miércoles, 20 de junio de 2012

‘Al Rey de los Ingleses…’

  

       A mis amigos y amigos entre sí, Félix GOÑI, cantor y médico como Alfano de Salerno, y Juan Luis INCHAUSTI, jurisconsulto y maestro de cata, compañero de viaje en la jornada salernitana


No hace falta excusa para conocer Salerno. Una vez conocido, en cambio –hablo por mí–, puede que haga falta algún motivo para volver. 
Si se llega a Salerno por tren, como nosotros, lo mejor que puede hacerse es ir de la Estación  directamente al Pennello, el muelle turístico, y desde allí con un vistazo entender la ciudad. A la izquierda, la parte antigua, la vieja Salerno recostada con holgura al pie de la montaña, dominada por la fortaleza inexpugnable de Roberto de Altavilla, el Guiscardo (o Astuto, h. 1015-1085).
El pensamiento volará entonces al tiempo de las conquistas normandas, y al complicado sistema feudal, que por una parte ayudo a poner orden en un mundo destrozado por razias de vikingos, magiares, sarracenos…, pero a la vez permitía el cambio de lealtades y, en definitiva, otra forma de desequilibro. El estado de Salerno, después de los lombardos, recomienza (1076) como una aventura personal ajustada al orden nuevo.
El feudalismo fue un sistema contractual sobre protectorados (feudos) que se hicieron hereditarios con distintos nombres jerárquicos: reinos, principados, ducados, señoríos... La cúspide teórica era el rey, y más en teoría aún el emperador.
Siendo el contrato feudal voluntario, el de más arriba (señor) no podía fiarse demasiado de los de abajo (vasallos), máxime coexistiendo otro poder universal, con facultad divina de atar y desatar toda clase de nudos.
El instrumento jurídico que la monarquía discurrió para sacralizar y amarrar lealtades fue la investidura. Inobjetable en principio («todo poder viene de Dios»), de hecho tocaba también a los señoríos eclesiásticos, que por definición no eran hereditarios, de modo que a cada fallecimiento del obispo, el rey o su lugarteniente confería al sucesor la investidura. Investir un príncipe seglar a un obispo, a un clérigo en general, chocaba de frente con el nuevo orden de la Iglesia, instaurado por el papa Gregorio VII (1073-1085). Quien justo aquí, en Salerno, desterrado de Roma,  dio su última batalla por su reforma gregoriana, otro de mis atractivos para la visita.
Homo medicus
Como biólogo o biologastro, mi interés por Salerno se debía sobre todo a su Escuela de Medicina. La he mencionado a propósito de los baños de Bayas/Puzol, donde me permití una ironía venial sobre el virtuosismo de la hidroterapia antigua, casi una división de la magia. Esta vez la ironía tendría que ser mortal de necesidad, si toca emprenderla con los matasanos.
Reírse de los médicos y de su ciencia ha sido una constante histórica, hasta que vino la Seguridad Social y no cobran por recetar. «¿Qué saben éstos?»: hace unas  décadas esa pregunta se oía hasta en las salas de espera de las urgencias.
Quitando una minoría de pacientes adeptos incondicionales a la clase médica, los demás mayormente han ido a la consulta mermados por el dolor, el terror o la angustia. Y ya se sabe, los más cobardes suelen ser los que luego, pasado el susto, hablan de los médicos como de charlatanes [1]. Además, qué caramba, leamos:

       Medicaster
Fingit se medicus quivis idiota, prophanus,
Iudaeus, monachus, histrio, rasor, anus,
sicuti Alchemista Medicus fit aut Saponista,
aut balneator, falsarius aut oculista.
Hic dum lucra quaerit, virtus in arte perit.

       El medicastro
Médico se finge cualquier mostrenco o profano,
monje, judío, histrión, barbero, vieja o anciano;
el alquimista el primero, lo mismo que el jabonero,
hasta el bañero, o el impostor anteojero:
todos por la guita, el Arte al fin periclita

        ¿Qué versos son estos? Un poco de paciencia, que pronto lo hemos de ver.

Hoy nos preguntamos cómo fue posible la Medicina en la Edad Media, qué clase de terapia pudo cultivarse en Montpellier, en Bolonia, Padua o Salerno.
Es como si el coche te deja tirado y lo pones en manos de un tipo que no tiene ni idea de lo que hay debajo del capó. O quizá peor, que conociendo la estructura de bielas, engranajes y émbolos, tiene de la mecánica un concepto mágico-metafísico, a base de corrientes simpáticas y antipáticas, en relación con el ying-yang y los influjos planetarios.
El avance del siglo XVI consiste en descubrir la ‘fábrica’ del cuerpo humano, intuyendo a la vez lo que tiene de ‘máquina’. Mas no impidió a la especulación seguir dándole vueltas al macrocosmos/microcosmos y otras fantasías, mientras las facultades médicas ponen la Astrología judiciaria como asignatura obligatoria, de modo que los que entonces se llamaban físicos nunca fueron más metafísicos.
Y no lo digo por los médicos de Molière, explicando el efecto del opio por su ‘virtud dormitiva’, un chiste de teatro. Todavía hoy no se toma del todo en serio la psiquiatría –no digamos el psicoanálisis–; y de las medicinas alternativas, homeopatía y todo eso, ni hablar.
Con todo, la medicina funcionaba. Siempre funcionó. Si el animal tiene instinto médico, algo nos toca también a los humanos: homo medicus. El médico antiguo, el sanador, era ante todo un psicólogo empático, sagaz y con vocación de ayudar.
Por ahí vamos bien. A partir de ahí, casi todo lo malo que pueda decirse de aquella medicina era ajeno al propio médico. Era el peaje de prejuicios y errores acumulados como ganga cultural. Como en cualquier gremio, sólo que en éste se nota más, por la desproporción entre el fin y los medios...

En estos considerandos iba yo por Salerno, camino de la catedral, que de milagro no me perdí de los compañeros, gracias a ser la Via dei Mercanti tan recta y tan estrecha. ¿Qué quedaría de aquella famosa Escuela? Algún anfiteatro anatómico, una sala de hospital, un aula, un estuche quirúrgico, cualquier cosa me habría interesado.
Cuando he aquí que la calleja se ensancha en el Larghetto San Gregorio. Allí, a mano derecha, está la antigua iglesita de San Gregorio Magno como nueva, enjalbegada al estilo del barrio. Ya no es un templo. Se anuncia como  ‘Museo Virtual de la Escuela de Medicina de Salerno’. ¡Tan chiquito!... ¿Qué puede caber ahí?
El título ‘virtual’ respondía a la pregunta: «nada». Por lo demás, la presentación es ingeniosa, atractiva. Miniaturas de códices que se animan, que hablan y gesticulan para dar idea de cómo operaba aquella medicina. Bien está, pero la verdad, para eso no es menester moverse de casa. 

Medicina en Salerno
La Escuela Médica de Salerno tuvo de particular su origen monástico, filial de Monte Casino. De hecho, la propia catedral, consagrada por Hildebrando (san Gregorio VII, 1084), sería réplica de la abacial casinense del abad Desiderio (1058-1087).
Todavía en los siglos IX-X el cultivo de la medicina o la herboristería no registra nombres de monjes en Occidente. A partir de ahí sí, pero también se les prohibe la profesión médica de forma reiterada, como si en algunas partes se desafiara la medida, hasta fulminar la excomunión Honorio III (1217-1227).
Ahora bien, eso se refería al clero regular y al ejercicio profesional remunerado, lo mismo que la práctica forense civil, según el Concilio de Letrán II (1139):  «Los monjes y canónigos regulares no estudien leyes temporales (Derecho Civil) ni medicina gratia lucri temporalis». Por lo demás, Muratori comentando la Crónica de Monte Casino da fe del cultivo de la medicina incluso entre el alto clero [2].
Según eso, Umberto Eco imagina bien, en su gran monasterio, códices médicos iluminados, o la oficina de fray Severino de Sankt Wendel, el herbolario. Y ya que he mentado El nombre de la rosa, recordemos que el asesinato monástico medieval con veneno está rigurosamente documentado [3]
Fuera de esa relación con Casino, del origen de la Escuela no hay noticia. En su lugar se forjó una leyenda fundacional con cuatro actores: un rabino judío, un árabe, un griego y, como jefe, un latino, el epónimo Salerno. Bonita alusión a la simbiosis de culturas  favorecida en las Dos Sicilias bajo el dominio sarraceno y continuada bajo el régimen normando, luego por Federico II de Suabia [4].
Sin embargo, esa presencia judía no la confirma Benjamín de Tudela, que en su visita a Salerno conoce la Escuela Médica ‘cristiana’ y una gran aljama hebrea de 600 familias, pero ningún médico, mientras que en la vecina Amalfi una veintena de judíos cuenta con uno [5].
Entre los primeros maestros de Salerno figura Alfano (m. 1085), excelente  cantor y médico, abad de San Benito y promovido más tarde a obispo de la ciudad. Desde luego, no fue ni con mucho el único clérigo en la escuela. Esa circunstancia explicaría el poco interés de los salernitanos clásicos por la anatomía y la hidroterapia. Esto último a su vez daría base a la leyenda del ataque de los médicos salernitanos a las instalaciones balnearias de Puzol. Y aunque ya conocemos la obra sobre ‘Los baños puteolanos’, su atribución al salernitano Pedro de Éboli no es segura.
Paradójicamente, la propia idiosincrasia clerical pudo haber favorecido la promoción de matronas al magisterio, para ocuparse de la ginecología; como aquella contemporánea de Alfano, Trótula, autora de una ‘Patología femenina pre y postpuerperal’ . Es significativo que esa obra médica, alias la ‘Trótula mayor’, tuvo como apéndice o ‘Trótula menor’ una ‘Cosmética’ [6].
En fin, no se trata aquí de pasar lista de los maestros de Salerno, sus saberes y escritos; el misterioso Constantino el Africano, el maestro Cofón, el célebre valenciano Arnaldo de Villanova, Pedro de Éboli o al archiconocido Juan de Prócida, el cerebro de las Vísperas Sicilianas (30 de marzo 1282).


       El ‘Regimen sanitatis’, Flor de la Medicina de Salerno


Conozcamos al menos la obra más popular que produjo aquella escuela: la ‘Flor de Medicina’ (Flos Medicinae Scholae Salernitanae). Un poema a base de aforismos, que con el tiempo se fue ampliando aquí y allá, de modo que si la primera edición impresa (1479) sólo constaba de 362 versos, en la última ese número se había multiplicado por diez. Los versos son hexámetros latinos, en gran parte leoninos, –de rima interna entre ambos hemistiquios–, pero otras veces la rima es externa, en pareados, o el verso es libre. Al meterse manus sucesivas, el resultado quedó chapucero.
Dar la doctrina en versos mejor o peor rimados fue un recurso didáctico  muy común en la Edad Media, también para estudiar la gramática, la dialéctica, el derecho  y en general cualquier asignatura. No exagero: durante siglos, muchos médicos se han ganado el pan sin más conocimiento teórico que los versos de la Medicina de Salerno aprendidos de memoria.
Consta de 10 secciones o partes, con un prólogo y un epílogo.
Partes: 1. Higiene. 2. Materia médica. 3. Anatomía. 4. Fisiología. 5. Etiología. 6. Semiótica. 7. Patología. 8. Terapéutica. 9. Nosología. 10. Arte médica.
Es, pues, todo un compendio médico, aunque su interés y enfoque se centra en la Dietética o Régimen  (Regimen sanitatis es otro título de la obra), por aquello de que más vale prevenir que curar.

El prólogo es un dedicatoria que sin preámbulo entra en materia:

Anglorum Regi scribit Schola tota Salerni.
            
¿Qué rey era ése? Quien quiera que fuese, el chauvinismo galo no lo aguantó, y algunos manuscritos franceses lo cambiaron por Francorum Regi. ¿Carlomagno? Muy descarado el anacronismo.  Felipe Augusto, en cambio  resulta tardío [7]. El candidato tradicional y más votado es Roberto Duque de Normandía, el hijo de Guillermo I el Conquistador, que pasó por la consulta de Salerno en 1100. 

Dejémoslo así, «Rey de los Ingleses»:

Al Rey de los Ingleses escribió la Escuela de Salerno en pleno:
Si te importa tu salud, si deseas vivir sano, 
deja las procupaciones y prohíbete el enfado,
tasa el vino, cena poco, no tengas por vano
tras yantar moverte, evita el sueño meridiano,
no te aguantes la meada, ni aprietes con fuerza el ano.

Vaya, la primera en la frente. Con que ahora resulta que la siesta es mala (somnum fuge meridianum), esto nos suena de algo: el peligrosísimo ‘demonio meridiano’ (Salmo 90: 6). Y qué casualidad, prescindible siempre, la siesta no hace mal en los meses en -us (ianuarius, februarius etc.), pero en los meses frescos y fríos, los en -er (september a december), es francamente dañina. 
A este poema pertenece la receta famosa:

Sex horas dormire sat est iuvenique senique,
septem do pigris, nemini conceditur octo.

(Dormir seis horas le basta al joven y al viejo;
siete para el vago, pero ocho a nadie le dejo)

Higiene. La escuela de Salerno recomienda lavarse por la mañan, en ayunas, y los ojos con agua muy fría. Lavarse las manos a menudo evita enfermedades [9]. En cuanto a los baños, atención:

«En días de ayuno, con dolor de cabeza o de ojos, con fiebre, úlcera o llaga, con el vientre lleno y en los calores del verano, fuera baños. No importa que el mal sea leve, por ahí se empieza. Si te sientes mal, mejor que no te bañes. »


El sexo (machista, por supuesto) también cuenta para la higiene: 

Carmina laetificant animum, persaepe iocosa
femina: iucundam cole, desere litigiosam:
saepe tibi vestis novitas sit especiosa,
interdumque thoro sit amica tibi generosa...

(Los cantares alegran el ánimo, y la frecuente compañía femenina. Corteja a la risueña, planta a la peleona.  Estrena a menudo ropa elegante, y de vez en cuando comparte lecho con amiga complaciente.)

Pero no, no todo el monte es orégano, la oreja clerical asoma aquí o allá, en moralinas, sexo bien reglado, más alguna franquicia escatológica:


Mingere cum bombis res est saluberrima lombis.

«Mear seis veces al día, hacerlo sin interrupción», acaba de decir, y ahora añade que mejor con efectos sonoros, para bien de la riñonera. ¿Algo más?

Prolongat vitam coitus moderamine factus
quibus sit licitus; e contra, valde nocivus.

(El coito moderado alarga la vida a quienes les es lícito; de lo contrario, es muy dañino.)

Legitimam venerem cole.  Si male captum amorem
prosequeris vetitum,  formidans munera foeda.
Ut sis certa salus, sit tibi nulla venus;
ut sis certa venus, praesto tibi sit liquor unus,
quo veretrum et nymphae prius et vagina laventur.
Lotio por coitum nova fecerit hunc fore tutum;
tunc quoque si mingas, apte servabis urethras.

(Da culto a la Venus legítima. Si mal te enamoras / y faltas al deber, cuidado con los regalos desagradables / Para salud segura, nada de sexo. / Para sexo seguro, ten a mano agua limpia, / y asea antes la verga, ninfas y vagina. / Y tras el coito, nueva loción para seguridad. / Buen momento también para mear, y así mantén el miembro en condiciones.)

«La peor forma de acostarse a dormir es la supina; / boca abajo ayuda a la tos, pero daña los ojos; /lo mejor es de lado, a ser posible del derecho». En los internados masculinos siempre se miró mal dormir boca arriba, así como meter los brazos bajo la sábana. Que es precisamente lo que se suele hacer en invierno, con grave peligro de topar con el ‘diablejo del mediodía’ . Decididamente, esto tuvo que salir de algún convento. Adelante:

Quatuor ex vento veniunt in ventre retento :
spasmus, hydrops, colica, vertigo, quatuor ista.
  
(Pedo retenido, cuatro males siempre ha traído:
espasmo, mareo, cólico, ascitis, eso veo.)

A todo esto, el guarda del ‘Museo’ nos avisa que es hora de cerrar. Hagamos, pues, una última cata. Pero que no sea de orina, por favor,  que acabamos de ver a un galeno paladeando pis de enfermo como si fuese vino de marca. Veamos… ¿Qué tal andaban de anatomía aquellos doctores? Porque en Salerno no se practicó la disección de cadáveres humanos… Pero huesos al menos sí que verían. Según eso, nuestra pregunta será facilita: A ver, ¿Cuántos huesos componen el esqueleto humano?
       La miniatura del Códice Angélico en el ‘Museo Virtual’ se anima, nos encara, y responde de carrerilla:

Ossibus ex denis bis centenisque novenis
constant homo ; denis bis dentibus et duodenis,
Ex tricenis decies sex quinque venis.

Os, nervus, vena, caro, cartilago, corda,
pelli et axungia tibi sunt simplicia membra:
hepar, fel, stomachus, caput, splen, pes, manus et cor,
Matrix et renes et vesica sunt officialia membra.

(El hombre consta de 219 huesos, 32 dientes, 365 venas. Los miembros simples son: hueso, nervio, vena, músculo, cartílago, tendón, piel y enjundia. Los miembros funcionales son: hígado, vesícula biliar, estómago, cabeza, bazo, pie, mano, corazón, matriz, riñones y vejiga.)

       Ahí queda eso. Ahora sí, cerramos el Códice salernitano. Y como todo se pega, las infecciones y también los sonsonetes leoninos, uno de los visitantes lo ha cerrado con broche de hojalata y sale  del Museo recitando:   
               Vayase al infierno tu ‘Flor de Medicina’,  Salerno.
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[1] Muy diferente es la cirugía. El cirujano, el dentista, practicante, sangrador, algebrista, comadrona, siempre han sido vistos como técnicos en su especialidad, y juzgados por su pericia en ella, al margen de su ciencia médica.
[2] Concilio de Letrán II (1139), c. 9.; en G. de Rives, Epitome Canonum Conciliorum. Lugduni, 1663, pág. 313. A. Muratori, Rerum Italicarum Scriptores, t. 4 (Milán, 1728), pág. 309, nota 4, a León de Ostia, Cronicón Casinense, 1, 33.
[3] Por ejemplo, el Cronicón Monástico de Farfa refiere con todo detalle como el abad Ratfredo murió envenenado por una pareja de monjes desalmados, uno de ellos experto en medicina (en Mabillón, Anales de la Orden de San Benito, l.43, n. 74; Paris, 1706, t. 3: 431).
 [4] Federico fundó la Universidad de Nápoles (1224) y años después dio carácter oficial a la Escuela de Salerno; pero el nivel de facultad (Studium) no lo tuvo hasta su hijo y sucesor Conrado IV (I de Sicilia, 1252), o ya en la dinastía siguiente, bajo Carlos de Anjou (Studium Generale, 1280). Por otra parte, la Escuela fue suprimida de hecho por el rey napoleónico intruso Joaquín Murat, en 1811.
[5] Benjamín de Tudela, Masa‘oth/Itinerarium, Leiden, Elzevir, 1633,pág. 16.
«Salerno, donde los cristiano [lit. los Bney Edom, Hijos de Edom, Idumeos] tienen una Escuela de Médicos. Allí moran 600 judíos, cuyos sabios son R. Judá ben R. Isaac… De allí media jornada a Amalfi, donde hay una veintena de judíos, entre ellos el médico Hannanel…»
 [6] Salvatore de Renzi, Collectio Salernitana, 5 tomos, Nápoles 1853-1859. La ‘Trótula mayor’ es el poema también llamado De secretis mulierum, publicado por Renzi,t. 4, pp. 1-24; seguido de la ‘Trótula minor’, en Renzi Liber de Ornatu mulierum, ib. pp. 25-38. (No confundir este De secretis mulierum con el homónimo apócrifo de Alberto Magno.) Sobre Trótula, el mismo Renzi, Storia documentata della Scuola Medica di Salerno. 2ª ed., Nápoles, 1857,  p. 389
[8] De san Bernardo se cuenta una anécdota humillante para los médicos de Salerno, en particular porque juega con el tan recomendado aseo de manos. Incapaces de curar a cierto personaje de mucha cuenta, el santo que se hallaba en la ciudad acudió a la cabecera del enfermo, se lavó las manos como ellos hacían y le hizo beber el agua de la jofaina. La historia figura en la Vida de S. Bernardo compilada por Mabillón (AA. SS. Augusti IV, día 20, col. 291). En francés, Vie de St. Bernard, libro 2 (por Arnaldo de Bonneval), cap. 7 ; en M. Guizot, Mémoires relatifs à l’Histoire de France, t.10, Paris, 1825, p. 299.





lunes, 11 de junio de 2012

Historias de balneario



        En Puzol, cualquier esquina puede dar una sorpresa. Ya según se entra por la Puerta de Nápoles, bajo aquel feísimo arco de ladrillo, hay un minimuseo de lápidas colgadas a derecha e izquierda. La más notable sin duda es la que hizo grabar don Pedro Antonio de Aragón (1666), virrey en nombre de Carlos II de España. Allí, en letra clásica apretada, se ofrece a la curiosidad del motorista o el camionero que circula a todo gas la lista completa en latín de los veinte baños termales que había entonces entre Puzol y Bayas, con la situación y virtudes curativas de cada uno:

«El primer baño es el de Cantarello, cerca de las Tres Columnas: su agua cura úlceras y fístulas, seca catarros, corta flujos de sangre, es buena para la artritis, hace salir el hierro clavado y los huesos astillados, y en todo menester presta el servicio de un cirujano.
El segundo es el de Fontana, al lado de Cantarello: produce  sueño, suelta el vientre, multiplica la leche, hace a los niños pequeños soporosos, suprime la arcada, ablanda toda dureza, purga los riñones, expulsa la arenilla, abre la vejiga…»

Los catálogos de los baños bayanos se remontaban a época romana. No era sólo publicidad. La industria en sí tenía sus altibajos y eclipses, mientras las propias fuentes sufrían cambios en aquella zona geológica tan activa.  Entrado el siglo XVI, el sistema se mantenía más o menos. Hasta el 29 de septiembre de 1538, cuando tras una noche tremenda, al amanecer los vecinos no reconocían el paisaje. Un Monte Nuevo de ceniza había sepultado la aldea de Tripérgole, y una decena  de baños habían desaparecido.

La inscripción del virrey responde a los esfuerzos del gobierno español por rehabilitar la ‘Terra di Lavoro’ –como se llamaba por extensión a los Campos Flegreos–, un país arruinado y desmoralizado. El mismo don Antonio había encargado a su médico Sebastián Bartolo la búsqueda de los manantiales perdidos y nombró una comisión para la restauración de los baños puzolanos [1].

Cultura balnearia
El romano imperial ‘de libro’ –el de cine no tanto– hacía vida muy acuática, siendo los pudientes más anfibios que los sapos, dicha sea retoricando lo justo. Así no es de extrañar que desarrollaran una cultura balnearia para el bienestar, la higiene y la terapia. Con el Imperio, Roma dicta al mundo tributos, orden, derecho, lengua, red viaria y baños.
Plinio Segundo en su Historia Natural no olvida el elemento húmedo. El libro XXXI, en efecto, trata de ‘Hidroterapia y maravillas de las aguas’. Lo abrimos, y de buenas a primeras nos lleva al golfo de Bayas (31, 2),
  
«donde más que en parte alguna son ricas y de vario remedio: sulfurosas, aluminosas, salinas, nitradas, bituminosas, ácido-salinosas.  Algunas benefician también por el vapor, con tanta fuerza que calientan los baños, y las hay que hacen hervir el agua fría en las tinas… »

Lugares de placer o descanso, también de retiro y estudio. Por ejemplo, allí tuvo Cicerón (ib., 3)

«la notable quinta, según se va del lago Averno a Puzol, sobre la costa, muy conocida por el pórtico y bosque, la que él llamaba ‘Academia’… Allí a la entrada, a poco de morir él brotaron fuentes calientes de lo más saludable para los ojos…»

¿Con que la salud? Pues mucho ojo, que entramos en un mentidero:

«En la misma Campania, las Aguas de Sinuesa [2] curan a las mujeres la esterilidad y a los varones la locura… Fuentes que te ponen moreno, o al contrario, aclaran la piel; aguas crecepelo…»

Lavarse, beber, a menudo ni se distingue porque iba junto. Había fuentes para todo, incluso por parejas de contrarios: el ‘Recuerdo’ y el ‘Olvido’, vecinas  en el templo de Trofonio [3]; fuentes de la risa y el llanto, del amor y del desamor. Para ganar coeficiente intelectual, nada como Cesco, en Cilicia. ¿Que abusaste de Cesco hasta pasarte de listo? Mal hecho, pero en fin, tiene arreglo: en la isla de Ceos [4] está el manantial de la Tontuna. La hidromanía debía de ser bastante común, algo que también se vio en tiempos de nuestros abuelos, cuando estuvo de moda tomar las aguas.
A todo esto, los romanos llamaban y escribían balneum, aunque la gente lo pronunciaba baneum o banium, más parecido a nuestro baño [5]. La palabra pasaba por préstamo griego (balaneîon), aunque nadie sabía el significado. ‘Quitapenas’, según una etimología de oído: en griego, bállo, expulsar, y anía, tristeza [6].
  
Bañarse en la Edad Media
El Cristianismo fue ambiguo frente al baño. El bautismo no era otra cosa, un baño absoluto. Pero quizá por eso mismo, un san Antón en Egipto decidió que ese único baño era suficiente, y desde que se metió monje no volvió a lavarse. 

Cierta moral ascética, partiendo de que todo lo agradable, o es pecado, o es ocasión de pecar, miraba de través las delicias del sentido. La única dispensa era la salud. Aguas que antes fueron paganas, ahora, bajo el patronato de San Juan Bautista y otros titulares, eran benditas, salutíferas y hasta milagrosas.
La Europa Medieval todavía goza para muchos de la reputación de guarra. Fama injusta, al menos por comparación con la Edad Moderna, si no confundimos oler a limpio con envolverse en perfumes.
El caso es que en el siglo XI la zona de Bayas-Puzol aún revivía cierto esplendor balneario de los viejos tiempos, en parte sobre las mismas termas destartaladas. Una clientela mixta de nobles y plebeyos, con fuerte olor de multitud popular, acude a las aguas, a título de medicina.
¿Título real, o colorado? La tapadera curativa era el expediente para allanar las reservas del clero frente a unos establecimientos catalogados  a renglón seguido de los burdeles. Cuya vecindad y conexión con los baños tampoco era rara, como en casi todos los grandes centros de peregrinaje mercantil,  sanitario o devoto.
Además, Bayas siempre tuvo mala fama.  Allí, según Marcial, la más formal  de las matronas llegaba Penélope y volvía Elena [7]. Al pobre Propercio, sólo imaginar a su novia Cintia de vacaciones sin él por aquellas playas le ponía malo [8].
La caída del Imperio dejó estas costas a merced de piratas, saqueadores e invasores: bárbaros, griegos, sarracenos, normandos..., gente nueva.  Reminiscencias confusas crean leyendas en cada rincón de aquel mundo insólito. La imagen de Virgilio y un recuerdo vago de la ‘Academia’ de Cicerón se solapan en la figura medieval de Virgilio el Mago, que en una cripta de Posílipo abre escuela de ocultismo.
A este mago Virgilio le colgó la fantasía popular todas las obras grandiosas de ingeniería, túneles, canales, acueductos, la Piscina Admirable de Bácoli. La enorme Gruta de comunicación con Nápoles la abrió él solo, en una noche. Virgilio habría sido en realidad el primer patrono y protector de esta ciudad. Para ella levantó el Castillo del Huevo, a modo de talismán. Para ella fundió en bronce una mosca colosal, y se acabaron las moscas en Parténope, tal vez por la misma magia que impedía a las aves sobrevolar el Averno. Virgilio fue también y sobre todo el artífice de toda la vasta red termal y de los balnearios [9].
Las mismas historias, cada gente se las guisaba en su cocina. Así, en relación con la famosa Gruta, el viajero judío navarro Benjamín de Tudela (1130-1173) no sabe nada de Virgilio. Lo que a él le cuentan sus correligionarios es que fue «obra de Rómulo, primer rey de los romanos, para esconderse por miedo del rey David y de Joab, general de su ejército».  Y de Puzol –«que en otro tiempo se llamó Sorrento (¡!)»– recuerda (siempre ignorando a Virgilio)

«una fuente donde hay un aceite  que llaman petróleo…, como también termas naturales medicinales muy solicitadas por los enfermos, en especial por los lombardos, que suelen acudir en temporada de verano» [10].
  
Pero el buen Virgilio no se contentó con levantar aquellos establecimientos  de utilidad pública, también ideo la primera guía hidroterápica. Elijo, entre muchos testigos, la Crónica Partenopea (siglo XIV) [11]:

«En el baño principal, llamado Trítola, había talladas y esculpidas unas imágenes, que con la mano señalaban cada enfermedad, según el miembro al que apuntaban: una a la cabeza, otra al pecho, otra al estómago, otra al vientre, otra a la cosa (sic) y la otra a los pies. Y sobre las cabezas, letreros también esculpidos, designando los baños útiles a dichas enfermedades. Todo ello hecho con sutil artificio y magisterio, de modo que los pobres enfermos, sin ayuda ni consejo de médicos,–los que sin caridad exigen que se les pague–pudiesen por sí solos encontrar remedio.»

La última frase aludía sin nombrarlos a los dos santos patronos de la profesión médica, Cosme y Damián, llamados en Oriente los anárgiros, porque curaban gratis. Prosigue la Crónica:

«Aquella solución para los enfermos pobres, colmó la paciencia de los médicos de Salerno, que una noche viajando por mar rompieron aquellas figuras y letreros que les quitaban ganancia. Pero llevaron su merecido, porque de vuelta a Salerno, sorprendidos por una tempestad, dieron al través entre Capri y la Minerva, ahogándose todos menos uno, para testimonio de la justicia divina.»

Esta tradición, poco fiable, nos recuerda que ya por el siglo XI-XII tuvo su apogeo la célebre Escuela Médica de Salerno. Una escuela que seguramente tuvo poco que temer de las termas puzolanas. Allí precisamente, hacia 1200-1220, trabajaba Pedro de Éboli, autor de páginas en prosa y verso muy positivas sobre Los Baños de Puzol.
La obra iba dedicada a Federico II de Suabia (Hohenstaufen). Y si la idea era interesar al emperador germánico, el hecho es que Federico visitó los baños en 1227. Si lo hizo como enfermo real, o enfermo imaginario (para excusar el compromiso de la cruzada a Tierra Santa), o simplemente por fastidiar al clero, no consta. Federico (1194-1250), personaje mítico y mitificado, refinado, culto y polígloto, ortodoxo y descreído, fue una paradoja viviente.  ‘Pasmo del mundo’ (Stupor mundi) le llamaron; ‘Sol del mundo’, según el de Éboli. En todo caso, Pedro, aunque clérigo tonsurado, era un gibelino, como demuestra otro poema suyo perdido, en honor de Federico I Barbarroja.
El poema Los Baños  va describiendo cada estación y sus indicaciones como lo haría cualquier directorio. Como metro usa una estancia o estrofa a base de cuaderna vía + pareado endecasílabo. No es de extrañar, pues, que aquel volgare a nosotros nos suene al coetáneo Mío Cid, a Berceo o a Juan Ruiz, el Arcipreste:

Intre tucti le opere,                 Dio è sempre laudando,
Massemamente o’ l’omini      no’ po[n], per sé operando:
Ciò è dove ne mancano          l’arte de medecando,
Et sole l’acque sanano,           per sua virtù lavando:
     Ad alma & corpo la summa vertute,
     Per acqua, ne conduce onne salute.


En la infancia del Purgatorio

Decimum nonum est Sudatorium Tritoli in monte excavatum…

Esta frase de la lápida de Aragón recoge la distinción entre baño o lavatorio y estufa o sudatorio. El poema describe así la que ya en su tiempo se llamaba Estufa de San Germán:







La primo bagno dicese             Sudaturo per nomo:
Grande profiecto venende     de chella parva domo,
Però cha multo sudance,        se ‘nce demura l’omo.
Ora te voglio dicere,               quan’ è utile & como:
      Un laco stai aloco da vicino,
      De rane et de serpenti multo plino.

El lago de Agnano, correspondiente a un cráter aparecido no se sabe bien cuándo, y que en efecto estuvo lleno de culebras y ranas, terminó convertido en foco de paludismo y se drenó en 1870. Lástima, porque fue una de las estaciones obligadas del Grand Tour; como también fue otro de mis fantasmas juveniles, por la famosa Gruta del Perro. Sin embargo, en nuestro viaje reciente evitamos como la peste este paraje, desnaturalizado por la industria hotelera. En su lugar, probamos en la Solfatara un sudatorio moderno  para dar una idea.
La mayoría de los baños de Puzol terminaron tomando nombres santorales. Este de San Germán viene de un obispo de Capua y una experiencia que tuvo muy curiosa. El papa san Gregorio el Grande la aprovechó para su colección de historias  de ultratumba, que son como el nacimiento y primeros vagidos del Purgatorio. Más o menos, dice así [12]:

Pues señor, que a la muerte de Anastasio II (498) la elección de papa estuvo difícil. Dividida Roma en dos bandos, la parte más sana eligió papa a san Símaco en Letrán, mientras los rivales alzaban en Santa María la Mayor al arcipreste Lorenzo. Un cisma. La cosa se enconó, y aun hechas las paces, todavía hubo gente incluso buena que no daba el brazo a torcer. 
 Pasados los años, olvidado ya todo aquello, ocurrió que el obispo Germán de Capua, por enfermedad, hubo de  visitar Agnano, donde las termas romanas todavía estaban en pie. A la entrada del sudatorio, un empleado o bañero en túnica corta de esclavo atendía a la clientela. 
Hechos los ojos a la penumbra y al vapor, el obispo por poco se muere del susto al reconocer al hombre:
– ¡Pascasio!...
– El mismo, señor. ¿Habéis podido reconocerme, con esta pinta?
– No puede ser. ¡Pero si te moriste hace mucho! Por cierto, todos te tienen por santo.
En efecto, el diácono Pascasio, hombre pío y limosnero, autor también de excelentes libros, había muerto en olor de santidad.
– Sí, pero como vos sabéis, yo fui partidario de Lorenzo, y lo que vos  ignoráis, perseveré obstinado hasta la muerte. Por eso en castigo me han destinado aquí; y lo mismo que vos vais a sudar los malos humores del cuerpo, yo he de seguir sudando el alma, hasta que purgue mi pecado.

¿Bonita historia? Pues otro día decimos algo de Salerno y su Escuela de Medicina.
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[1] Cfr. S. Bartolo,  Breve ragguaglio de' Bagni di PozzuoloNapoli, 1667. El mismo:Thermologia Aragonia. Neapolis, 1679, 2 tomos (en latín). Tomo 1º y tomo 2º.
[2] Hoy un yacimiento en término de Mondragón, en la Campania.
[3] En Livadia, Beocia.
[4] De nombre moderno Kea (Cea).
[5] La forma baneum está acreditada por una inscripción de Pompeya.
[6] La recordó San Agustín donde dice que al perder inesperadamente a su madre Mónica, tras un funeral sin lágrimas buscó alivio en el baño, porque «había oído que en griego balaneîon significa ‘quitapenas’» Confesiones, IX, 11, 32.  
[7] «Levina en castidad no cede a las antiguas sabinas, y si su hombre es tétrico, ella lo es más. Pero ¡ah!, chapuzón en el lago Lucrino, zambullida en el Averno, del agua fría pasa a la templada del litoral bayano, y tostándose al sol brota la llama. Total, que Levina se ha fugado con un joven, plantando al marido. Vino Penélope, se va Elena.» (Libro 1, 62).
[8] Libro 1, 11, vv. 27-30:
Tu modo quam primum corruptas desere Baias:
         multis ista dabunt litora discidium,
litora quae fuerant castis inimica puellis:
         a pereant Baiae, crimen amoris, aquae!
[9] Cfr. W. Milberg, MirabiliaVirgiliana. En Frid. Franke (ed.), Memoriam Anniversariam Scholae Regiae Afranae. Misenae, 1867; pp. 2-40.
[10] «Un betún que flota en el agua y llaman petróleo». Arias Montano traduce o transcribe así el hebreo פיטרוליו , mejor que otros vitriolum. Cfr. Itinerarium Beniamini Tvdelensis. Ex Hebraico Latinum factum, Benedicto de Aria Montano interprete. Amberes, Plantin, 1575, p. 22. Massa'ôth shel Rabbi Benyamîn / Itinerarium D. Beniaminiscum versione et notis Constantini L’Empereur ab Oppyck. Leiden, Elzevir, 1633, pág. 15.
[11] Erasmo Pèrcopo, I Bagni di Pozzuoli. Poemetto napolitano del sec. XIV. Napoli, 1887; cap. 26, p. 135.
[12] S. Gregorio Magno, Diálogos, libro 4, cap. 40 (El alma del diácono Pascasio); PL 77: 396-397. 





lunes, 4 de junio de 2012

Las Columnas de Serapis




Entre todas las fijaciones infantiles que recuerdo, una de las más tenaces y vivas ha sido la imagen de las Tres Columnas del Serapeo de Pozzuoli. La misma que Lyell adoptó como frontis de su obra magna, Principios de Geología (1830-1833, 3 tomos).
La tríada de monolitos de mármol cipolino claro con ancha banda oscura a media altura perforada por moluscos marinos está diciendo tres cosas: 1ª) esas piezas arqueológicas de hace 2.000 años siempre han estado de pie, 2ª) mientras el suelo con ellas descendía varios metros bajo el nivel del mar y tras largo tiempo volvía a subir, 3ª) moviéndose con la suavidad suficiente para no derribarlas.
Estas cosas aprendidas de niño marcan para toda la vida, y el ‘Templo de Serapis’ próximo a Nápoles entró en mi lista de las cosas que hay que ver. Por qué, no sabría explicarlo. Hoy diría que porque aquello entraba en la categoría de lo que los antiguos llamaron ‘paradojas’ (cosas raras), thaúmata o mirabilia: las ‘maravillas del mundo’. Las Maravillas del Mundo: precisamente era el título de mi primer álbum de cromos ‘Nestlé’, manoseado con fruición, aunque no recuerdo si las columnas  estaban allí.
Sorprendente en sí mismo este paraje geológico, despierta otra sorpresa mucho mayor: ¿cómo es que la Geología –palabra en uso desde principios del siglo XVII– no se hizo ciencia moderna hasta el siglo XIX ?[1]
Si para nuestro reloj biológico y vida breve era difícil hacernos a la idea del tiempo geológico, el mito cosmogónico y la ‘historia’ sagrada de la Biblia lo puso más difícil. Cierto que la Biblia habla de un cataclismo o diluvio universal, de una catástrofe ígnea que devoró la Pentápolis del Mar Muerto, de una parada del sol y la luna, incluso de un movimiento retrógrado de la sombra en algo parecido a un reloj de sol. Pero se trata de ‘milagros’ divinos, al margen de todo razonamiento crítico, analítico o predictivo.
La Geología nació y creció esclava doméstica de la Teología. Lo dijo Charles Lyell (un científico creyente), «los sistemas geológicos más populares en el siglo XVIII fueron de lo más ingenioso para ajustar los ‘hechos’ al relato de Moisés» (concordismo) [2]. Es una página patética, porque el gran geólogo la enfila contra Voltaire, quien por supuesto «was ignorant of the real state of the science», al margen de su mala fe, «bad faith». Y eso de la mala fe ajena lo escribía un hombre de ciencia que terminó haciéndose sus trampillas al solitario para salvar la suya.
Cuando el joven Darwin se embarca en el ‘Beagle’ (1831-1836), el capitán Fitz-Roy le invita a compartir su camarote. Allí en un anaquel de libros estaba el de Lyell, que para Darwin fue de cabecera todo el viaje, llevándole a conclusiones nada aceptables para los teólogos. Ante el evolucionismo darviniano, Lyell nadó y guardó la ropa: rechazó la teoría y siguió siendo conciliador respecto a unos relatos bíblicos que él creía revelados por Dios y auténticos «de Moisés».
Todavía en aquel tiempo mucha gente con ideas propias en Biología y Geología las publicaba en folletos anónimos [3]. Y eso en el Reino Unido, a donde no llegaba el brazo del Santo Oficio. Asombroso, porque ya en los siglos II-III los pensadores cristianos cultos, como Orígenes, al corriente de las teorías científicas de entonces, proponían para la Biblia sentidos místicos e interpretación alegórica. Frente a eso, la ortodoxia se decantó por tomar al pie de la letra lo que sólo eran mitos y leyendas. El resultado a la vista está.
De todas formas, incluso superado el obstáculo de la Cosmogonía mosaica y abordado el problema con nueva mentalidad, la ciencia geológica no dio el salto decisivo hasta que vino la ‘revelación/revolución’ de la deriva continental, el principio de isostasia y el modelo de la Tectónica de Placas.
Volviendo a nuestros Campos Flegreos, la inestabilidad de la zona se manifiesta también en surgencias hidrotermales explotadas desde los romanos. Este aspecto balneario quédese para otro día.

Plutón respira
Las columnas de Pozzuoli –una de ellas muy cinchada— pertenecen a la historia de la ciencia. La realidad del bradiseísmo o ‘terremoto lento’ era conocida allí desde muy antiguo, cuando se le atribuía significado religioso. Era como si el mundo de los muertos allá abajo palpitara, como si el pecho gigantesco de Plutón subiera y bajara en sosegado ritmo respiratorio.
La fase ascendente se acompañaba de retroceso de la línea de costa, apareciendo tierras de nadie. Este ir y venir del litoral surtía efecto jurídicos sobre la propiedad del suelo emergente. Así el 6 de octubre de 1503 los Reyes Católicos fallaron a favor de la universidad o comuna de Pozzuoli, atribuyéndole la propiedad del nuevo suelo con toda su raíz. Y pocos años después, en 1511, el virrey de Nápoles en nombre de Fernando de Aragón, como rey de las Dos Sicilias, amplia la concesión a «quoddam demaniale territorium mare desiccatum circum circa praefatam civitatem Puteolorum, in continenti eiusden situatum» (23 mayo 1511) [4].
No siempre fue todo tan tranquilo, también se han conocido aquí terremotos de los buenos y vulcanismo, como el que en el mismo siglo XVI originó de la noche a la mañana el levantamiento del cráter llamado Monte Nuevo (1538).
A todo esto, en 1749 alguien ‘descubre’, ocultas por los arbustos, la parte superior de tres columnas casi enterradas. Al punto los eruditos locales recordaron el lugar llamado ‘A las Tres Columnas’ por el cronista Juan Villani (siglo XVI), como también la Viña de las Tres Columnas, en otros documentos. Se ve que aquellos cipotes tan verticales y alineados siempre llamaron la atención. Pero nadie sabía lo que había debajo, hasta la excavación iniciada en 1750.
En los trabajos apareció una estatua de Júpiter/Serapis, así como un tholos o peristilo circular central. Por eso se llamó ‘Templo de Serapis’. Hoy se piensa que no hubo tal, sino que se trata de un macellum o mercado de comestibles. Toda la excavación se mantuvo totalmente en seco hasta finales de aquel siglo  XVIII, cuando empezó a ‘subir’ el nivel de agua.
Por supuesto, no había tal subida, sino que era el suelo el que bajaba. Y por lo visto no era la primera vez, aclarando así un enigma de la excavación, con dos pavimentos antiguos, uno encima de otro.
Otro enigma de las columnas –y del yacimiento en general– era la ancha banda oscura a media altura, con el ataque de los moluscos. Por entonces (1792) el geólogo y vulcanólogo ítalo-alemán Escipión Breislak entiende que esto último era efecto de una larga inmersión marina, la cual podía repetirse.
Con todo esto, más el volcanismo de la región, etc., este lugar cobró celebridad mundial como etapa del Grand Tour en los Campos Flegreos. Cierto que toda el área puzolana era deprimida y palúdica. Pero para eso estaba el optimista De Jorio, invitando al viaje turístico con cúmulo de razones: «las riquezas del suelo, la amenidad del clima, las vistas hermosas y pintorescas y la feliz tranquilidad producida por el Gobierno» [5]. Como gancho, un grabado basado en un dibujo de 1810 por el arqueólogo artista John Izard Midleton, donde el agua ya llegaba a las bases de las columnas, dando un toque romántico de lo más emotivo.

Peregrinos de la Ciencia
Pero ya no eran sólo turistas, todo geólogo con autoestima se hacía un deber de visitar el sitio. ¿Y quién era entonces geólogo? La distinción entre profesional y aficionado era harto difusa. El gran Lyell, sin ir más lejos, era un abogado converso. ¿Pues y Babbage? A Charles Babbage le conoce todo el mundo como  padre de la computación automática, inventor de la primera calculadora digital. Sin embargo, su biografía en mi edición de la Britannica (15ª edición, 1990) no dice ni palabra de su incursión en la geología puzolana; una falta que también se nota en la Wikipedia. Y eso que su opúsculo sobre el particular es una obrita tan rigurosa como elegante, y una joya bibliográfica [6]
Las Columnas del Templo de Serapis eran tres notarios mudos de un seísmo a cámara superlenta. Algo así como en Egipto los nilómetros, sólo que al revés: aquí el nivel del agua es el referente fijo, mientras el testigo se mueve. Los visitantes del siglo XIX comprobaban el hundimiento progresivo. Hoy en cambio el lugar arqueológico está en seco.
Entre los visitantes precoces hay que citar a nuestro valenciano Juan Vilanova y Piera, uno de los padres de la Geología y Paleontología española, quien celebra el gusto que tuvo de estar allí en 1825 [7].
Tres años después (1828) dos visitantes británicos se dejan caer por allí. Uno se llama Charles Lyell, el otro Charles Babbage. Los dos conocen al canónigo De Jorio y su monografía a caballo entre estudio arqueológico y guía turística.
Lyell está escribiendo su opus maius, que «en sucesivas ediciones será su principal fuente de ingresos a lo largo de su vida» –quién habló, el gran vendelibros, mi admirado y llorado Stephen Jay Gould–. Desde 1830 adapta el grabado de De Jorio (Principles, 1830), todavía con el agua a flor de suelo. Luego preferirá otra versión  más concisa y precisa, por Whitney Jocelyn Annin, que es la que contemplo en mi ejemplar de la 11ª edición (London, 1872) en 2 vols. Para entonces el agua ha subido.
Por su parte, a Babbage sus Observaciones le permiten deducir al menos tres episodios de deposición y subsidencias. Aunque el ensayo fue leído en 1834, el autor no lo publicó hasta 1847. Es interesantísimo, y a la vez muestra del temperamento de Babbage, un poco neurótico, yo diría. Así, comentando la Tabla 3, sobre ‘Expansión del granito  en función de la temperatura’, aprovecha para hacer publicidad del invento que le traída de cabeza, en estos términos (pág. 32):

«Esta tabla fue calculada por la Máquina Diferencial desde la primera línea, tomada obviamente del experimento. Obsérvese que los valores son siempre exactos hasta la última cifra, compensación realizada por la propia máquina. Dado que dicha máquina no ha sido enseñada a imprimir sus cálculos, la exactitud de la tabla se limita a la de una impresión cuidadosa.»

Para colmo, de las 3-42 páginas de texto, a partir de la 35 nos embarca en un viaje a… la Luna. A la Luna, sí, catapultados en un sorprendente Suplemento, sobre ‘Conjeturas tocante a la condición física de la superficie lunar’, donde de partida salimos con este  mal pie:

«Una lectura ocasional (perusal) de la explicación de Mr. Darwin para la formación de arrecifes de coral y de los atolones me llevó a comparar esas islas con aquellas montañas cónicas en forma de cráter que cubren la superficie de la luna; y creo que no podría encontrarse lugar mejor que éste para bosquejar las siguientes conjeturas… »

Fuera de eso, la edición es muy esmerada. La encuadernación en tela roja lleva estampado en oro un hierro de las Tres Columnas (ver abajo, [6]). Y el corte esquemático del yacimiento y del proceso geológico es sencillamente magistral, como puede verse:


Erupciones y erupciones
También el vulcanismo napolitano se puso de moda, en la pintura paisajística como en la ciencia. Así Lyell para otro tomo de su libro elige una vista de la bahía de Nápoles. Babbage, siempre a su aire, completará su ascensión al Vesubio con un descenso al cráter. Va tranquilo, porque antes se había entrenado metiéndose a ratos en un horno a la temperatura de ebullición del agua.
 Pero antes que ellos otro vulcanólogo se había hecho célebre por sus visitas a la zona vesubiana. Sir William Hamilton en 1764 dejó Inglaterra como embajador de su G. M. Británica en la Corte de Nápoles, hasta 1800. Allí se dio a sus dos pasiones volcánicas: la primera, en sentido literal, con hasta 65 ascensiones al Vesubio y varias monografías científicas sobre vulcanismo [8]. Su segunda pasión fue el coleccionismo arqueológico, no siempre de clara procedencia, que acumuló en su residencia de Posílipo, ‘Villa Emma’.
El nombre era un tributo al tercero de sus amores, bastante menos volcánico que los dichos: lady Emma Hamilton.
Emma Lyon –o como realmente se llamase–, de tumbo en tumbo había aparecido por Nápoles hacia 1783, primero como huésped de Sir William, luego como su amante y finalmente su esposa legítima (1791). En el ínterin, aquella deliciosa aventurera entretuvo a la buena sociedad napolitana con danzas de su invención. En ellas empleaba la mímica, remedando poses y actitudes de beldades antiguas, donde la gracia estaba en adivinar el personaje mimetizado.
El nuevo arte hizo furor, pues era de lo más napolitano. Y yo me pregunto hasta qué punto aquel espectáculo pudo influir en el interés posterior de De Jorio por la relación entre mímica y arqueología.
http://en.wikipedia.org/wiki/File:Cognocenti-Antique-Gillray.jpeg
Ya conocemos el genio travieso del canónigo. Y no es temerario suponer que mientras escribía las 30 páginas de su libro dedicadas a “le corna”, más de una vez se acordaría de sir Hamilton, que aparte de erupciones volcánicas y exploraciones por el Monte Nuovo, tuvo ocasión de experimentar otra doble erupción y excrecencia en su propia frente. Sólo dos años después de convertirse en Lady Hamilton, Emma conoce en Nápoles al gran almirante Nelson, etcétera, etcétera.


Y de aquí al fin del mundo
Si la Biblia nos ofrece una Cosmogonía relativamente serena, desde el «¡Haya luz! Y hubo luz», el fin del mundo en cambio se anuncia catastrófico. ¿Lo será? En mi tiempo impresionaba mucho una ‘muerte térmica del universo’, con base en la entropía; una muerte más bien dulce. 
Sin esperar tanto, y sin salirnos siquiera de los Campos Flegreos, recordemos que este círculo es en realidad un supervolcán, que según voces alarmistas amenaza a Italia y hasta a Europa entera.
Si esas voces dicen verdad, este Plutón que mueve el pecho arriba y abajo en sueño tranquilo podría despertar de repente, en una explosión tan grande que dejaría en ridículo al vecino Vesubio. Súper caldera Solfatara: por la regla de La Codorniz, si nos hemos reído con los cuernos de sir William, ahora toca temblar.
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[1] La palabra geología, ciencia o tratado de la Tierra, se atribuye a Ulises Aldrovandi (Bolonia, 1603), que en su testamento , al disponer de su biblioteca y museo, dice: «et anco la Giologia, ovvero deFossilibus» (G. Fantuzzi, Memorie della vita di Ulisse Aldrovandi, Bologna, Lelio dalla Volpe, 1774,  p. 81). Allí aparece por vez primera la tríada que compone la Historia Natural: Botanología, Zoología, Geología. 
Primera aparición de la palabra giologia
La forma ‘giología’ se explicaría por el iotacismo del griego moderno, donde la η de γη- (tierra, térreo) suena i; aunque no parece necesario, y en todo caso al griego moderno ha pasado γεωλογία, en correspondencia con las clásicas γεωγραφία, γεωμετρία, γεωργία etc. Cfr. Gian Battista Vai, “Aldrovandi’s Will: introducing the term ‘Geology’ in 1603 / Il Testamento di Ulisse Aldrovandi: l’introduzione della parola ‘Geologia’ nel 1603”; en G.B. Vai, W. Cavazza (eds.): Quatricentenario della parola geologia. Ulisse Aldrovandi 1603 Bologna. Bologna, Minerva, 2004,  pág. 73.
[2] Cfr. Lyell,  Principles, 6ª ed., vol. 1, pág. 97.
[3] Un ejemplo: Vestiges of the Natural History of Creation. London, John Churchill, 1844. Obra de Robert Chambers, con una continuación o Sequel igualmente anónima.
[4] A. de Jorio, ‘Ricerche sul Tempio di Serapide, in Puzzuoli’ (Napoli, 1820), p. 60.
[5] Guida di Puzzuoli e contorni. 2ª ed., Nápoli, Stamperia Reale, 1822, p. iij.
[6] Ch. Babbage, Observations on the Temple of Serapis at Pozzuoli near Naples. London, 1847, 42 pp., con ilustraciones y 2 láminas plegadas; encuadernación tela con plancha dorada (las Tres Columnas); impresión privada. Por ahí he visto un ejemplar en oferta al precio de $ 4,500.00.
[7] Juan Vilanova y Piera, Compendio de Geología. Madrid, 1872, pág. 60 (‘Templo o Termas de Serapis’). Para De Jorio era ambas cosas, un templo con una sala de baños, «donde el falso dios daba la salud a los que no les dejaba peor» (Ricerche, p. 68).