viernes, 30 de diciembre de 2016

Espejo, espejito ...










   Bocesoneto autobiográfico
Día como hoy, nací en el veintinueve,
en depresión y bajo dictadura;
viví republicana desmesura,
guerra civil, franquismo nada breve

Y por si pareciera cosa leve
media vida de yugo y de censura,
la segunda mitad peor se augura:
ETA y Sabino y diablo que me lleve.

Libre, yo sólo me sentí en la infancia:
ni de joven, ni adulto ciudadano;
y a día de hoy, que estreno ochenta y ocho,

La libertad civil pierde importancia
ya para mí, si toco con la mano
la libertad feliz de niño chocho.





Al filo de la medianoche me llegaba de Jon Juaristi este otro soneto fresco, de receta especial, ‘parnasiano’ o como se llame.
Mi respuesta inmediata fue (omitido aquí algún exceso verbal admirativo) que, con un amigo así de poeta, non omnis moriar, no se muere uno del todo. Aquí lo pongo, a. p. r. m. – para memoria perpetua de la cosa.


CUMPLEAÑOS FÉNIX

A Jesús Moya

Ochenta y ocho, capicúa austero,
en dos cuarenta y cuatro se divida
o en cuatro veintidós, descomedida
magnitud parecía al gran Homero,

que enviaba a los héroes al Hades
prácticamente tras jurar bandera
(qué disparate griego, qué manera
de desaprovechar las mocedades).

Mas para la Escritura que te debe
doctísima versión, el antedicho
ochenta y ocho es mocho como un bicho

imperceptible, exiguo, corto y breve.
Ante Adonai, tu vida, compañero,
En el día de hoy parte de cero.









lunes, 19 de diciembre de 2016

Mi batallita de Pavía


La batalla de Pavía, según Patinir

Una de las primeras preguntas que el español bien enseñado se hace y hace en Pavía: la célebre batalla, ¿dónde se ‘celebró’?
La batalla de Pavía (1525, el 24 de febrero por la mañana) es de las que suelen llamarse ‘decisivas’. En efecto, decidió de forma rápida y contundente una manga que debió ser la última  entre dos gallos de pelea: Francisco I de Francia y el emperador Carlos V, o Carlos I de España. Fue sobre todo una sorpresa para los dos bandos. Dar jaque al rey, hacerle prisionero, era mucho más de la esperable.
Victoria militar brillante,  pronto deslucida por la incompetencia política y diplomática de un Carlos bisoño, frente a la astucia desfachatada de su cautivo. Para Carlos V, Pavía era su regalo del cielo por su 25 cumpleaños, como señal de una paz perpetua bajo el cetro cesáreo. El rey francés, que se sabía ‘El Maquiavelo’ mucho mejor que el nieto de Fernando el Católico, pronto estuvo en condiciones de volver a las andadas. 
Pavía: una batalla decisiva, como tantas, que no decidió nada. Tan nada, que el movimiento siguiente del Emperador, sólo dos años después, será otro jaque a otro rey: al papa Clemente VII con el ‘Saco de Roma’ (6 de mayo 1527).
Pero bueno, todo esto son apreciaciones. Al grano:
¿Dónde fue el campo de la batalla?
En el Parque del Castillo.
A mi pregunta en la Oficina de Turismo paviana, lacónica respuesta. La misma que me daba mi Baedeker de 1909 (L’Italie des Alpes à Naples, pág. 51), el que suelo usar para estos viajes. Sólo falta añadir que el tal parque de los Visconti –del que algo vimos en la entrada anterior– se extiende al norte de la ciudad y castillo cerca de una legua, en una superficie romboidal de unas 200 hectáreas. Su centro de gravedad era la granja fortificada de Mirabello, y lo atraviesa de norte a sur el regato de Vernavola.
En el corazón del Parque. Regato de la Vernavola
Ahora bien, hablamos de una batalla que los imperiales dieron para levantar el cerco de Pavía, sitiada por el francés desde el 26 de octubre del año anterior, el mismo día que tomaba también Milán. Así el terreno táctico doblaba largamente la superficie del Parque, desde la aldea de San Genesio (San Ginés) al N, rodeando por el E y el O hasta el Tesino, ocupando los franceses incluso el Borgo Ticino, que entonces era isla fluvial, al otro lado del Puente Cubierto de Pavía.  Téngase en cuenta que antiguamente el terreno era pantanoso. La Vernavola al sur de Mirabello se derramaba en ciénagas hasta su desagüe en el Tesino. Éste sí que es río caudal, y entonces lo parecía mucho más, por la misma razón y con las crecidas. Más que sus muros, a la ciudad la defendía su río y el cinturón de pantanos. Muy pintoresco todo, muy bonito, pero muy malsano.   
Esquema y ubicación de la batalla (grandesbatallas.es)
Con un escenario tan vasto, no puede extrañar que la jornada de Pavía siga teniendo sus puntos oscuros. Sin embargo, el episodio esencial desarrollado en la mitad norte del Parque –cercado entonces todo él por un alto muro con sus puertas y portillos– se reconstruye bastante bien, contrastando informes y relatos. Hay también ilustración copiosa contemporánea, como los soberbios tapices del Museo de Capodimonte en Nápoles [1].
El ejército francés lo mandaba el rey Francisco I, que puso su real entre Mirabello y la Cartuja. Carlos V no intervino, pues estaba en Madrid, y ni siquiera supo del encuentro hasta el 10 de marzo.
Las fuerzas estuvieron equilibradas en número de combatientes –unos 26.000 por Francia frente a 23.000 imperiales–, con gran ventaja francesa en artillería, que no se aprovechó, y también en caballería pesada y ligera, que sin la artillería fue aniquilada.
Sobre la situación del ejército imperial, nadie más enterado que el Abad de Nájera, en su calidad de comisario del mismo en Italia y pagador de la tropa. Mejor dicho, impagador esta vez, pues en su caja sólo se veía el fondo. Con un agravante: el contrato de los mercenarios caducaba por aquellas fechas, con peligro de deserción en masa, o peor, transfuguismo al bando francés.
Habrá quien se sorprenda de ver a todo un señor abad benedictino metido a intendente de guerra y librador de salarios, en vez de prestar a la tropa servicios espirituales más propios de sus hábitos. Tranquilos. En Santa María la Real de Nájera nadie echaba de menos al señor Abad, y la rutina monástica funcionaba como debe ser, pues don Fernando Marín ni siquiera era monje. Empezó siendo abad comendatario (1505/6), cuya encomienda consistía básicamente en poseer el título abacial y percibir los emolumentos y otras prerrogativas. De hecho tuvo pleito con su monasterio, y aunque lo perdió, él terne en llamarse Señor Abad, y todos le siguieron el humor. El abad regular de Nájera era entonces fray Diego de Valmaseda (1521-1528), tocado como otros por la manía de arrasar lo románico para edificar en tardo-gótico.
No era más boyante la economía del gobernador de Pavía, Antonio de Leyva, donde los alemanes de la guarnición amenazaban con buscarse la vida, si no cobraban. La estrategia francesa, por tanto, era dejar correr el tiempo contra el enemigo.
El estado mayor imperial  lo formaban el belga Charles de Lannoy, virrey de Nápoles, comandante en jefe; el Condestable Duque de Borbón, tránsfuga de Francisco I y ahora lugarteniente del Emperador en Italia; y el español Francisco Dávalos, Marqués de Pescara. Este último impone su criterio: o se da la batalla campal, ya, o la guerra está perdida:
–Todos conocerán de mí cuán enemigo soy de batallas, por lo cual me parece que el vulgo acierta en decir, ‘Dios me dé cien años de guerra y no un día de batalla’. Pero nadie me podrá negar sino que a mi pesar hemos de aventurarla; y que lo que hemos de hacer forzados, lo hagamos de nuestra libre voluntad.
Al menos eso es lo que puso en su boca Juan de Carvajal, un paje de lanza del Marqués del Vasto, sobrino de Pescara, que luego se hizo fraile dominico, y con el nombre de fray Juan de Oznaya escribió una relación de lo más interesante. Tan interesante, que fray Prudencio de Sandoval en su ‘Historia del Emperador Carlos V’ la copipegó entera tal cual, con una mención de pasada al autor que casi ni se nota.
La batalla se fijó para el día siguiente. Era «la tarde de jueves último de carnal (carnaval), que llaman ‘de las comadres’, vigilia de Santo Matías»; a la que siguió una noche «que fue bien larga y fría» [2].  

Marqués bromista


Como cumplido general, Dávalos no sólo era gran estratega, sino hábil encantador de serpientes. El soldado gregario solía tener alma infantil. Con mucho teatro,
«el Marqués se adelantó un poquito, acercándose más a los enemigos, y no estuvo mucho que volvió con una risa que parecía muy de veras diciendo:
–¿Pasáis por la soberbia de estos borrachos? Sabed que el Rey de Francia ha mandado echar bando o pregón, que nadie tome español a vida, so pena que la perderá. También el que le tomare. ¡Mira el embriago, si piensa que ya nos tiene las manos atadas!
Este dicho, aunque algunos conocieron ser burla, pero a la mayor parte encendió en tanto coraje, que hizo gran daño a los enemigos. Porque se enojaron tanto los españoles, que muchos juraron de no tomar hombre a vida, y de antes morir mil muertes que rendirse, aunque se viesen sin un brazo pelear hasta morir. Y no pretendía otra cosa el Marqués, sino encenderlos en aquel coraje.»[3]
Se comprende que fray Juan trate de disculpar al Marqués de Pescara por aquella broma macabra, que de hecho se tradujo en una masacre, cuando su intención era, en román paladino, excitar la rapacidad de su gente. Disculpemos también nosotros al religioso, porque cuando escribe está hablando de un difunto, y de mortuis nihil nisi bonum. Cuando el que fue soldado antes que fraile va describiendo la flor y nata del ejército galo, personajes que va identificando por sus insignias, sus armas de lujo, collares y cadenas gruesas de oro, joyas, brocados, telas preciosas..., al final se le escapa decir ‘despojos’. Es lo que representaba todo aquel brillo para la tropa ojerosa, famélica, impagada. Luego hablamos un poco del ‘expolio’ tras la pelea.
Otra muestra del alma simple de aquellos aventureros. Nuestro testigo ha contado ya cómo algunos españoles pasaron la noche confesándose con los capellanes, ajustando sus conciencias con Dios o haciendo encargos a los amigos… Hasta aquí, perfecto. Pero ahora se hace de día. El ejército imperial está en orden, viendo al enemigo aproximarse sin prisa. Imponente. Como el silencio en los escuadrones, roto de vez en cuando por una bravata, una burla para aliviar el nerviosismo. Y he aquí que de pronto, como si aquello fuese corral de comedias y no campo de batalla, un militar español sale a escena:
 
«El capitán Don Alonso de Córdoba mandó llamar a su capellán, que le trajese a Doña Teresa, su amiga, que allí cerca de la retaguardia había quedado, en la cual tenía dos hijos. Y venida a él, le dijo:
–Ya veis, señora, el tiempo en que estamos, y sabéis que hoy estoy obligado a pelear por tres cosas juntamente: por mí, por mis hijos y por mi Rey. Que si fuese lícito pelear por cuatro, también por vos. Para esto último, estoy determinado, si vos lo tenéis por bien, que volviéndonos a Dios nos pongamos en su servicio, y recibiros por mi mujer, y los muchachos por mis legítimos hijos. Porque con esto, con más ánimo expondré la vida, por vos primero que por mí…
Ella viendo tan gran merced como Dios les hacía, se apeó de presto del caballejo en que venía, y viene arrodillada a sus pies. Él la levantó, y allí les fueron tomadas las manos en matrimonio por su capellán, y ella se volvió con muchas lágrimas donde había venido.
A todos pareció bien este hecho y lo tuvieron en mucho.»
En este punto del guión saltan al plató dos hermanos del novio, Juan y Pedro de Córdoba, a felicitarle y abrazarse con él, pues llevaban días sin hablarse, sin duda a cuenta de la coima. Tras de lo cual, «luego se volvieron todos a sus escuadrones, porque ya los tambores empezaban a tocar a la orden.»[4]

Reinventar la pólvora

Pescara fue el estratega de la victoria. Su baza, el tercio español de infantería, con los arcabuceros que él mismo ha entrenado. Saben moverse con agilidad entre el boscaje y desde allí realizar disparos en serie, los que aguante el arma, siempre al bulto, a tiro fijo. Estos arcabuces, a diferencia de los alemanes, era de manejo más sencillo y sobre todo tenía mira. Se usaron arcabuces de mayor calibre, para hacer daño a la gendarmería gala: una caballería pesada, formada por la élite de la nobleza y capitaneada por el rey en persona.
Todavía en pleno siglo XVI muchos nobles caballeros, incluso los entusiastas de la artillería, despreciaban en la guerra el arma de fuego portátil, como ajena al valor militar. Lo mismo habían sentido por la ballesta, y antes por el arco. Al enemigo se le da cara, no se le abate como un corzo.
Esta idea atrasada la compartía Francisco, el ‘Rey Caballero’. Él decidió que aquella jornada sería para sus gendarmes; y así, en cuanto vio que su artillería paralizaba y machacaba a los imperiales, dio la orden de alto el fuego y entrar en tromba por delante de los cañones mudos.
Este fue el momento de Pescara y su arcabucería, sobre todo la española. Desde los flancos, sobre aquella masa compacta, no se perdía una bala. El temido La Tremouille interceptó dos para él solo, en la cabeza y en el corazón, con las que anduvo muerto un rato sobre su montura, hasta que se desplomó. Daba igual tirar a los jinetes que a los caballos, porque el caballero caído a duras penas se podía levantar. Muchos caballos sin jinete servían de repuesto a los imperiales descabalgados. Fue el colofón triste de una caballería ya quijotesca, que dejó sobre el campo a muchos y grandes capitanes.
B. Van Orley. Batalla de Pavía. Caballería francesa batida por arcabucería de Pescara
Compárese el tapiz (abajo) y su 'carton' o dibujo a pluma y acuarela
La Paliza
«Allí murieron muchos señores y caballeros franceses, como fue el Almirante de Francia y monseñor de La Paliza y otros muchos, que aunque salían de la batalla y se rendían…, no tenían remedio, porque quien quiera los tuviese, llegaban los arcabuceros y los mataban como estaba mandado. Y de esta manera yo vi morir a monseñor de la Paliza, caballero anciano y muy estimado, el cual al capitán Zucar se había rendido y prometido 20.000 escudos de talla. Llegó un arcabucero y le mató» [5].   
La Paliza (como le llamaban los españoles), es decir,  Jacques de Chabannes de La Palice, mariscal de Francia, virrey de Borgoña y chambelán del rey. Era un veterano de 55 años. Un anciano, para aquel siglo y para aquellos trotes.
Yo le conocí  en Francia de oídas, porque allí todo el mundo sigue hablando de él, a cuenta de que «Monsieur de La Palisse, de no haber muerto, seguiría aún vivo»; o bien: «el que poco antes de morir aún vivía». En efecto, le han convertido en el Perogrullo francés, y las perogrulladas allí son lapalissades.  ¿Por qué?
Por un malentendido. A su muerte, sus soldados le hicieron un cantar con esta copla:
Hélas, La Palice est mort,
Il est mort devant Pavie:
Hélas, s’il n’était pas mort,
il ferait encore envie.


(Ay, que La Paliza ha muerto,
muerto delante de Pavía:
Ay, que si no hubiese muerto,
envidia diera todavía.)


En tipografía antigua, la f es fácil de confundir con la s alta, y ‘envidia’ (envie) no anda lejos de ‘en vida’ (en vie), sólo la distancia de un cuadratín. Así, los dos últimos versos se pueden leer en broma:
Hélas, s’il n’était pas mort, il serait encore en vie
(Ay, si no hubiese muerto, estaría vivo todavía) [6]
Y vaya si vive, de eso le conozco.

¿Quién capturó al Rey de Francia?

También sobre esto hay versiones. La que a mí me enseñaron, desde la escuela, es que a Francisco I le echó el guante Juan de Urbieta, un soldado guipuzcoano de Hernani. A veces los estudiantes le confundíamos con el alavés Juan de Urbina, también soldado en Italia contra los franceses. Lo que me pregunto ahora es si en las escuelas o ikastolas de hoy esos nombres se siguen pronunciando, y en qué contexto, como tantos otros  ilustres para la Historia de España. Porque de esta historia se reniega, o se silencia, sin explicar qué hacían esos personajes allí, en batallas y empresas que no eran las ‘nuestras’, las del Pueblo Vasco. ¿Mercenarios a secas, como los lansquenetes alemanes, los piqueros suizos, los ‘bande nere’ italianos? Luego lo vemos.
 
La versión que me contaron es la misma que contó quien bien le conoció y trató, fray Juan Carvajal de Oznaya, y es la que fusila el cronista Sandoval. Viendo el rey Francisco que sus leales ‘esguízaros’ (suizos) no le hacían maldito caso para volver a la pelea,
«pensó ponerse  en salvo y tomar el camino de la puente del Tesino. Iba casi solo, cuando un arcabucero le mató el caballo, y yendo a caer con él, llega un hombre de armas de la compañía de D. Diego de Mendoza, llamado Juanes, vizcaíno de nación, y como le vio tan señalado, va sobre él al tiempo que el caballo caía; y poniéndole el estoque al costado por la escotadura del arnés, le dijo que se rindiese.
Él viéndose el peligro de muerte dijo:
–La vida, que yo soy el Rey.
El vizcaíno lo entendió, aunque era dicho en francés; y diciéndole que se rindiese, él dijo:
–Yo me rindo al Emperador.» [7]
Lo sé, lo sé. Otras lecturas de la misma historia especifican que el aprehensor fue «Juanes de Urbieta, vascongado natural de Hernani en Guipúzoa». Pero elijo ésta como más auténtica y no retocada, para recalcar que la Vizcaya de entonces (precisamente como ‘nación’) comprendía a todos los usuarios del vascuence.
Si el incidente hubiese acabado aquí, mejor habría sido para él y para nuestro orgullo infantil. Pero en tales melés siempre salta lo imprevisto. El buen vasco ve a su alférez rodeado de Franceses que le quieren arrebatar el estandarte de la compañía. Y eso sí que no:
«El vizcaíno como buen soldado, por socorrer su bandera, sin tener acuerdo de pedir gaje al Rey en señal de rendido, de dijo:
–Si vos sois el Rey de Francia, hacedme una merced.
Él le dijo que se la prometía. Entonces el vizcaino, alzando la visera del almete, le mostró ser mellado, que le faltaban dos dientes delanteros de la parte de arriba:
–Pues en esto me conoceréis.
Y dejándole en tierra, la una pierna debajo del caballo, se fue a socorrer a su alférez. E hízolo tan bien, que con su llegada dejó el estandarte de ir en manos de franceses.»
‘Soplar y sorber, junto no puede ser.’ ‘No se puede estar repicando y andando en la procesión.’ Y otra gran verdad:  ‘Antón Pirulero, cada cual a su juego’. Mientras el guipuzcoano se cubría de pundonor rescatando su insignia, un caballero andaluz, un tal Diego Dávila, o de Ávila (aunque era de Granada), viendo un caballo muerto encima de la pierna de un caballero francés tan vistoso y tentador, le dijo que se rindiese. El rey le explicó quién era, y que ya estaba rendido al Emperador. El andaluz, sin creerle del todo, le preguntó si había dado gaje de ello, o sea prenda; y Francisco I, que debía estar harto de palique y fastidiado con la pierna dormida por culpa del desdentado distraído, le dijo que no,  y «le dio el estoque, que bien sangriento traía, y una manopla». A condición, qué menos, de sacarle de debajo del caballo.

El expolio
Y en esas estaban, cuando aparece otro caballero a echar una mano. Este cireneo se llamaba Alonso Pita –Pita da Veiga–, o sea que era gallego. El cual, mientras levantaban al rey, como quien le sacude el polvo de la armadura, le tomó nada menos que la Insignia de San Miguel, que para Francia era como el Toisón de Oro para los imperiales. No es de extrañar que Francisco I le ofreciese 6.000 ducados. «Pero él no los quiso, sino el San Miguel, para traerlo al Emperador» [8].
El Toisón también lo tenia el rey Francisco, desde la Paz de Noyón con Carlos V (1515). Por supuesto, lo traía al cuello al empezar la batalla, pero luego se le cayó y perdió. Lo encontró un soldado palentino, Juan de Ribera. Más adelante, en febrero de 1526, hallándose juntos Carlos V y Francisco I en Torrejón de Velasco, Ribera mostró al rey de Francia su collar, y ofreciéndole por él  400 ducados, con su propia mano se lo puso al cuello [9]
A todo esto, nuestro fray Juan Oznaya no nos dice dónde demonios se había metido Juan de Urbieta con su estandarte rescatado, mientras otros le soplaban la pieza. Y a punto estuvo de ir todo el negocio al traste, por unos arcabuceros que sin atender a razones querían matar al prisionero, ‘en cumplimiento de lo mandado por Pescara’. La contienda atrajo buen corro de soldados, y menos mal que pasaba por allí un francés, monsieur de La Mothe, cliente y amigo  del Duque de Borbón.
La Mothe, al reconocer al rey, se le puso de rodillas y le pedía la mano para besársela, mientras le rogaba que se no se rindiese a nadie sino a Carlos de Borbón. ¿No quería rendirse al Emperador? Pues Borbón era su lugarteniente, y era francés. Al solo nombre de Borbón, el rey Francisco se descompuso. Él no se rendía a traidores [10].  
¿A qué más prueba? El Dávila se dio prisa en tomarse la libertad de librar a su ilustre prisionero de la molestia de aquel almete o yelmo tan complicado. El Rey Caballero le dio las gracias, pensando era cortesía para que se limpiase el sudor; pero no fue así, sino que al de Granada le había encantado la pieza.
Fue como una señal para lanzarse todo el mundo a desplumar (literalmente) a Su Majestad  Cristianísima, unos arrancando los penachos enormes del yelmo y del caballo, amarillos y morados, otros cortando pedazos del sayo por encima de la armadura, y del faldellín, poniendo al descubierto la sobre-bragueta o protector de acero, bien cincelada y decorada, que  daba gloria verla.
Conviene que entendamos bien todo este episodio en la mentalidad de su tiempo, y no interpretarlo a la ligera como sórdida codicia y rapiña. Se trataba del rito del expolio, con su significado caballeresco tradicional. A él se atienen Urbieta y sus compañeros Dávila, Pita y alguno más –militares de cierto rango y prestigio–; que sabiendo muy bien lo que hacen, lo primero (a falta de escribano) piden ‘gajes’ o prenda de reconocimiento de la rendición, y luego toman o más bien reciben del vencido piezas de su armadura que él ya no puede usar con honra. Y así vemos cómo el rey entrega a uno el yelmo, a otro una manopla, etc.
Esta es la parte simbólica del acto. Otra cosa es que el tomador también desee botín, y aparte del rescate convenido, se le antoje una cruz preciosa con reliquias, un anillo, un collar… Aquí ya entramos en espacio equívoco, pero también hasta aquí alcanza lo caballeresco. El vencido que renuncia a sus espada o su armadura deshonrada, no puede renunciar a su honra personal, vinculada por ejemplo a la orden de San Miguel o la del Toisón. Estos objetos sí que son prendas que el vencido desea rescatar, y el que las toma no es para sí, sino «para traerlo al Emperador», o para devolverlas (previo pago o merced) en su momento.
En otro nivel nobiliario, será finalmente Lannoy quien consumará el rito de rendición, recibiendo la espada del vencido, entre aspavientos de respeto, y como a cambio, para que no quede indefenso, le ofrecerá su propia daga.
Apurando la cosa, este rito que se arroga el Virrey de Nápoles le correspondía más bien a Carlos de Borbón, como lugarteniente de Carlos V. Alguno de los ‘criados’ obsequiosos del Condestable galo ya trata de conseguir para su amo ese honor,  insinuando al rey a quién debía entregarse. Por supuesto, Francisco I no podía aceptar la humillación de hacerlo en la persona de todo un Condestable de Francia que se había pasado al enemigo [11].

Combate y rendición de Francisco I. Dos detalles de 'La Batalla de Pavía', de Patinir
La Batalla Imperial
–Cómo, ¿así lo deja? ¡Pero si en realidad no ha descrito usted la batalla!...
He ahí un reproche que nadie me va a hacer.  En efecto, yo ofrecí contar mi batallita de Pavía, y ahí acaba mi compromiso. La batalla como tal quédese para entendidos y especialistas. También hay blogs que se dedican a esas cosas, como ‘Ejército de Flandes’ - Asedio, socorro y batalla de Pavía. O en italiano (puede usarse el traductor), 1525  -  La battaglia di Mirabello di Pavia . Bueno igualmente es Ars Bellica - Battaglia di Pavia.
Pavía no me parece una página gloriosa, por la masacre totalmente innecesaria. Se estima que en el ejército de Francia las bajas mortales pudieron ser más de 10.000. Para un ejército de 26.000 son demasiadas; pero es que la proporción fue más alta, ya que el contingente suizo al servicio de Francisco I se puso en salvo sin siquiera entrar en batalla.
Morir uno de cada dos combatientes es mucha muerte. Y si eso ocurre después de la derrota técnica, la cosa se pone fea. Es verdad que muchos, en la desbandada, rotos los puentes, trataron de cruzar a nado el Tesino y se ahogaron. ¿Pero por qué se tira al agua en invierno gente que ni siquiera sabe nadar? Algo terrible está ocurriendo en el campo.
Tapices de la Batalla de Pavía: La derrota de Francisco I
Rotura de un puente de barcas tras el paso del Rey. Vae victis!
Ese algo terrible lo adivinamos en el cuadro que bosqueja quien lo vio –una vez más, fray Juan de Oznaya. Después de todo, tal vez los españoles fueron los únicos que pillaron el sentido del humor del Marqués de Pescara, al revés de los lansquenetes tudescos, que todo lo tomaban al pie de la letra. Dice fray Juan que los vencidos –los que podían moverse, se entiende–
«temblando se venían a poner en manos de los españoles, y asido uno al estribo del español, otro se asía de aquél, y otro al otro. Y así se venían con cada uno cuarenta o cincuenta rendidos, y con alguno más de ciento. Todos con lágrimas pedían misericordia, que era la mayor compasión del mundo verlos. Los españoles aseguraban y prometían de hacer bien con ellos, como lo hicieron.»
Efectivamente, unos 4.000 prisioneros de improbable rescate quedaron libres bajo palabra.
De Pavía nos queda, pues, en positivo el arte plástico de los tapices y cuadros. Queda también alguna pieza musical que se ha creído inspirada en su recuerdo y fama. La ‘Batalla Imperial’ ha andado atribuida al organista Juan Bautista Cabanilles (1644-1742), como su obra más popular. Sin embargo últimamente veo que esa batalla la pierde nuestro valenciano ante la bien argumentada paternidad del alemán Johann Caspar Kerll (1627-1693), como Battaglia a secas.
Sea de quien sea, y tenga lo que tuviere que ver con Pavía –seguramente nada–, disfrutémosla en dos versiones, mientras siga en la red:





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[1] Cfr. Accademia degli Incerti, ‘Arazzi da guerra’. Respecto a la iconografía de la batalla en general, que da la duda de si tanta transparencia atmosférica es una licencia más que se toman los artistas, lo mismo que los paisajes de fondo, etc. Parece que la noche del 23-24 fue serena y estrellada, pero muy fría. El relato que vamos a seguir así lo afirma, y luego habla de amanecer el sol, dejando ver venir de lejos a todo el enemigo, distinguiéndose bien las divisas etc. («como a menos de una milla vimos venir aquel ejército»; Oznaya, f. 90). ¿Hasta qué punto se trata de composición literaria? Por el contrario, hay quien estima que en el clima ordinario de Febrero en Pavía, la visibilidad no pasaría de los 100 m.
[2]  Biblioteca Digital Hispánica. Relación de la Batalla de Pavía y prisión del Rey de Francia (manuscrito). ‘Historia de la Guerra de Lombardía, Batalla de Pavía y prisión del Rey de Francia’; CoDoIn, 38 (1861): 289 y ss. Relación o Historia atribuida a fray Juan Carvajal de Oznaya. Cito como Oznaya. El documento está copiado casi todo él, con enmiendas, por fray Prudencio de Sandoval, ‘Vida y Hechos del Emperador Carlos V’.
[3] Oznaya, ff. 90-91. Sandoval cambia en este pasaje la palabra ‘borrachos’ por ‘locos’, y la expresión ‘mira el embriago’ (beodo) por ‘mirad qué vanidad’. Obviamente, el embriago (ubbriaco, en italiano) era el rey de Francia. Oznaya, que adora al Marqués de Pescara, volverá a poner su boca el mismo discurso halagador, sensiblero y connivente a la soldadesca, a la que que se dirige en ‘vosotros’ retórico, como de camarada a camaradas, con los que su capitán todo lo comparte, lo bueno y ahora lo malo.
[4] Toda esta escena la cuenta Oznaya y la repite Sandoval. La comicidad es inevitable, porque a todo esto el ejército enemigo imponente se está echando encima. El toque de tambor pone fin al sainete.
[5] Oznaya, ff. 99-100. Vamos viendo el efecto de la ‘broma’ del Marqués de Pescara, en el sentido de no tomar prisioneros.
[6] Para más regodeo, la buen viuda encargó un túmulo, y dicen que para el epitafio se aprovechó la copla:
Ci-gît Monsieur de La Palice,
qui est mort devant Pavie, etc.

Pero el proverbio vino de la copla, no del epitafio, que nadie ha visto.
Son célebres las Coplas de Mr. de La Palice, de LaMonnoye (1713), con música
[7] Cito aquí por el ms. de Oznaya, ff. 108-109, que difiere de la edición en CoDoIn y de Sandoval.
[8] Oznaya, fol. 109-110.
[9] Sandoval, o. cit., lib. 14, cap. 7. Nuestros pretendientes a la aprehensión del rey no fueron los únicos españoles, sin contar los extranjeros. Por ejemplo, el cordobés García Cerezeda menciona en el acoso al rey a un grupo formado por Diego de Ávila, Juanes (Urbieta), Sandoval –estos eran de caballería–, y un infante llamado Córdoba. Añadiendo:
«Y este infante se estimó haberle tomado el San Miguel, que es un joyel que traen los reyes de Francia, como el Emperador usa el tusón (toisón). Diego de Ávila y Joanes hubieron las manoplas y estoque y yelmo».
El Juanes pidió y obtuvo del rey la libertad de su jefe D. Hugo, recibiendo como garantía un rico anillo que Francisco llevaba puesto. Martín García Cerezeda, Tratado de las campañas… de los ejércitos del Emperador Carlos V. Madrid, Soc. Bibl. Españoles, 1873,  1: 126).
[10] Así Oznaya. Según otros, fue Bruno Pomperan, amigo íntimo del Borbón, quien entretuvo a los arcabuceros españoles como media hora, hasta que llegó Lannoy, el comandante en jefe. Éste se arrodilla ante el rey y recibe su espada, etc.
[11] Sobre el significado del expolio, cfr. Bastian Walter-Bogedain, “Je l’ai pris! Je l’ai pris! Die Gefangennahme von Königen auf spätmittelalterlichen Schlachtfeld» [¡Yo le he cogido! ¡Yo le he cogido! El apresamiento de reyes en el campo de batalla tardo medieval]; en M. Clauss & al. (eds.), Der König als Krieger: Zum Verhältniss von Königtum und Krieg im Mittelalter. Univ. of Bamberg Press, 2016, págs. 137 y sigs.; con referencia al caso de la captura y expolio de Francisco I en Pavía (págs. 148-149).