocurre con los papas del Renacimiento, donde es casi imposible dar con fuentes limpias y serenas.
Tenía que tener acabado el tema, y ahora me veo en apuro para guardar mi compromiso de rematarlo en una segunda entrada de longitud razonable.
Espero compensar su paciencia y la de los demás lectores con otro artículo más divertido, a modo de estrambote. Queden ustedes con Dios.
Querido Profesor Belosticalle
ResponderEliminar¡ ¿ Más divertido ? !
Más entretenido, instructivo y fascinante, a la par que fácil de leer, imposible.
Si con una segunda parte no es suficiente, sería estupendo que lo prolongara en dos, o en tres, o en las partes que a usted le parecieran. Cuantas más, mejor...
Fascinante es decir poco. Y que mentes preclaras como el duque de Angulema o Chateaubriand se metieran en semejante fregado tiene algunas circunstancias atenuantes (aparte de su recogida de velas posterior). Angulema era el marido de la la hija de Luis XVI y María Antonieta, superviviente de los horrores revolucionarios, prisionera con sus padres y hermano en el Temple. Y Chateubriand, testigo de los desmanes criminales de la caída de la Bastilla. Ambos vivieron en la encrucijada del fin del "Ancien Régime" con el inevitable orden nuevo. Y ambos metieron la garlopa hasta el fondo con el que usaba paletó, según la melopea popular.
ResponderEliminarEstas crónicas deberían de estudiarse en la carrera universitaria de Historia.