A primero de este mes recibí mensaje de un bloguero sobre el nuevo libro de Mario Vargas Llosa, El sueño del Celta, a punto de caramelo. Relato novelado sobre Roger Casement en el Congo de Leopoldo II. Atento a mis entradas de junio, El silencio de los moruecos, pensaba que podía interesarme.
Le respondí que, por supuesto, me interesa el tema en sí, pero mucho más de la pluma de Vargas Llosa. Ninguno de los dos –de los tres, me atrevo a decir, incluyendo a don Mario– conocíamos los designios de la Karolinska sobre el premio literario del 7 de octubre.
El Nobel a Vargas Llosa me ha traído recuerdos archivados y arrinconados que no tengo por qué ocultar y voy a clavarlos aquí. He empezado acordándome de que el primer premio literario importante de este autor fue el Biblioteca Breve 1962. Era un premio joven, en su cuarta edición. La primera la tuvo en 1958. Aquel primer Biblioteca Breve se falló en Sitges, a mediados de junio, con tres votos de cinco para Luis Goytisolo por Las Afueras. Hubo también un finalista.
El agraciado debía de estar sobre aviso, porque al punto compareció ante la prensa. El finalista en cambio no, porque era yo y estaba en París, ajeno al evento. La verdad, ni me había pasado por la cabeza que en un premio creado para descubrir y lanzar a escritores jóvenes iban a hacer caso de una novela escrita con seudónimo. Y así era, el autor de Cuarto menguante había decidido embozarse bajo un estrambótico alias, Helí Zagher. Sin ser un delincuente, mis motivos tenía entonces para esconderme.
Había escrito mi relato de un tirón, 350 páginas en cosa de un mes del verano de 1957, con mi querida Olympia (una máquina de escribir, no vayan a pensar), en que me había gastado todos mis ahorros.
Meses después se anunció la convocatoria de Seix-Barral. Saqué las copias en limpio, y una vez enviadas no volví a acordarme de la gloria literaria, absorto en la idea de pasar a Francia. Tomé el tren en Hendaya la misma noche que detuvieron a De Gaulle, como paso previo a su investidura y proclamación de la V República.
La primera noticia que volví a tener del Biblioteca Breve fue por mi padre. Me remitía desde Bilbao, junto con un recorte de prensa catalana, una carta de Carlos Barral comentándome el fallo. El sistema de votación eliminatorio me había perjudicado, pues sumando más votos en cada vuelta, la última me dejó en finalista. El jurado veía la novela impublicable tal cual, por la censura. Aun así, la idea era sacarla adelante, incluso proponerla para otro nuevo premio más proyectivo, creo que el Formentor.
Siempre estaré agradecido a tal señor, Carlos Barral, que sin conocerme de nada se tomó interés por mi escritura. Muy poco después, él mismo me enviaba a Sèvres el informe negativo de la censura: «novela… gravemente injuriosa para la Religión Católica» (¡!). Alucinante. Con desgana introduje unos pocos cambios, que no colaron, ni creo que era mi intención. Al mismo tiempo, Barral se ponía en contacto con editores franceses para algo tan insólito e improbable como publicar en traducción francesa un inédito español. Michel Chodkiewicz, de Éditions du Seuil, me visitó de parte suya en Versalles –yo estaba colocado en la (entonces) mítica ‘Ginette’– y se llevó mi copia, aunque le dije que estaba poco animado a correr albures políticos por la vía novelera.
En todo caso, es fácil de entender que por algunos años me interesaron los resultados de aquel premio, con los nombre de García Hortelano (1959), luego los finalistas sin ganador Juan Marsé y compañía (1960), después Caballero Bonald (1961) y el Vargas Llosa de La ciudad y los perros (1962). Para entonces yo había ajustado cuentas con mi veleidad literaria como novelista, y después sólo de forma muy esporádica he podido concentrarme en breves escrituras de ficción. Mis empleos me han pedido ajustar la escritura a realidades pedestres. De ahí me ha quedado cierto estilo notarial y una atrofia lamarckiana de imaginación, por desuso.
(Carlos Barral murió en 1989. Tras aquella correspondencia y despedida, nunca me decidí a escribirle, pensando visitarle algún día. El del Juicio ha de ser. Si le veo en aquel barullo le daré un abrazo, y quizá entonces me cuente las incidencias de aquel premio literario, y qué fue de mis originales nunca devueltos ni tampoco reclamados.)
Veinte años después no tuve más remedio que acordarme de mi novela. El microbiólogo Luis Egea Martínez, un colega de la Facultad con su despacho pegante al mío, era también un prohombre del resurrecto PSE-PSOE. Y como éramos amigos, le vine bien para hacer bulto en una presentación de su partido, en el Hotel Ercilla de Bilbao.
Llevaban de invitado estrella a Luis Goytisolo, y Egea no sólo tuvo la ocurrencia de presentarme a él como «tu finalista del Biblioteca Breve», sino que nos sentó juntitos en el mismo sofá, mientras empezaba o no el acto. No fue una buena idea. Al escritor le importó un bledo quién fuese yo, como le importaba un comino si su premio tuvo finalista. Y por otra parte, ¿cómo explicarle que este zote que tenía codo con codo no había leído Las afueras, ni nada suyo? ¿que con sinceridad lo había intentado, pero lo siento, no disfruto leyendo lo que me aburre? Para alivio de ambos –mío sobre todo–, la gente fue puntual, y tras un cuarto de hora de frígida antagonía nos evadimos del sofá, don Luis a la mesa, yo con el público.
Con Vargas Llosa supongo que sería algo distinto, entre otras cosas porque le leo, aunque no todo con igual interés. Su Conversación en la Catedral la tengo aparcada, pero oigan, es que la tengo en edición prologada por Lucía Echevarría, que es como echar un candado a la puerta del templo para que no entres.Siempre estaré agradecido a tal señor, Carlos Barral, que sin conocerme de nada se tomó interés por mi escritura. Muy poco después, él mismo me enviaba a Sèvres el informe negativo de la censura: «novela… gravemente injuriosa para la Religión Católica» (¡!). Alucinante. Con desgana introduje unos pocos cambios, que no colaron, ni creo que era mi intención. Al mismo tiempo, Barral se ponía en contacto con editores franceses para algo tan insólito e improbable como publicar en traducción francesa un inédito español. Michel Chodkiewicz, de Éditions du Seuil, me visitó de parte suya en Versalles –yo estaba colocado en la (entonces) mítica ‘Ginette’– y se llevó mi copia, aunque le dije que estaba poco animado a correr albures políticos por la vía novelera.
En todo caso, es fácil de entender que por algunos años me interesaron los resultados de aquel premio, con los nombre de García Hortelano (1959), luego los finalistas sin ganador Juan Marsé y compañía (1960), después Caballero Bonald (1961) y el Vargas Llosa de La ciudad y los perros (1962). Para entonces yo había ajustado cuentas con mi veleidad literaria como novelista, y después sólo de forma muy esporádica he podido concentrarme en breves escrituras de ficción. Mis empleos me han pedido ajustar la escritura a realidades pedestres. De ahí me ha quedado cierto estilo notarial y una atrofia lamarckiana de imaginación, por desuso.
(Carlos Barral murió en 1989. Tras aquella correspondencia y despedida, nunca me decidí a escribirle, pensando visitarle algún día. El del Juicio ha de ser. Si le veo en aquel barullo le daré un abrazo, y quizá entonces me cuente las incidencias de aquel premio literario, y qué fue de mis originales nunca devueltos ni tampoco reclamados.)
Veinte años después no tuve más remedio que acordarme de mi novela. El microbiólogo Luis Egea Martínez, un colega de la Facultad con su despacho pegante al mío, era también un prohombre del resurrecto PSE-PSOE. Y como éramos amigos, le vine bien para hacer bulto en una presentación de su partido, en el Hotel Ercilla de Bilbao.
Llevaban de invitado estrella a Luis Goytisolo, y Egea no sólo tuvo la ocurrencia de presentarme a él como «tu finalista del Biblioteca Breve», sino que nos sentó juntitos en el mismo sofá, mientras empezaba o no el acto. No fue una buena idea. Al escritor le importó un bledo quién fuese yo, como le importaba un comino si su premio tuvo finalista. Y por otra parte, ¿cómo explicarle que este zote que tenía codo con codo no había leído Las afueras, ni nada suyo? ¿que con sinceridad lo había intentado, pero lo siento, no disfruto leyendo lo que me aburre? Para alivio de ambos –mío sobre todo–, la gente fue puntual, y tras un cuarto de hora de frígida antagonía nos evadimos del sofá, don Luis a la mesa, yo con el público.
Ahora he aprovechado el Nobel de don Mario para leerle sus Travesuras de la niña mala. Una fábula maravillosa, que será tal vez algo autobiográfica respecto a él, pero respecto a mí la siento biográfica del todo por maravilla.
Todo cuanto acabo de confesar es rigurosamente cierto. De no serlo (qué más quisiera yo), sería prueba de que todavía puedo efabular. Y no, la fuente está seca, ya soy impotente irreversible para inventarme nada.
(Dedicado a Fumario, esforzado remero de la Argos.)
Su gran erudición, hace dificilísimo que se pueda tener la sensación de inventar algo nuevo, pues creo que cuanto más se sabe más difícil es descubrir pensamientos originales, pues casi todo está ya inventado.
ResponderEliminarEs quizás la consecución en la obtención de ese conocimiento lo que sea verdaderamente original y único, como una cadena de ADN, y aún más el punto de vista que se puede verter sobre cualquier tema. Es la forma de ver las "realidades" lo realmente interesante, desde mi punto de vista.
Gracias por compartir su experiencia.
Un saludo.
Siempre nos quedará Helí Zagher.
ResponderEliminarPor más que te guste fantasear con que escribes por ti y para ti solo, cualquier comentario ajeno te prueba lo contrario.
ResponderEliminarSiempre es grato ver dialogada la propia monserga, en especial cuando así resulta lo que Laslo dice: «experiencia compartida».