“De facto estamos bendiciendo el proceso de castellanización del país, proceso que recordemos está muy cerca de la limpieza étnica” [1].
Mira que han pasado días, y no se me va de la cabeza la frasecita de don Mikel Gorrotxategi, traída aquí por ‘Elefante de Guerra’.
No es ningún comentario de foro periodístico ni carta al director. Es lo que se lee en un trabajo pretendidamente técnico, sobre ‘normativización y normalización’ de topónimos en el ámbito de competencia de Euskaltzaindia, la Academia de la Lengua Vasca. El firmante es miembro activo de la misma, secretario de una Comisión oficial para la fijación onomástica. No es, por tanto, lo descosido del artículo lo único preocupante, sino tamaña responsabilidad encomendada a un irresponsable.
“Recordemos”. Debería ir entra comas, como inciso que es; pero vaya. Recordemos, ¿qué? Ha de ser algo de dominio común, algo que todos hemos conocido, como testigos, como pacientes, o quién sabe si como agentes de una limpieza étnica, o de algo que mucho se le parece: la castellanización del país.
¡Caramba con el euscal-zaino! Con razón criticaba nuestra remitente
“la profunda confianza con que el autor produce el ‘recordemos’, verbo que contiene una presuposición de existencia y de verdad… Recordar no es creer ni fabular; o recuerdas o no recuerdas, pero siempre obliga a asumir que su complemento es un hecho cierto, no admite juicio sobre él.”
A don Mikel le traiciona el subconsciente. Late aquí una excusa no pedida, justificando su labor censora, disfrazándola de reparación de un entuerto histórico: el archifamoso genocidio de lo vasco a manos de Castilla/España.
No se gradúa de cuerdo quien, por su misma regla, echa sobre sí la carga de probar que todo eso que afectadamente llama ‘normativización y normalización’ –el proceso euscaldunizador, en suma–no es limpieza étnica, en palabras de presente.
Y no venga con que hoy es distinto, porque se trata de cumplir lo emanado de un parlamento democrático. Es la mala fe del agravio inventado la que vicia una investigación nada inocente, cuya intencionalidad política ni se disimula.
‘Construcción nacional’, en ésas estamos. Este país no padece ningún caos toponímico. Por aquí no pasó ningún bárbaro poniéndolo todo patas arriba. La Historia ha seguido su curso normal, como en todas partes. Los barbaros han venido ahora, los tenemos encima, los inventores de identidad. Y cada loco con su tema, a unos les da por los símbolos, a otros por la fabulación histórica, o por los nombres verdaderos de las cosas. De todo tiene Euskaltzaindia, con la música esta de los topónimos, y ya vemos en qué manos pone el pandero.
Toponimia sagrada
La toponimia –la ciencia de los nombres de lugares– tiene su razón de ser, y hasta su estética, con otros alicientes; pero también defectos. Un mismo nombre para distintos lugares. Un mismo lugar con diferentes nombres. Y sobre todo, sobre todo, ningún nombre de lugar dice lo que más importa: dónde está.
Este fallo ya lo notaron los geógrafos antiguos, como el gran Tolomeo, que hizo lo que pudo por situar las ciudades por distancias y por grados. Pero algo tienen los topónimos, algún embrujo o maldición que los hace evasivos, mutantes y, lo que es más paradójico, viajeros, como las islas encantadas que engañaban a los marinos.
Hartos de perder batallas por culpa de la toponimia, los militares con muy buen acuerdo volvieron a Tolomeo, y hace mucho que fijan las posiciones por coordenadas, dejándose de topónimos, que en sus mapas sólo tienen función decorativa, mnemotécnica o literaria (para los partes de guerra).
Además, ¿cómo se llaman realmente los lugares? Preguntemos al pastor de turno por el nombre de ese arroyo, o de aquel cerro. La respuesta más probable será un cauto, “lo llaman”, o “le dicen así, aunque también asá”. El rústico sensato sabe que los lugares no tienen un ‘verdadero nombre’. Un euscal-dumb-berri, en cambio, jamás duda: el verdadero nombre de Bilbao es Bilbo, como Vitoria no es Vitoria, es Gasteiz.
Esta condición dogmática afecta incluso a gente con estudios, sin detenerse en los umbrales de Euskaltzaindia. Resulta que la Academia vasca ya publicó hace 32 años su primer nomenclátor toponímico. De entonces acá no ha dejado de pronunciarse en la materia, en lo que parece fijación obsesiva por ‘normalizar’ hasta el último rincón del territorio. Y bien sea porque se ha adelantado mucho en ello, o porque ha venido gente nueva más radical, el hecho es que en junio pasado aparecía en público un nuevo Euskal Herriko Udalen Izendegia (Nomenclátor de los Municipios del País Vasco / Nomenclature des Communes du Pays Basque). Entre los presentadores figuraba el Secretario de la Comisión Onomástica. El mismo caballero que tan bien se acuerda y nos invita a recordar cierta ‘limpieza étnica’.
Entendámonos. Nadie critica que una Academia limpie, fije y dé esplendor a la lengua de su competencia. El problema surge cuando la entidad vasca –que ya en su nombre incluye el lexema zain, expresivo de guardiana o custodia– confía el trabajo a quien, como Mikel Gorrotxategi, lo ve y lo entiende como contra-limpieza, expurgo y hasta revancha de algo que jamás debió haber ocurrido.
Porque, por otro lado, tampoco estamos ante una afición anticuaria, como se estiló en el Renacimiento y el Barroco. Anticuarios: eruditos y diletantes de antigüedades o ‘antiguallas’; palabra esta “sin el matiz peyorativo que ahora tiene”, según la autora de una bonita antología andaluza del género [2]. Tengo delante este libro, y por las muestras se ve cuán próximo a la mitología está el empeño de nuestra Academia, y a la vez cuán perversa es la intención de resucitar en clave nacionalista de hoy preocupaciones inocuas de antaño. Política era lo de entonces, por supuesto; como lo de ahora. Pero al menos aquella gente hacía cultura, literatura y divertimiento, algo muy fuera no sólo de la intención, sino del alcance de los polizontes de lo vasco.
Anticuarios, también aquí los ha habido –Jon Juaristi los diseca en Vestigios de Babel y otros ensayos–. Epígonos románticos mucho menos cultos y más pelmazos que aquellos clásicos. Pero al menos se les debe la buena intención de instruir y deleitar, cosa totalmente ajena a los autores del enemático Izandegia.
Y sin embargo, estos últimos tan modernos en ínfulas de filólogos, en cuanto a superstición y adanismo dan sopas con honda a aquellos eruditos. Adanismo viene de Adán, cuando desentumecido el muñeco de barro por el aliento divino, el Creador le presenta los animales del Edén para que los vaya nombrando; “y el nombre que Adán les puso, ese es su nombre”, dice el Génesis.
Dios santo, lo que se ha especulado con esta frase, y sobre la lengua del primer humano. Vascuence tal vez, por qué no. A aquel primer nomenclátor faunístico siguieron otros, siempre con el mismo misterio primordial, etimológico, de los nombres ‘verdaderos’.
Y en ello siguen los nuevos adanes, no sabiendo uno qué admirar más, si el empeño de los normalizadores o el papanatismo dócil de los normalizados. Tiene que ser heroico, dominando una lengua a la perfección, en vez de enriquecerla con joyas literarias, convertirla en papilla académica de nombres normativizados (¡?) y normalizados. Heroico, sí; aunque también es posible que esa restauración adamita de la Santa Euskal Herria colme la ambición intelectual de ciertas personas, máxime si es dando caña al maldito castellano.
Porque algo de eso hay, sin entrar en los criterios más o menos científicos que sirvan de coartada en la euscaldunización.
El otro día me fijé en la dirección de Euskaltzaindia, en el artículo de Gorrotxategi: Plaza Barria, 15, Bilbo. ‘Plaza Barria’ es la traducción correcta de Plaza Nueva. Sin embargo, como advertía sarcásticamente la citada ‘Elefante de Guerra’:
“Señor Belosticalle: me parece que es ‘Barria Emparantza’, téngalo en cuenta, no vaya a ser que diciendo ‘Plaza’ bendiga usted alguna limpieza étnica de esas para recordar.”
Enparantza (o emparantza, icluso emparanza), otra palabreja con miga. “Se documenta en autores meridionales desde finales del s. XIX; su éxito se debe sin duda a que se vio en él un buen sustituto de plaza.” Eso es lo que dice el Gran Diccionario de Euskaltzaindia, el Orotariko Euskal Hiztegia (6: 795).
Así que, para evitar el erderismo ‘plaza’, enparantza. ¿Sinónimos, por tanto? Pues va a ser que no. No es lo mismo plaza pública (plaza) que plaza fuerte (o enparantza); y por lo demás, tan castellano es lo uno como lo otro.
Es como ‘combinación’. Hay combinaciones, por ejemplo, para viajar de un punto a otro; y las hay también en el atuendo femenino. Traducir éstas por gonazpikoak (enaguas, literalmente ‘sofaldas’) puede pasar, bien entendido que gona (por saya) es préstamo romance. Disparate en cambio es esconder bajo las mismas faldas las combinaciones de trenes, como en la estación de Alsasua, donde se anunciaba a viajeras y viajeros la lista de gonazpikoak o enaguas, digo, combinaciones disponibles [3]
Pero a lo que importa; y lo que importa es que lo que se diga no recuerde al castellano, o no se note tanto el parecido. Así de simple.
Con la misma ingenuidad o frescura traza Gorrotxategi en su artículo algunas de sus directrices ‘normativizadoras’; como ésta, y acabo:
“Cuando la desaparición [¡?] ha sido por causas externas [sic, eufemismo por ‘limpieza étnica’] y no parece estar relacionada con la traducción… no parece una aberración traducir al euskera los nombres de nuevo cuño como La Arboleda / Zugaztieta, aunque no parece adecuado llevar este procedimiento a sus últimas consecuencias.
En este punto conviene recordar que este es el sistema que de un modo más o menos soterrado se ha seguido en otros lugares, donde la cercanía lingüística permite que este proceder sea más discreto, puesto que no es lo mismo poner vila en lugar de villa que hiri, y es más discreto poner El Poble Espanyol que Espainiar herria.” (pág. 146).
Con que, ya lo saben, discreción y palo al erdera. Y a disfrutar con el Nomenclátor que, a decir del Presidente de la Academia vasca, don Andrés Urrutia, es “de gran ayuda para todos aquellos profesionales que trabajan diariamente con la lengua”.
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[1] Mikel Gorrotxategi. ‘Problemas de normativización y normalización de topónimos en áreas romanizadas del occidente de Euskal Herria’. Ohienart, 21 (2006): 141-147.
[2] Asunción Rallo Gruss, Libros de antigüedades de Andalucía. Sevilla, Fundación J. M. Lara, 2009.
Pandilla de rústicos exconventuales aficionados a disfrazar con palabros inventados los nombres que en sí son de origen céltico, latino o bereber.
ResponderEliminarEl colmo de esos mutikos es el uso de GALUA o gailua tras una palabra castellana para euskerizarla, adibide "marka-gailua", o afrancesar el significado para que sea tampoco castellano, como por ejemplo "isolatu" del isolé francés.
Al margen de que los nombres toponímicos vienen todos del latín. Andoain o finca de Antonio, Gasteiz, o finca de Gasteo, etc. porque las terminaciones en AIN, ANO (Leguatiano), EZ, etc son absolutamente romanas.
Como muestra ridídula última creer que Donostia es la euskerización de San Sebastián cuando proviene de "dominus" (dom o señor)y Ostium (puerto de Roma).
Estimado TELLA, yo también creía en ese origen del topónimo "Donostia" era ese, a partir de un remoto (e imaginativo) artículo de Rafa Castellano.
ResponderEliminarLo comenté así en el Blog de Santiago González y uno de sus remeros me saco del error, advirtiéndome que Sebastián no era de Ostia (Italia), sino de Narbona (Francia).
Al parecer, lo de "Donostia" es un apócope o corrupción de la denominación latina del santo: Dómine Sebastian, "Dom Sebastian". Es más probable ese origen, pero incuestionablemente latino, nada que ver con la parla heptamilenaria esa que se considera ridículamente al al abrigo de toda injerencia maketa.
¡Qué veo!
ResponderEliminar¡Don Lindo en la cubierta erudita del blog de Belosticalle!
Bueno, pues yo voy a hablar de mi libro.
No es mío, pero me lo he apropiado este verano.
Me ha servido, la primera parte, para enterarme de que nuestros necionanistas kurturales son meros epígonos de una peste que recorrió ampliamente Europa, incluso más extensamente -de Poniente a Oriente- que DESDE SANTURCE A BIZANCIO, que así se llama esta joya bibliográfica reciente, engastada por el orfebre Jesús Laínz, el del memorable ADIÓS ESPAÑA y otros. Bien pudiera titularse DESDE FINISTERRE -y sé bien lo que digo- AL VALLE DEL INDO.
Yo creía, yo pensaba, que nuestra caterva de prebendados lingüísiticos periféricos era un fenómeno estrictamente hispano, y resulta que no. Son meros imitadores. En particular ha habido de estas "comisiones toponímicas" en la Italia fascista, en la Grecia fascista, en la Bulgaria comunista entre otras que ahora recuerde ... siempre con el mismo propósito nazionalista: machacar a pobre gente.
El libro de Laínz es un inventario conciso y muy ameno -muy bien escrito- cosa nada fácil tratándose de contabilidad, y menos aún de contabilidad de fenómenos tan asquerosos y, demostradamente repetitivos -esta es la conclusión de la primera parte del libro- como los nazionalismos y sus manifestaciones.
Muy apreciado señor Belosticalle:
ResponderEliminarDice muchas cosas muy bien dichas y me temo que, aunque solo tome una, me voy a extender. La respuesta probable de un pastor (es decir, el hablante y el vecino, aquel que tiene la experiencia directa de la vida del nombre) a "cómo se llaman realmente los lugares", que sería "le dicen así, aunque también asá". Su certera intuición llega a lo que yo creo que es la naturaleza manifiesta de las cosas, lo que ellas muestran de sí al observador. Los nombres viven en variantes, como los conceptos en familias de denominaciones, y hasta las terminologías científicas (idealmente biunívocas) están sometidas al principio de variación.
Sin embargo, la perdurabilidad distingue al nombre propio y le confiere la importancia peculiar que los estudios históricos le reconocen: Porque cambian los hombres y permanecen los nombres, estos se convierten en testigos. Precisamente por lo que usted mismo señalaba en un artículo que he leído recientemente (discúlpeme, pero es que casi le acabo de descubrir), "la ley fatal del convencionalismo" (Belosticalle, "Nos vascongamos", 19 de febrero de 2011). Aunque usted se refería especialmente a la grafía, sirve lo mismo, pues la convención que está en la naturaleza de los signos, es más notable en el caso de los nombres propios.
En el caso de los topónimos, el bautismo onomástico, es decir, la apropiación lingüística (mediante descripción o conmemoración) del paisaje (me refiero especialmente a la toponimia menor) se produce en la lengua en la que los habitantes de ese paisaje hablan cotidianamente.
Esta sencilla coherencia ha permitido corroborar (a quien ha querido mirar) lo que otras fuentes indican: que amplios territorios del "Territorio", como, por ejemplo, el occidente vizcaíno y parte de Álava, no eran vascas a la llegada de los romanos a la Península (momento que, convencionalmente también, sirve como referencia para tratar de establecer un primer "mapa sociolingüístico"). Son las que llaman "castellanizadas", pero hablar en ellas de castellanización es tan propio como decirlo de las tierras del contiguo Burgos. ¿Usted diría que Burgos ha sido castellanizado? Pues los sitios que le digo tampoco.
También lo dice usted: "Por aquí no pasó ningún bárbaro poniéndolo todo patas arriba". Y hay territorios del Territorio en los que la memoria de la lengua vasca es ninguna. Eso no quiere decir, claro, que no tengan historia; este es, precisamente, el problema, que la tienen: son castellanos, con la minúscula a la par que rica complejidad dialectal que el castellano (antes de convertirse en español, o sea, la lengua hablamos y, sobre todo, escribimos y leemos) tiene en sus lugares de origen norteño, desde La Rioja a la Montaña y sin saltarse el País Vasco o "Territorio".
La realidad de los datos históricos es una dolorosa espina clavada en el corazón de los ingenieros de la Historia, de sus "normativizadores y normalizadores", que para construir (usted lo ha dicho, "construcción nacional") han de demoler. Pero descuide, que seguro que luego, en cuanto terminen con esto que es lo primero, empiezan a "enriquecerla con joyas literarias".
Estimado sr. Belosticalle, siempre que me recomiendan alguno de sus artículos lo leo y eso que salgo ganando.
ResponderEliminarGracias, pues, por estas observaciones. A ellas sólo añadir una cosa: el topónimo "Bilbo", me contaba uno de nuestros grandes ilustradores, Mikel Leoz, aparece en Shakespeare, si mal no recordaba. Lo curioso es a qué se aplicaba ese nombre: eran las arandelas de hierro fabricadas en "Bilbo" o alrededores, que luego se usaban para aherrojar africanos convertidos en mercancia involuntaria del famoso "tráfico triangular". Asunto, el del tráfico de esclavos, en el que los comerciantes vascos también andaban verdaderamente avezados. Y eso me lleva a hablar, también, de mi libro: "Proa al Kambi bolongo", lo encontrarán en Euskonews. Ahí, en ese pequeño artículo, se cuenta todo sobre ese tema. Por ejemplo, sobre el capitán Basabe, hábil apoderado de una compañía con base en el Cádiz de finales del siglo XVII que se dedicaba a llevar "Bilbos" a África ecuatorial para cambiarlos por esclavos que no dudaba en disputar, a cañonazos, a verdaderos expertos en el tema como portugueses, ingleses u holandeses, que, como muchos otros vascos como Basabe, merodeaban por aquellas tierras en busca de "ébano" que llevar a las plantaciones americanas.
Ya ve qué extraños caminos puede coger un topónimo cualquiera y qué malos recuerdos puede llegar a evocar la palabra "Bilbo".
Un cordial saludo.
Estimado Belosticalle: Quería decirle que he empezado a leer su blog desde el principio: su blog sí que es una verdadera joya. Todavía voy por junio de 2009, pero ya he encontrado justo las cosas que habría querido decirle aquí arriba (por ejemplo, "Portugalete, 'donde el vascuence fenece' ", 6 de mayo de 2009) y otras incontables ("El euskera como fetiche (1-5)", abril de 2009; y passim). Así que se lo voy a poner con unos versos de Borges que precisamente contienen "las palabras esenciales que me expresan", porque esas son las que voy encontrando en muchas de sus entradas, muy en especial las que tienen que ver con la(s) lengua(s) o, mejor, con los hablantes: "Pienso que las palabras esenciales / Que me expresan están en esas hojas / Que no saben quién soy, no en las que he escrito" (J.L. Borges, "Mis Libros", de La rosa profunda, 1975). Y le doy las gracias por ello, de todo corazón.
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