lunes, 11 de junio de 2012

Historias de balneario



        En Puzol, cualquier esquina puede dar una sorpresa. Ya según se entra por la Puerta de Nápoles, bajo aquel feísimo arco de ladrillo, hay un minimuseo de lápidas colgadas a derecha e izquierda. La más notable sin duda es la que hizo grabar don Pedro Antonio de Aragón (1666), virrey en nombre de Carlos II de España. Allí, en letra clásica apretada, se ofrece a la curiosidad del motorista o el camionero que circula a todo gas la lista completa en latín de los veinte baños termales que había entonces entre Puzol y Bayas, con la situación y virtudes curativas de cada uno:

«El primer baño es el de Cantarello, cerca de las Tres Columnas: su agua cura úlceras y fístulas, seca catarros, corta flujos de sangre, es buena para la artritis, hace salir el hierro clavado y los huesos astillados, y en todo menester presta el servicio de un cirujano.
El segundo es el de Fontana, al lado de Cantarello: produce  sueño, suelta el vientre, multiplica la leche, hace a los niños pequeños soporosos, suprime la arcada, ablanda toda dureza, purga los riñones, expulsa la arenilla, abre la vejiga…»

Los catálogos de los baños bayanos se remontaban a época romana. No era sólo publicidad. La industria en sí tenía sus altibajos y eclipses, mientras las propias fuentes sufrían cambios en aquella zona geológica tan activa.  Entrado el siglo XVI, el sistema se mantenía más o menos. Hasta el 29 de septiembre de 1538, cuando tras una noche tremenda, al amanecer los vecinos no reconocían el paisaje. Un Monte Nuevo de ceniza había sepultado la aldea de Tripérgole, y una decena  de baños habían desaparecido.

La inscripción del virrey responde a los esfuerzos del gobierno español por rehabilitar la ‘Terra di Lavoro’ –como se llamaba por extensión a los Campos Flegreos–, un país arruinado y desmoralizado. El mismo don Antonio había encargado a su médico Sebastián Bartolo la búsqueda de los manantiales perdidos y nombró una comisión para la restauración de los baños puzolanos [1].

Cultura balnearia
El romano imperial ‘de libro’ –el de cine no tanto– hacía vida muy acuática, siendo los pudientes más anfibios que los sapos, dicha sea retoricando lo justo. Así no es de extrañar que desarrollaran una cultura balnearia para el bienestar, la higiene y la terapia. Con el Imperio, Roma dicta al mundo tributos, orden, derecho, lengua, red viaria y baños.
Plinio Segundo en su Historia Natural no olvida el elemento húmedo. El libro XXXI, en efecto, trata de ‘Hidroterapia y maravillas de las aguas’. Lo abrimos, y de buenas a primeras nos lleva al golfo de Bayas (31, 2),
  
«donde más que en parte alguna son ricas y de vario remedio: sulfurosas, aluminosas, salinas, nitradas, bituminosas, ácido-salinosas.  Algunas benefician también por el vapor, con tanta fuerza que calientan los baños, y las hay que hacen hervir el agua fría en las tinas… »

Lugares de placer o descanso, también de retiro y estudio. Por ejemplo, allí tuvo Cicerón (ib., 3)

«la notable quinta, según se va del lago Averno a Puzol, sobre la costa, muy conocida por el pórtico y bosque, la que él llamaba ‘Academia’… Allí a la entrada, a poco de morir él brotaron fuentes calientes de lo más saludable para los ojos…»

¿Con que la salud? Pues mucho ojo, que entramos en un mentidero:

«En la misma Campania, las Aguas de Sinuesa [2] curan a las mujeres la esterilidad y a los varones la locura… Fuentes que te ponen moreno, o al contrario, aclaran la piel; aguas crecepelo…»

Lavarse, beber, a menudo ni se distingue porque iba junto. Había fuentes para todo, incluso por parejas de contrarios: el ‘Recuerdo’ y el ‘Olvido’, vecinas  en el templo de Trofonio [3]; fuentes de la risa y el llanto, del amor y del desamor. Para ganar coeficiente intelectual, nada como Cesco, en Cilicia. ¿Que abusaste de Cesco hasta pasarte de listo? Mal hecho, pero en fin, tiene arreglo: en la isla de Ceos [4] está el manantial de la Tontuna. La hidromanía debía de ser bastante común, algo que también se vio en tiempos de nuestros abuelos, cuando estuvo de moda tomar las aguas.
A todo esto, los romanos llamaban y escribían balneum, aunque la gente lo pronunciaba baneum o banium, más parecido a nuestro baño [5]. La palabra pasaba por préstamo griego (balaneîon), aunque nadie sabía el significado. ‘Quitapenas’, según una etimología de oído: en griego, bállo, expulsar, y anía, tristeza [6].
  
Bañarse en la Edad Media
El Cristianismo fue ambiguo frente al baño. El bautismo no era otra cosa, un baño absoluto. Pero quizá por eso mismo, un san Antón en Egipto decidió que ese único baño era suficiente, y desde que se metió monje no volvió a lavarse. 

Cierta moral ascética, partiendo de que todo lo agradable, o es pecado, o es ocasión de pecar, miraba de través las delicias del sentido. La única dispensa era la salud. Aguas que antes fueron paganas, ahora, bajo el patronato de San Juan Bautista y otros titulares, eran benditas, salutíferas y hasta milagrosas.
La Europa Medieval todavía goza para muchos de la reputación de guarra. Fama injusta, al menos por comparación con la Edad Moderna, si no confundimos oler a limpio con envolverse en perfumes.
El caso es que en el siglo XI la zona de Bayas-Puzol aún revivía cierto esplendor balneario de los viejos tiempos, en parte sobre las mismas termas destartaladas. Una clientela mixta de nobles y plebeyos, con fuerte olor de multitud popular, acude a las aguas, a título de medicina.
¿Título real, o colorado? La tapadera curativa era el expediente para allanar las reservas del clero frente a unos establecimientos catalogados  a renglón seguido de los burdeles. Cuya vecindad y conexión con los baños tampoco era rara, como en casi todos los grandes centros de peregrinaje mercantil,  sanitario o devoto.
Además, Bayas siempre tuvo mala fama.  Allí, según Marcial, la más formal  de las matronas llegaba Penélope y volvía Elena [7]. Al pobre Propercio, sólo imaginar a su novia Cintia de vacaciones sin él por aquellas playas le ponía malo [8].
La caída del Imperio dejó estas costas a merced de piratas, saqueadores e invasores: bárbaros, griegos, sarracenos, normandos..., gente nueva.  Reminiscencias confusas crean leyendas en cada rincón de aquel mundo insólito. La imagen de Virgilio y un recuerdo vago de la ‘Academia’ de Cicerón se solapan en la figura medieval de Virgilio el Mago, que en una cripta de Posílipo abre escuela de ocultismo.
A este mago Virgilio le colgó la fantasía popular todas las obras grandiosas de ingeniería, túneles, canales, acueductos, la Piscina Admirable de Bácoli. La enorme Gruta de comunicación con Nápoles la abrió él solo, en una noche. Virgilio habría sido en realidad el primer patrono y protector de esta ciudad. Para ella levantó el Castillo del Huevo, a modo de talismán. Para ella fundió en bronce una mosca colosal, y se acabaron las moscas en Parténope, tal vez por la misma magia que impedía a las aves sobrevolar el Averno. Virgilio fue también y sobre todo el artífice de toda la vasta red termal y de los balnearios [9].
Las mismas historias, cada gente se las guisaba en su cocina. Así, en relación con la famosa Gruta, el viajero judío navarro Benjamín de Tudela (1130-1173) no sabe nada de Virgilio. Lo que a él le cuentan sus correligionarios es que fue «obra de Rómulo, primer rey de los romanos, para esconderse por miedo del rey David y de Joab, general de su ejército».  Y de Puzol –«que en otro tiempo se llamó Sorrento (¡!)»– recuerda (siempre ignorando a Virgilio)

«una fuente donde hay un aceite  que llaman petróleo…, como también termas naturales medicinales muy solicitadas por los enfermos, en especial por los lombardos, que suelen acudir en temporada de verano» [10].
  
Pero el buen Virgilio no se contentó con levantar aquellos establecimientos  de utilidad pública, también ideo la primera guía hidroterápica. Elijo, entre muchos testigos, la Crónica Partenopea (siglo XIV) [11]:

«En el baño principal, llamado Trítola, había talladas y esculpidas unas imágenes, que con la mano señalaban cada enfermedad, según el miembro al que apuntaban: una a la cabeza, otra al pecho, otra al estómago, otra al vientre, otra a la cosa (sic) y la otra a los pies. Y sobre las cabezas, letreros también esculpidos, designando los baños útiles a dichas enfermedades. Todo ello hecho con sutil artificio y magisterio, de modo que los pobres enfermos, sin ayuda ni consejo de médicos,–los que sin caridad exigen que se les pague–pudiesen por sí solos encontrar remedio.»

La última frase aludía sin nombrarlos a los dos santos patronos de la profesión médica, Cosme y Damián, llamados en Oriente los anárgiros, porque curaban gratis. Prosigue la Crónica:

«Aquella solución para los enfermos pobres, colmó la paciencia de los médicos de Salerno, que una noche viajando por mar rompieron aquellas figuras y letreros que les quitaban ganancia. Pero llevaron su merecido, porque de vuelta a Salerno, sorprendidos por una tempestad, dieron al través entre Capri y la Minerva, ahogándose todos menos uno, para testimonio de la justicia divina.»

Esta tradición, poco fiable, nos recuerda que ya por el siglo XI-XII tuvo su apogeo la célebre Escuela Médica de Salerno. Una escuela que seguramente tuvo poco que temer de las termas puzolanas. Allí precisamente, hacia 1200-1220, trabajaba Pedro de Éboli, autor de páginas en prosa y verso muy positivas sobre Los Baños de Puzol.
La obra iba dedicada a Federico II de Suabia (Hohenstaufen). Y si la idea era interesar al emperador germánico, el hecho es que Federico visitó los baños en 1227. Si lo hizo como enfermo real, o enfermo imaginario (para excusar el compromiso de la cruzada a Tierra Santa), o simplemente por fastidiar al clero, no consta. Federico (1194-1250), personaje mítico y mitificado, refinado, culto y polígloto, ortodoxo y descreído, fue una paradoja viviente.  ‘Pasmo del mundo’ (Stupor mundi) le llamaron; ‘Sol del mundo’, según el de Éboli. En todo caso, Pedro, aunque clérigo tonsurado, era un gibelino, como demuestra otro poema suyo perdido, en honor de Federico I Barbarroja.
El poema Los Baños  va describiendo cada estación y sus indicaciones como lo haría cualquier directorio. Como metro usa una estancia o estrofa a base de cuaderna vía + pareado endecasílabo. No es de extrañar, pues, que aquel volgare a nosotros nos suene al coetáneo Mío Cid, a Berceo o a Juan Ruiz, el Arcipreste:

Intre tucti le opere,                 Dio è sempre laudando,
Massemamente o’ l’omini      no’ po[n], per sé operando:
Ciò è dove ne mancano          l’arte de medecando,
Et sole l’acque sanano,           per sua virtù lavando:
     Ad alma & corpo la summa vertute,
     Per acqua, ne conduce onne salute.


En la infancia del Purgatorio

Decimum nonum est Sudatorium Tritoli in monte excavatum…

Esta frase de la lápida de Aragón recoge la distinción entre baño o lavatorio y estufa o sudatorio. El poema describe así la que ya en su tiempo se llamaba Estufa de San Germán:







La primo bagno dicese             Sudaturo per nomo:
Grande profiecto venende     de chella parva domo,
Però cha multo sudance,        se ‘nce demura l’omo.
Ora te voglio dicere,               quan’ è utile & como:
      Un laco stai aloco da vicino,
      De rane et de serpenti multo plino.

El lago de Agnano, correspondiente a un cráter aparecido no se sabe bien cuándo, y que en efecto estuvo lleno de culebras y ranas, terminó convertido en foco de paludismo y se drenó en 1870. Lástima, porque fue una de las estaciones obligadas del Grand Tour; como también fue otro de mis fantasmas juveniles, por la famosa Gruta del Perro. Sin embargo, en nuestro viaje reciente evitamos como la peste este paraje, desnaturalizado por la industria hotelera. En su lugar, probamos en la Solfatara un sudatorio moderno  para dar una idea.
La mayoría de los baños de Puzol terminaron tomando nombres santorales. Este de San Germán viene de un obispo de Capua y una experiencia que tuvo muy curiosa. El papa san Gregorio el Grande la aprovechó para su colección de historias  de ultratumba, que son como el nacimiento y primeros vagidos del Purgatorio. Más o menos, dice así [12]:

Pues señor, que a la muerte de Anastasio II (498) la elección de papa estuvo difícil. Dividida Roma en dos bandos, la parte más sana eligió papa a san Símaco en Letrán, mientras los rivales alzaban en Santa María la Mayor al arcipreste Lorenzo. Un cisma. La cosa se enconó, y aun hechas las paces, todavía hubo gente incluso buena que no daba el brazo a torcer. 
 Pasados los años, olvidado ya todo aquello, ocurrió que el obispo Germán de Capua, por enfermedad, hubo de  visitar Agnano, donde las termas romanas todavía estaban en pie. A la entrada del sudatorio, un empleado o bañero en túnica corta de esclavo atendía a la clientela. 
Hechos los ojos a la penumbra y al vapor, el obispo por poco se muere del susto al reconocer al hombre:
– ¡Pascasio!...
– El mismo, señor. ¿Habéis podido reconocerme, con esta pinta?
– No puede ser. ¡Pero si te moriste hace mucho! Por cierto, todos te tienen por santo.
En efecto, el diácono Pascasio, hombre pío y limosnero, autor también de excelentes libros, había muerto en olor de santidad.
– Sí, pero como vos sabéis, yo fui partidario de Lorenzo, y lo que vos  ignoráis, perseveré obstinado hasta la muerte. Por eso en castigo me han destinado aquí; y lo mismo que vos vais a sudar los malos humores del cuerpo, yo he de seguir sudando el alma, hasta que purgue mi pecado.

¿Bonita historia? Pues otro día decimos algo de Salerno y su Escuela de Medicina.
____________________________________ 

[1] Cfr. S. Bartolo,  Breve ragguaglio de' Bagni di PozzuoloNapoli, 1667. El mismo:Thermologia Aragonia. Neapolis, 1679, 2 tomos (en latín). Tomo 1º y tomo 2º.
[2] Hoy un yacimiento en término de Mondragón, en la Campania.
[3] En Livadia, Beocia.
[4] De nombre moderno Kea (Cea).
[5] La forma baneum está acreditada por una inscripción de Pompeya.
[6] La recordó San Agustín donde dice que al perder inesperadamente a su madre Mónica, tras un funeral sin lágrimas buscó alivio en el baño, porque «había oído que en griego balaneîon significa ‘quitapenas’» Confesiones, IX, 11, 32.  
[7] «Levina en castidad no cede a las antiguas sabinas, y si su hombre es tétrico, ella lo es más. Pero ¡ah!, chapuzón en el lago Lucrino, zambullida en el Averno, del agua fría pasa a la templada del litoral bayano, y tostándose al sol brota la llama. Total, que Levina se ha fugado con un joven, plantando al marido. Vino Penélope, se va Elena.» (Libro 1, 62).
[8] Libro 1, 11, vv. 27-30:
Tu modo quam primum corruptas desere Baias:
         multis ista dabunt litora discidium,
litora quae fuerant castis inimica puellis:
         a pereant Baiae, crimen amoris, aquae!
[9] Cfr. W. Milberg, MirabiliaVirgiliana. En Frid. Franke (ed.), Memoriam Anniversariam Scholae Regiae Afranae. Misenae, 1867; pp. 2-40.
[10] «Un betún que flota en el agua y llaman petróleo». Arias Montano traduce o transcribe así el hebreo פיטרוליו , mejor que otros vitriolum. Cfr. Itinerarium Beniamini Tvdelensis. Ex Hebraico Latinum factum, Benedicto de Aria Montano interprete. Amberes, Plantin, 1575, p. 22. Massa'ôth shel Rabbi Benyamîn / Itinerarium D. Beniaminiscum versione et notis Constantini L’Empereur ab Oppyck. Leiden, Elzevir, 1633, pág. 15.
[11] Erasmo Pèrcopo, I Bagni di Pozzuoli. Poemetto napolitano del sec. XIV. Napoli, 1887; cap. 26, p. 135.
[12] S. Gregorio Magno, Diálogos, libro 4, cap. 40 (El alma del diácono Pascasio); PL 77: 396-397. 





6 comentarios:

  1. Pues, querido BELOSTI, si no se ha visto la película de Luis Berlanga, "Los jueves, milagro", se la recomiendo. El Balneario retratado en esa pieza (la más censurada de la historia del cine hispano) es antológico.

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  2. Maestro D. Belosticalle:

    El Sr. Gatito y yo hemos coincidido en la misma imagen evocadora. Lo que yo no sabía es que había sido la más censurada de la historia del cine español.

    En lo referente a su entrada, no diré nada que no le haya dicho ya. Instruir deleitando. Como de costumbre. Muchísimas gracias.

    Le sigo con gran interés.

    Un abrazo.

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  3. La verdad, no, nunca he tenido la oportunidad de ver esa película, que yo tenía catalogada –ahora entiendo por qué– como obra menor de Berlanga. Conocía el argumento, y ahora con esto me hago una idea de la realización.

    Lo de la censura en aquel entonces no era noticia («haberse autocensurado como Dios manda»); el sistema tenía sus códigos, sus convenciones, algo digno de estudio más profundo que los anecdotarios, como el de Alberto Gil (‘La censura cinematográfica en España’, 2009).

    Mucha gente ya no tiene ni idea de cómo funcionaba aquello. «El régimen de Franco abolió la libertad de expresión»: simplismos o simplezas de ese tenor dan lástima, desconocen las venas de humorismo que corrían sueltas, entre berrinches y quebraderos de cabeza. Desde luego, me río de los ‘Cristos cocinados’ a lo Krahe y bobadas así.

    El caso de ‘Los jueves, milagro’ produjo, además, una de las cotas más excelsas del humorismo mundial, me atrevo a decir, cuando Luis Berlanga intenta en vano nada menos que asociar el nombre de su censor a la autoría del filme:

    «Con la película terminada, le pedí al abogado Fernando Vizcaíno Casas que en los créditos de la película también apareciera “el reverendo padre Garau” junto a mi nombre y al de Colina, pero no lo consiguió. Una pena.»

    Un acto de justicia, después de todo, pues el dominico había escrito lo suyo, 30 folios o más. Para encontrar una anécdota de humor parecido hay que remontarse a otra censura española, la del siglo XVI bajo Felipe II, con los papeles invertidos (un laico censor de un eclesiástico), cuando Esteban de Garibay recuerda:

    «No pude excusar de ver, corregir y limar el ‘Descubrimiento y navegación de la China’, en que trabajé más que su autor Bernardino de Escalante, clérigo, y la aprobé después en Madrid en 15 de julio del año de 1577. Pero tampoco guardó él la censura puntual, como se ve por lo impreso».

    (Garibay, Discurso de mi vida, libro 3, tít. 23; ed. J. Moya, Bilbao, 1999, p. 196).

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  4. Como de costumbre, una delicia. A la que se añaden, como postre suculento, estos comentarios sobre la censura. Un abrazo.

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  5. Gracias, Navarth. Los comentarios tienen eso de bueno, abrir digresiones y perspectivas. Los detractores de doña Censura hemos de ser objetivo y generosos en reconocer a tan odiosa dama su mecenazgo involuntario del humorismo. Y como veo que el tema le agrada, déjeme dedicarle una curiosidad poco conocida.

    En los Césares de Suetonio (‘Augusto’, 11), aparece esta línea, a primera vista enigmática: «intercedió para que nada se constituyese para inhibir la licencia de los testamentos». Un galimatías. Hasta que uno lo entiende y suelta la carcajada. Por lo visto, algún ciudadano cabreado aprovechó ese adios a la vida llamado testamento para despacharse a gusto contra Augusto. Y como en Roma los testamentos eran inviolables, cundió la moda de la licencia testamentaria. Imagínese, el ‘testamento-pasquín’, todo un género literario.

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  6. Qué bueno Don BELOSTI. Y no es mal consuelo saber que uno abandona el mundo poniendo de chupa de dómine a sus gobernantes.

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