domingo, 10 de julio de 2016

Cataluña con(tra) Aragón

Meditaciones en Poblet (3)


Santa María de Poblet (Tarragona): Panteón Real
Sentado en un ángulo del crucero de la iglesia y panteón, abro mi tableta, que es como la alforja donde suelo llevar los libros de mano. Esta vez me asisten el abate Ponz, el padre Jaime Finestres y el padre Francisco Diago..., sin olvidar a Jerónimo de Blancas ni a Pujades, Don Jerónimo. Traigo también algún capítulo pertinente de la muy nacionalista Història dels Catalans, que dirigió Ferrán Soldevila Zubiburu (2ª ed., Barcelona, 1962-64. En tiempos de Franco, oiga) [1].
A don Antonio Ponz y a Finestres les pregunto cómo estaban en su tiempo los panteones reales y condales, antes del vandalismo perpetrado en 1835-37 y de ahí en adelante. Porque lo que hoy parece como recién hecho, casi lo es.  Este montaje tan meritorio de los años 40 del pasado siglo se había inaugurado hacía poco, la primera vez que estuve aquí. Más aproximado, sin duda, a la disposición original del siglo XIV, transformada en el XVII, la que conoció y  dibujó el francés A. Laborde (1806) [2].

Según Garibay, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV el Santo (m. 1162) funda  el monasterio de Poblet en 1154, «queriendo  mudar la sepultura que sus progenitores tenían en el monasterio de Ripoll, y hacer nuevo enterramiento para sí y sus sucesores»; monasterio que sería  «sepultura de los Reyes de Aragón y cabeza de la Orden Cisterciense de los monasterios que hay de esta religión en los reinos de Aragón; y acabóle su hijo el infante Don Alonso, cuando vino a reinar» [3].
Ripoll: Cenotafio moderno de Ramón Berenguer IV (Wikipedia)
La tumba original fue profanada en la invasión napoleónica.
“En este almo cenobio de Santa María de Ripoll 
descansó en paz el cuerpo incorrupto de Ramón Berenguer IV, 
Conde de Barcelona y Príncipe de Aragón, apellidado el Santo… 
a quien todo el convento de la orden del Santo Sepulcro 
de Jerusalén, la del Santísimo Hospital 
y la veneranda Milicia del Temple 
le concedieron el reino de Aragón, 
que a ellas les fuera cedido por Alfonso I en su testamento, 
el año del Señor 1040”
El hecho es que el conde fundador fue enterrado en Ripoll, «porque no estaba aún acabado el de Poblet», como explica Blancas, o por otras razones. De modo que fue su hijo Alfonso II el Casto (rey en 1164-1196) el que estrenó este nuevo sitio funerario, seguido de Jaime I. Pero fue el rey Pedro IV de Aragón (y III de Cataluña, precisa Finestres al dar la noticia) el que crea el panteón real para su Casa de Aragón, incluyendo a aquellos dos predecesores que yacían en arcas de madera. Lo que no hizo el Ceremonioso, ni nadie, fue traer aquí los huesos condales del tatarabuelo que fundó esta iglesia.  Más tarde, cuando Aragón y Castilla se emparejan en los Reyes Católicos (1469), la función de panteón real decae, y comparten el espacio nuevos panteones catalanes de Segorbe y Cardona, emparentados con la realeza.


¿Aragón y/o Cataluña?
«Pedro IV de Aragón y III de Cataluña»: ¿cómo hay que ‘leer’ eso?  Es normal que un rey de dos o más reinos diferentes lleve numeración distinta para cada uno. Felipe II de España fue I de Portugal. También a su padre Carlos se le dice I de España y V de Alemania; pero aquí ya hay cierto equívoco, pues en España fue rey y en Alemania, o más exactamente en el Sacro Imperio Germánico, fue emperador.
Pedro el Ceremonioso (?)
Retrato ideal (h. 1427) M. de Arte de Cataluña 

Volviendo a la pregunta, la expresión invita a entender: Pedro IV como ‘rey’ de Aragón, y III como ‘conde’ en el principado de Cataluña. Principado que formaba parte de los dominios del Rey de Aragón, y en ese sentido tan cuarto era el rey Pedro aquí como allí, y en las demás partes donde reinó. Pero la cosa no es tan sencilla, pues este don Pedro, cuando ya los numerales regios sustituían a los viejos epítetos distintivos –para el caso, el Ceremonioso, o más popularmente, del Punyalet– prefirió numerarse III: en Pere Terç Rey d’Arago, o Pere Terç a secas.
En el siglo XIX la renaixença catalana inventa la expresión ‘corona catalano-aragonesa’ para rebautizar la tradicional ‘Corona de Aragón’, y de paso halagar el catalanismo propio. Como también en el mismo siglo XIX se habla por primera vez de una ‘confederación catalano-aragonesa: título de un ensayo del que fue director (y aun diz que manipulador, como su tío Próspero) del Archivo de la Corona de Aragón,  Antonio de  Bofarull y Brocá (1872) [4].
Antonio Bofarull y Brocá
Es de notar en todo ello la pretensión catalana moderna de poner a su Cataluña siempre por delante de Aragón, a veces hasta extremos risibles, aunque se los disfrace de pedagogía. Así (según artículo de la Wikipedia), la «innovación creada por Max Cahner, director de l’Enciclopèdia Catalana, de emplear la fórmula “de Catalunya-Aragó”..., que respondería a la realidad histórica del territorio, obviando así la confusión que origina el ordinal»; añadiendo que «esta innovación molesta a los aragoneses, y que es una cuestión abierta». La de los ordinales, desde luego, es cuestión abierta; pero lo de ‘Cataluña-Aragón’ no es cuestión abierta ni cerrada, fue sólo una ocurrencia de Max E. Cahner García (1936-2013), al margen de que moleste o deje de molestar a quien sea.
Procuremos nosotros quedar al margen de una polémica tan poco divertida, y un botón de muestra baste. Porque, ¿de qué estamos hablando realmente? El calentón patriótico se nos baja unos cuantos grados, si pensamos que en lo antiguo la más alta política no era cosa de ‘pueblos’ –y menos de pueblos soberanos o libres–, sino asuntos de familia entre aristócratas pata negra. A menudo se mira a Cataluña como un apéndice etno-geográfico del Lenguadoc francés y la Provenza, cuando los casales de allí, como los de Aragón, Navarra y Castilla mantenían las mismas tramas matrimoniales nacionales e internacionales.
Así en la primera mitad del siglo XI no se hacía raro  ver al conde de Barcelona Berenguer Ramón I (m. 1035) en el séquito del rey Sancho III Garcés el Mayor de Navarra, pues eran cuñados efectivos desde 1021, cuando el conde toma por mujer a Dª. Sancha Sánchez, hija de su par y colega el ‘potentísimo’ conde Sancho I García de Castilla, suegro también del navarro por su otra hija Dª. Munia o Mayor; cuñados por tanto también del hermano de éstas García II Sánchez, el nuevo y último conde castellano. Todos hermanos políticos, tan bien avenidos como dispuestos a partir peras por interés.
¿Y cómo no? Si al fin todos eran de la sangre, tan catalanes como aragoneses, tan castellano-leoneses como navarros, borgoñones, provenzales o franceses, ingleses, alemanes...
Tampoco nuestro santo conde Ramón Berenguer IV se excusó de aquellas invitaciones y recogidas de firmas por los reinos cristianos del norte peninsular. En cuyas andanzas tuvo el acierto de llevar consigo a un santo varón y obispo áulico, herencia de familia. San Olegario (+ 1137), prelado de Barcelona (1116) y luego también de Tarragona (1118), fue para él padre espiritual y asesor casamentero nada desdeñable.
En cuanto al buen pueblo, se daba por contento si le caía un buen soberano, llamárase rey, conde o señor a secas. Buen soberano de entonces, como quien dice un buen granjero,  explotador inteligente de su cortijo para provecho sostenible, sin esquilmarlo. Si, sobre eso, tenía un toque de cristiandad para con sus bestezuelas humanas, y hasta llamaba a sus súbditos ‘hijos míos’ –algunos lo eran realmente–, pues alabado sea Dios. Y por cierto, la condición del campesinado catalán y aragonés en la baja Edad Media no era de las más envidiables, en aquel sistema servil hereditario de la remença o ‘redención’ (desde el siglo XII). « El campesino está adscrito a la gleba y no puede dejarla», rezaban las ‘Costumbres de Gerona’, c. 16; salvo comprándose a sí mismo, a discreción del señor y al precio fijado por éste, sin apenas recurso legal. De eso algo escribí en Los ‘malos usos’ de Cataluña Vieja [5].
En esta perspectiva y distanciamiento es más difícil identificarse con aquellas gentes y sus ‘grandes hechos’, salvo por el esfuerzo y dolor humano que costaron; y resulta enternecedor, hilarante o enfadoso (según), leer a los que la escriben con emoción pasional. Como Martínez-Ferrando, tras el maestro Abadal  [6].
«El conde Ramón Berenguer IV es uno de nuestros máximos dirigentes políticos de todos los tiempos, uno de los más efectivos ‘forjadores de la nacionalidad’... Aquí nosotros hemos de estudiarle como al integrador de toda la Cataluña estricta –primer paso decisivo hacia la integración de todos los Países Catalanes–.»
Mal empezamos. Así no será fácil ser objetivo y racional, y hasta se harán preguntas sobre supuestos ‘enigmas históricos’, para extraer consecuencias un tanto extrañas:
«Ramón d’Abadal se ha referido antes al enigma histórico que es el hecho de que (Ramón Berenguer) no tomase el nombre de ‘rey de Cataluña’, una vez liberadas por él las tierras de la Cataluña Nueva –que nunca habían formado parte, ni siquiera nominalmente. del reino de Francia, como era el caso de Cataluña Vieja–; máxime, añadimos nosotros, cuando aquellas tierras de nueva conquista se designaban comúnmente como ‘reinos’: el reino de Tortosa, el reino de Lérida.
El enigma ya fue planteado en tiempos antiguos: Bernat Desclot en su Crónica hace decir a Berenguer el Santo, que se tiene en más siendo “el primero de los condes, que no el último de los reyes”. La frase no tiene visos de autenticidad, ni encaja en las realidades de la época…, cuando el título de rey todavía lo ostentaban soberanos de territorios muy inferiores por todos los conceptos al de Cataluña. Recordemos solamente, por no salir de nuestra Península, y dejando aparte los ‘reinos’ de taifas sarracenos (Lérida, Tortosa…), los reinos de Navarra, de Asturias y sobre todo de Aragón, el que precisamente había de adquirir nuestro conde por su casamiento con Petronila. Si bien es cierto que Berenguer el Santo nunca quiso [sic] titularse tampoco ‘rey de Aragón’, sino sólo ‘príncipe – y de ahí toma pie Desclot para atribuirle dicha frase.»
Abadal sí que creía saber el motivo de tal reserva del Santo:
«Ramón Berenguer no se atrevió a enfrentarse a los magnates feudales de Cataluña Vieja, deseosos de recordarle al soberano perpetuamente que en su origen no era más que el Conde de Barcelona, igual en dignidad feudal a los demás condes catalanes --o como mucho, un ‘primus inter pares’.
El caso es que los sucesores del Santo, no pudiendo [sic] titularse reyes de Cataluña se titularon reyes de Aragón, y así el nombre de Aragón eclipsó al de Cataluña. Todavía hoy lo eclipsa muchas veces en los manuales de historia, sobre todo en los de autor no catalán. No es más que una “cuestión de nombres”, de acuerdo, pero ha sembrado y siembra todavía muchos confusionismo, cuando habría sido tan fácil evitarlo tomando, cuando se estaba a tiempo, el título real»
«Quan tan fàcilmen s’hauria pogut evitar prenent, quan n’era l’hora, el títol reial». ¿Pero cómo podía el buen conde de Barcelona adelantarse en ocho siglos a la ensoñación nacionalista de unos burgueses de su ciudad condal en los siglos XIX-XX? Sin complicar tanto las cosas, Desclot captó mucho mejor la psicología que se revela en un bon mot pragmático, puesto en boca de Ramón Berenguer. Quien además era un ‘santo’, y no se cuidaría mucho de esas vanidades mundanas; que nos lo diga Martínez-Ferrando :
«La posteridad adornó su nombre con el calificativo de Santo, por las excepcionales virtudes cristianas que acompañaron sus talentos políticos y militares…, y por la fama (extendida por toda la Europa contemporánea) de los milagros atribuidos a sus despojos mortales. Si la Iglesia no le ha canonizado todavía oficialmente, queda igualmente como figura venerable.»
Dejemos de momento a este autor en su claroscuro histórico sobre un hecho político del siglo XII, visto por él en su perspectiva de la identidad y superioridad catalana, típica de un nacionalista del XX. Recordemos nosotros ahora la sustancia de aquel episodio de unión dinástica, en la compleja Hispania del medievo.


La difícil suma de un reino más un condado (1134-1151)
No ‘unión de Aragón y Cataluña’, cuyos territorios y gentes jamás se fusionaron. Además, de aquel tiempo no se conoce ningún ente político con el nombre oficial de  ‘Cataluña’. El término ‘Castilla’ se registra tal vez hacia el año 800, para el pequeño territorio burgalés de las Merindades de Castilla-Vieja. ‘Aragón’ aparece en 828, también para unos valles de Huesca. ‘Navarra’ se nombra por vez primera en 1087, con similar limitación (Tafalla, Olite…; no todavía Pamplona ni Estella, Sangüesa, Tudela). La actual Navarra se lee a partir de 1164, aunque todavía a principios del siglo XIII los de Tudela no se consideraban navarros. 
‘Cataluña’ como corónimo o nombre de país no se documenta hasta entrado el siglo XII: más moderno, por tanto, que Navarra, Aragón y Castilla. Un país que, como los otros citados, en principio sería más reducido que lo fue después, cuando cobra dimensión política. En documentos de archivo privados, Cataluña no va más allá de mediados de aquel siglo XII [7]. Y para la diplomática ‘catalana’, Cataluña no existe hasta Alfonso II de Aragón. Su testamento, donde figura la expresión «en toda Cataluña», es de 1194. Pero la ‘toda Cataluña’ de Alfonso no igualaba en extensión la de su nieto Jaime I, cuando se plantea el problema de definirla, por ejemplo, buscando «argumentos para imponer la ‘catalanidad’ de Lérida» [8].
El Liber Maiolichinus (Libro Mallorquín) es un poema épico-bélico latino de origen italiano (Pisa), compuesto h. 1120, que tiene de particular ser el primer documento donde aparece el término  ‘catalán’ (Catalanensis, Catalanicus), aplicado a personas, tierras y riberas de ‘Catalania’. Allí los catalanes, con su heroico conde, son cristianos aliados y meros  auxiliares  de los protagonistas, que son los  pisanos (según el poema), contra la piratería de la morisma insular baleárica (1113-1115). De dónde venía ese nombre de catalanes y su Catalania, qué significaba, parece que nadie lo sabe a ciencia cierta. Un apodo entre la gente de guerra, tal vez [9].
El término Cataluña –de origen ignoto y posiblemente foráneo– hizo fortuna rápida, tal vez por la comodidad de resumir la retahíla de condados, señoríos, obispados y demás entes políticos que configuraban un estado bajo un soberano, con la ventaja de no molestar a nadie con la preeminencia de Barcelona. Un nombre ‘nacional’ –en el sentido que entonces tenía la ‘natio’ en las universidades, los concilios y asambleas o cortes generales– dentro de la Corona de Aragón se hizo necesario para la autoafirmación de una nobleza, clero y curiales con sus intereses propios, frente a sus colegas aragoneses. Y no dejaría de tener su humorismo el que ‘catalán’ fuese en origen la misma palabra  que ‘castellano’, según una de las propuestas atendibles.
En la propia realeza se nota también (Jaime I, Pedro IV) cierto complejo ante la paradoja de ser su monarquía aragonesa más joven que la navarra, y las dos más nuevas que su dinastía condal. ‘Cataluña’ se divulgará sobre todo con la historiografía áulica, que fue predominantemente catalana [10].
De modo que, puestos a ser rigurosos, hablar de condes catalanes o de Principado de Cataluña antes de los años 1170 sería tan anacrónico como referirse a los foralistas vascongados de los siglos XVIII-XIX como defensores de los derechos históricos de Euskadi [11].   
Aclarado ese término del binomio, ¿en qué consistió la unión? Próspero de Bofarull y Mascaró, tras hacer papilla épica del Conde de Barcelona Ramón Berenguer III el Grande, hace lo mismo con su sucesor [12]:

                                                 ... el Santo
Ramón Berenguer Cuarto, su hijo, imita
el ínclito dechado que le excita.
Doblan el cuello a sus heroicidades
de Lérida y Tortosa las ciudades:
No hallando resistencia,
temblar hizo al rey moro de Valencia.
Más poderoso príncipe de España
en cuanto Vesta incluye y Tetis baña,
a su calificada varonía
enlaza de Aragón la monarquía,
dando en su edad primera
la mano a Petronila su heredera.
Del tálamo fecundo
Alfonso el Casto sale a luz, segundo
de Aragón, y primero en Cataluña:


Luego tratará de aclarar esto último en prosa, enturbiándolo más si cabe [13]:


«Gobernaba en este tiempo el condado el sucesor de Wifredo por línea masculina D, Ramón Berenguer IV, que enlazó con Doña Petronila de Aragón , hija y heredera del rey D. Ramiro el Monje, y reunió con este matrimonio en su muerte y de su esposa las dos coronas en las sienes de su hijo D. Alfonso el Casto, I de Barcelona y II de Aragón.»


Veamos. Ramón Berenguer IV, que se sepa, nunca mencionó en sus documentos a Cataluña. Además, ‘I de Barcelona’ y ‘I de Cataluña’ no es lo mismo ni intercambiable. Los condes venían siendo de Barcelona, no de una Cataluña desconocida hasta el siglo XII. Lo de «las dos coronas en las sienes» es metáfora, porque los reyes de Aragón todavía en tiempos de Alfonso II y algo después no usaron corona, y menos los viejos condes, cuyas coronas emblemáticas introducirá la heráldica. Tampoco es cierto que Alfonso tuvo que esperar al fallecimiento de su madre Petronila para ser a la vez rey y conde, pues ella abdicó de ambos títulos en el hijo en 1164, y no murió hasta 1173. Bofarull no nos conviene para guía en un vericueto histórico ya de por sí difícil. Si lo he citado aquí (y en otra ocasión) es en gracia a sus ripios mnemotécnicos tan curiosos.  
En 1134 muere Alfonso I el Batallador, rey de Pamplona y de Aragón. En su testamento (1131), al no tener descendencia, dejaba sus dos reinos a las tres órdenes militares de Jerusalén: el Santo Sepulcro, el Hospital de San Juan y los Templarios.
Semejante extravagancia sólo cayó bien en Jerusalén y en Roma. A los nobles navarros y aragoneses no les hizo la menor gracia.  ¿Órdenes militares? Todo el mundo había oído hablar de ellas, pero como cosa nueva, y hasta el propio rey Alfonso había fundado una ‘Militia Christi de Monreal’ (1124). Sólo faltaba que ahora, desde Jerusalén, aquellos entes cuasi monásticos se apoderaran del reino, incluidos señoríos que todavía eran tenencias reales, no propiedades hereditarias. Además, aquella cesión era ilegal, el rey cedía cosas que no eran suyas. Nadie en Aragón o Navarra, ni tampoco en León y Castilla, pensó en cumplir tal voluntad de un testador ya raro también como persona.
Sale al quite Alfonso VII de León, el Emperador, hijastro del difunto, denunciando el testamento como descendiente legítimo de Sancho el Mayor. Pero esta salida también se rechazó como peligrosa. Así los navarros por su cuenta aclamaron rey de Pamplona a un nieto del Cid, García Ramírez (1134-1150), separándose de Aragón, mientras los aragoneses reconocían al hermano menor de Alfonso I, el monje Ramiro.
Ramiro II había sido destinado al convento desde muy joven. «Falso y mal monje» en sus primeros  tiempos de novicio, y de poco seso incluso para su poca edad –según la chismografía monacal–, algo debió de progresar cuando, en disputada vacante, salió electo obispo de Burgos (1119), y pendiente el caso sin él renunciar, resultó electo también de Barbastro (1134), el año mismo en que sucede a Alfonso. Ramiro era a la sazón prior del monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca. Monje vocacional, aquel compromiso era para él un contratiempo.
En Aragón, el clérigo y la mujer podía heredar y transmitir la realeza, pero no ejercerla como tal poder real. Ramiro buscó primero prohijar al nuevo rey de Pamplona García Ramírez (1135), para que gobernase Aragón con derecho recíproco de sucesión. Este intento de reunir ambos reinos fracasa, en parte por culpa del navarro y también de una parte de la nobleza aragonesa, que se rebela. Ramiro hizo tal escarmiento (reflejado en la leyenda de ‘La Campana de Huesca’), que tuvo que ponerse en salvo hasta que escampó.
Quedaba la solución menos grata para él: el matrimonio, apremiante porque el papa Inocencio II instaba a cumplir el testamento de Alfonso I en favor de las órdenes militares. Obtenida dispensa papal, Ramiro II se casa (1135/36) con una hija del duque de Aquitania Guillermo II, Inés de Poitou, y pronto les nace en Huesca una hija, Petronila (1136-1173).
Esta criatura abrió el apetito político de varios pretendientes y puso en danza la combinatoria matrimonial; pero la fórmula del contrato tenía que salvar la corona aragonesa, lo que enfriaba un tanto las expectativas de Navarra y de Castilla. Sólo Ramón Berenguer de Barcelona se avino finalmente a los términos (1137), aunque el compromiso del conde con la criatura de apenas dos años no se formaliza en matrimonio hasta la edad núbil de la princesa (1150/51).
Ramiro no pone en duda la plenitud de su realeza ni se hace reserva alguna sobre el testamento de su hermano a las Órdenes: un legado que sólo el Papa podía resolver. Respecto a su propio matrimonio, misión cumplida. La reina Inés será devuelta a su tierra, para monja o cuasi monja en Fontevraud.
En cuanto al rey, a los esponsales de Berenguer Ramón con Petronila se produce la renuncia de Ramiro II al ejercicio de la potestad regia para volver a su vida monástica, aunque conservando de por vida el título, que sólo  a su muerte pasará a Petronila, y a través de ella al heredero varón que la herede. De no darse estas previsiones, por premuerte de la esposa o a falta de hijo varón, el reino de Aragón será para el Conde. Entre tanto, éste ejercería en plenitud la potestad regia, en vez de la esposa (incapaz por derecho de Aragón), pero no con título de rey. De hecho, el título que Ramón Berenguer usó para el caso fue el de ‘Príncipe’, al que añadió el de ‘Dominador de Aragón’, que podría reflejar, según algunos, su presunción personal de derechos, pues el conde por su parte hizo gestiones en Roma y ante las Órdenes Militares para que le cedieran los eventuales dimanados del testamento de Alfonso I.
Esta solución diseñada por la cancillería de Ramiro II, tan errática en apariencia, la explican exegetas aragoneses por la peculiar figura del ‘matrimonio en casa’, que convertía al marido en virtual miembro de la familia  como conservador varón del casal. Teoría razonable, y aunque se objeta que no está documentada hasta más tarde, no quiere eso decir que no existiera de antes.

Genealogía de los Reyes de Aragón (‘Rollo de Poblet’)

Pergamino, Anónimo h. 1400. (PD-Art-Wikipedia)

'Ramón Berenguer Conde' (con orbe de soberanía, 

pero sin corona, ofrece anillo nupcial a 'Peronella

Reina', con orbe, cetro, corona y título real. Padres

de 'Alfonso Rey', con los atributos y título regio de

la línea materna
Lo que no deja duda es el mecanismo de precisión que funcionó de hecho hasta que el título masculino ‘rey de Aragón’ renace, como el ave fénix, en la persona del hijo de Petronila y Ramón, Alfonso II. Al efecto, la madre en trance de parto otorga testamento  en Barcelona (4 de abril 1152) repitiendo las mismas condiciones que había dictado su padre Ramiro II, para la transmisión del numen o carisma regio aragonés, separable en cuanto al ejercicio del dominio o potestad regia, que siempre quedó en manos del hombre de la casa, el conde Ramón Berenguer, mientras vivió.
Ramón Berenguer IV muere en 1162 dejando viuda a Petronila hasta 1173. Es notable que el conde llamaba a su hijo Ramón, que para la madre y fue siempre Alfonso, y para él mismo. La viudedad de la reina creaba, desde un punto de vista jurídico aragonés, una especie de interregno, que ella se apresura a cerrar en 1164, abdicando como «aragonensis Regina et barchinonensis comitissa, uxor que fuit venerabilis Raimundi Berengarii comitis barchinonensis et principis aragonensis» en favor del hijo ya adulto y capaz de gobierno. Y cosa notable, para evitar cualquier equívoco le llama por su nombre, «Alfonso, que en el testamento de dicho mi marido te llamas Raimundo» (qui in testamento eiusdem viri mei vocaris Raymundo).
A todo esto, ni palabra todavía de ‘Cataluña’ en el uso diplomático. Con que mal se puede hablar de monarquía catalano-aragonesa, ni siquiera invirtiendo el orden. El ‘Rey de Aragón’ lo será siempre y sólo de Aragón, y su emblema personal será ‘el Señal del Rey de Aragón’, o sea los ‘palos de Aragón’ –cuatro de gules sobre cinco de oro que son el campo. Que esta insignia heráldica, una de las más antiguas de Europa, sea catalana, aragonesa, pontificia o de otro origen, digamos que aquí, para entre nos, “no toca”.
Los que la vida separó, no los una la sepultura

Heme aquí ante lo que queda del monumento de D. Alfonso V (rey de Aragón, 1416-1458). La estatua orante ha desaparecido junto con su dosel carmesí, pero queda el pedestal con inscripción elegante, aunque maltratada, que le presenta así (en latín):
Alfonso V Rey Serenísimo de Aragón y de Nápoles
por las eximias dotes de valor guerrero
de sobrenombre el Magnánimo
murió en la subyugada Nápoles
en 28 de Junio, Año de MCDLVIII
Sigue diciendo la lápida que mandó por testamento depositar su cuerpo junto al altar de San Pedro Mártir, y transportarlo al panteón regio de Santa María de Poblet. Aparcada la orden regia durante 210 años, D. Pedro Antonio de Aragón, Duque de Segorbe y de Cardona, Virrey de Nápoles hizo las gestiones conducentes, en 1671, a reunir bajo nueva lápida los huesos de tan gran Rey y los de su mujer la Reina Dª. María.
La última indicación es equívoca, porque Dª. María de Castilla ( Valencia 4 oct. 1458)  se hizo enterrar  en su querido convento de clarisas de la Trinidad, donde solía retirarse con las monjas. Don Pedro creyó que la reina estaba en Poblet, pero no era así. Se ve que la lápida ya estaba labrada, y así lo dejaron.
Doña María es una figura histórica mal conocida, salvo en su condición de esposa estéril y altiva en su humillación y amargura por un marido siempre ausente, bien atendido en lo sentimental por su amante napolitana, en la que tiene a su bastardo heredero de Nápoles, Fernando I, más dos hijas. En lo que sigue, dependo de la prof. Earenfight, medievalista y especialistas en reinas. Su ensayo sobre María de Castilla es imprescindible para alumbrar una zona histórica de penumbra [15].
El rey y la reina eran primos hermanos. Les casó en Valencia el papa Benedicto XIII (12 oct. 1415). Ella, hija de Enrique III el Doliente y de Catalina de Lancaster y Castilla. Como hermana mayor de Juan II, había sido Princesa de Asturias hasta que él nació.   ‘Matrimonio político’, dicen. Matrimonios políticos eran todos, pero los hubo más felices. María fue mujer de poca salud, picada de viruelas y de pubertad tardía.
Educada en todo a la castellana, de su madre Catalina, nieta de Pedro I el Cruel, aprendió el arte de gobernar. Aprendió también el catalán desde su llegada a Cataluña, a los 14 años, como instrumento político y adoptó mentalidad aragonesa y catalana, dejando las maneras de Castilla.
La reina Dª María de Castilla preside en Barcelona la presentación de un libro.
Miniatura de Bernat Martorell, Commentaria super Usaticis Barchinone (1448)
Y a fe que tiempo no le faltó para demostrar sus dotes de gobierno. Ausente Alfonso en Italia a la conquista y gobierno de Nápoles, y establecida allí su corte como príncipe o tirano del Renacimiento, María gobierna como su ‘lugarteniente general’ a este lado del mar (1420-23 y 1432-53). Que el nombre no nos confunda, nada de ejecutora teledirigida. La lugartenencia por mujeres, típica de la Corona de Aragón en su expansión mediterránea, fue singular, y el caso de María fue tal vez único en toda Europa.
Aunque trabajó en coordinación con el rey, éste la designaba como ‘alter Nos’, y ella  tuvo que hacer frente a situaciones imprevistas y tomar decisiones que casi siempre fueron confirmadas desde allende la mar. Para su cancillería de aquende y para el pueblo, María era la reina a todos los efectos. Admirable su correspondencia con Alfonso. Sin cartas íntimas, sin una sola carta de amor. Admirable.
Aguantó con estoicismo la infidelidad del marido, viviendo ella como esposa-viuda, sin escándalo, buscando a temporadas el sosiego en compañía de monjas, a las que en cierto modo envidió. Gobernó como un rey y vivió como una santa. Su esterilidad la relegó al olvido de los historiadores, incluso del gran Zurita (algo misógino, a lo que parece). Sin embargo le tocó lidiar una política complicada, con revuelta de los payeses de la remença. Esa penumbra contrasta con la riqueza documental, estimada en más de 10.000 documentos en Barcelona y Valencia. Para los historiadores catalanes, Alfonso fue un monarca italiano, y a sus historiadores italianos les importó poco lo no italiano. En cuanto a los modernos, pensando en términos de lugartenencia, no han entendido el poder autónomo de la reina.
María tuvo su papel también de mecenas, patrocinando un círculo literario al que perteneció Juan Martorell, el de Tirant lo Blanc, y en la Trinidad de Valencia la cuidaba el médico Jaime Roig, autor de L’Espill, o Libre de les Dones, en incisivos versos satíricos contra las mujeres. A éste replicó Isabel de Villena, sobrina del marqués don Enrique de Villena y monja clarisa por dotación de María, con una Vida De Cristo dedicada a la reina Isabel I de Castilla, donde incluye una defensa de la mujer.
En su gobierno, María tuvo a veces la colaboración de la nobleza catalana, pero otras más sufrió la oposición de las Corts o la Diputació, celosas guardianas de los fueros de los magnates frente a la Corona. Al final de su vida (1448-1453) tuvo que lidiar también con la revuelta campesina, y antes con la situación comprometida de su marido preso en la batalla de Ponza (1435), cuyo rescate tuvo ella que negociar con las Cortes.
La revuelta de 1447 (sobre manumisión de los payeses de remença) encendió la mecha latente para la guerra civil de 1462-72, en el siguiente reinado. En este conflicto, María entendió al campesinado y estuvo de su parte, tratando directamente con sus síndicos, haciendo aplicar los decretos de manumisión y castigando a los burgueses y nobles reticentes, fuesen seglares o eclesiásticos (éstos, alguna vez, los más duros de pelar). Fue Alfonso V el que finalmente y contra el consejo de la reina María, por oportunismo político se opuso a la manumisión o ‘redención’, creando un «tensión insostenible que empeoró bajo su sucesor y hermano el autoritario  Juan II de Aragón (1458-79)», quien a su vez tuvo como reina lugarteniente general  a Juana Enríquez. Dos reinas con mando, que sentaron precedente para la carrera extraordinaria de su descendiente Isabel la Católica.
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Notas:
[1] Antonio Ponz, Viage de España. Tomo 14 (1ª ed.) Trata de Cataluña. Madrid, 1788. Jaime Finestres, Historia del Real Monasterio de Poblet. Cervera, 1753-1756, 4 tomos: T. 1; T. 2; T. 3; T. 4. Francisco Diago, Historia de los Victoriosissimos Antiguos Condes de Barcelona. Barcelona, 1603. Jerónimo de Blancas, Aragonensium rerum Commentarii.  Zaragoza, 1588. Trad. de M. Hernández: Comentarios de las cosas de Aragón. Zaragoza, 1878. Jerónimo Pujades, Coronica Vniversal del Principat de Cathalunya. Barcelona, 1609. F. Soldevila (Dir.), Història dels Catalans
[2] Alexandre de Laborde, Voyage pittoresque et historique de l'Espagne. París, 1806-1820. Cfr. Francisco J. Parcerisa, Recuerdos y bellezas de España. Barcelona. ‘Cataluña’, tomo 1 (1839), págs. 241 y sigs.; tomo 2 (1848), págs. 292-294; ‘Panteón de Poblet antes de su destrucción’..
[3] Esteban de Garibay, Compendio Historial, lib. 32, cap. 2.
[4] A. Bofarull y Brocá, La Confederación Catalano-Aragonesa, realizada en el período más notable del gobierno del Conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV.  Barcelona, 1872 (Incluye una Colección de Documentos Justificativos en latín).
[5] Cfr. Luis Pérez de los Cobos, “La primera revolución del campesinado español. Payeses de remensa.” Anales de la Universidad de Murcia (Derecho), 30/3-4 (1972): 255-266.
[6] J. Ernest Martínez-Ferrando, en Historia dels Catalans, o. cit., ‘Baixa Edat Mitjana’; ed. cit., 2: 994.
[7] Antonio Ubieto Arteta, Historia de Aragón. Tomo 1: La formación territorial. Zaragoza, Anubar, 1981.   O. cit., pág. 209, remitiéndose a Paul Aebischer, Études de toponymie catalane. Barcelona, 1926. Aquí aparece, por ejemplo, el apellido ‘Catalán’: Guillelmus Catalanus o Catalani (1156). V. también Josefina Mateu Ibars, Fuentes toponímicas en los pergaminos condales de Cancillería del Archivo de la Corona de Aragón (s. IX-XII) y su valoración histórica. Edicions Universitat Barcelona, 1999, págs. 93-94.]
[8] «En mi reino de Aragón, … en todo el condado de Barcelona, … en el condado del Rosellón, … y en toda Catalunia». Ubieto Arteta, o. cit., págs. 210 y 233.
[9] Liber Maiolichinus De gestis Pisanorum illustribus. Edic. de Carlo Calisse. Roma, 1904. Desde esta orilla del mar, obviamente, aquella fue una empresa catalana, con Ramón Berenguer III de protagonista.  Cfr. Joan Armangué Herrero, “El ‘liber maiolichinus de gestis pisanorum illustribus’ (s. XII)”, Quadernos de la Selva, 14 (2002): 272-278.
[10] Cfr. Stefano Mª. Cingolani, “Tradiciones e idiosincracias (sic). Las relaciones entre Cataluña y Aragón en la Historiografía (siglos XI-XIII)”; en (A. Sesma Muñoz, dir.) La Corona de Aragón en el centro de su Historia (1208-1458). La Monarquía aragonesa y los reinos de la Corona.  Zaragoza y Monzón, 1 al 4 de diciembre del 2008; págs. 255-269.
[11] Ubieto Arteta, o. cit., pág. 209.
[12] P. Bofarull y Mascaró, Los condes de Barcelona vindicados. Barcelona, 1836; t. 1: 10-11. (Obra dedicada ‘Al Sr. D. Fernando IV de Barcelona y Aragón, VII de Castilla).
[13] Ibíd., Introducción, pág. v.
[14] Cfr. Ubieto Arteta, o. cit., pág 138 y sigs.
[15] Theresa Earenfight, The King’s Other Body: Maria of Castile and the Crown of Aragon (El otro Cuerpo del Rey: María de Castilla y la Corona de Aragón). Univ. of Pennsylvania Press, 2010. Cap. 1. ‘Alter Nos: La lugartenencia de María de Castilla’, págs. 1-18.