sábado, 26 de septiembre de 2015

Venecia: peregrinando a los orígenes


De excursión por la Laguna
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La semana pasada hemos estado en Venecia. Los mismos por segunda vez, después de más de 40 años. La primera visita fue, si no me equivoco, en 1971, de camino a la Yugoslavia de Tito, y duró sólo unas horas: ida y vuelta en vaporetto por el Canal, con una ronda por la Piazetta y Plaza de San Marcos –con la basílica cerrada a cal y canto–, y pare usted de contar. Me quedé con las ganas. Casi nueve lustros de ganas, se dice pronto.
De los cuatro días y medio hábiles de programa quitamos uno para Padua, que es viaje de cercanía. Otra media jornada fue para las islas, con paradas en Torcello, Burano y Murano. El resto, para patear y navegar la capital de la Serenísima; con cierto plan, pero un poco a la buena de Dios, que es lo bueno.
La verdad es que Venecia es una de esas ciudades privilegiadas que todo el mundo cree conocer aun sin haberla visto de ojos. Empezando por la Venecia del cine: ‘Senso’ y ‘Muerte en Venecia’ (Visconti, 1954 y 1971); ‘Casanova’ (Fellini, 1977); ‘The Italian Job’ (Gary Gray, 2003), con M. Wahlberg, D. Sutherland, E. Norton & al., sin olvidar a la Charlize Theron. «Confío en todo el mundo, pero desconfío del demonio que llevan dentro»
Un viaje así merece alguna preparación, poca o mucha, hoy día no es problema. Pero a mí me gusta siempre consultar también guías antiguas y libros de viejo, mejor si contienen fotos, como la ‘Venezia’ de Pompeo Molmenti (1907). La visión retrospectiva es impagable para interpretar el presente [1]
«Venecia, otrora la más floreciente de las ciudades mercantes del universo…» : así de enfático se ponía el Baedeker exordiando su introducción a la ciudad. Bien, ya tenemos la primera parte de una oración (la que mi profesor de Retórica llamaba la ‘prótasis’), veamos la segunda (la ‘apódosis’, según el mismo): « … es en la actualidad una capital de provincia y una plaza muy fuerte, un puerto militar y mercante, y la sede de un arzobispado cuyo titular es patriarca». De lo ridículo sublime a lo prosaico, en tres líneas y media.
molmenti.jpgPara evitar que me ocurra otro tanto, cedo la palabra al gran especialista veneciano Molmenti; pero no en su obra citada, sino en otro libro delicioso, ‘La historia de Venecia en la vida privada’ (Turín, 1880), que ya en su primer año tuvo dos ediciones. Cosa natural, pues no se concibe a Venecia sin chismorreo, y no se entiende cómo este ensayo fue primicia en su género, como se jacta el autor con toda la razón del mundo universo, que diría Herr Karl [2].
La historia se subtitula, ’‘Desde los orígenes hasta la caída de la República’. ¡Ah, los orígenes! La mejor parodia de ‘orígenes’ que recuerdo, la leí de joven en ‘La Isla de los pingüinos’ de Anatole France, al que agradezco haberme aclarado el tema de una vez por todas.
Navegamos, pues, por la Laguna o albufera véneta, con Molmenti de piloto, a la búsqueda de los famosos orígenes. Por si acaso, advierto que el autor es finamente irónico:
«Desciendan los vénetos de los galos, de los sármatas, de los germanos, de los escitas o de los paflagonios, lo cierto es que figuran entre los pueblos más antiguos de Italia, como también de Europa; y que su venida y asiento antiquísimo en el país que de ellos tomó nombre se confunde con el mito...
En el alba de la vida de los pueblos, los ritos, los símbolos, las tradiciones se parecen… Pero luego el mundo arcano de las fábulas se aclara poco a poco. El mito, que tiene en sí una razón psicológica que revela la conciencia de las primeras gentes, cede el sitio a la severidad austera de la historia. Para los vénetos, hallamos el primer barrunto de ella en Estrabón, que refiere la guerra de los tuscios o tirrenos contras los ligures, cimerios, celtas y vénetos...
Bajo la República romana, la región véneta formó, con la Galia cisalpina, una sola provincia con el nombre de Galia Togada
A favor de un clima litoral excelente, competidor del de Bayas (cerca de Nápoles), una mezcla afortunada de galos, insubrios y vénetos produce una nación emprendedora de comerciantes y marinos:
«Se erigen palacios imperiales en Altino, en Aquilea, en Verona; fábricas de armas en Concordia. Se abre una ceca pública en Aquilea. Por todas partes aldeas y ciudades florecientes.
Con todo, las costumbres severas de antaño no se mudan, y a decir de Plinio, este pueblo conservó siempre la modestia y frugalidad de sus mayores. Las mujeres a buen recaudo y pudorosas, sin perifollos ni tonterías: cosa que revela el carácter de una sociedad; porque las mujeres nunca aflojan sus costumbre si primero los hombres no se han vuelto muelles y disolutos.
En la vida de los vénetos, las inclinaciones y afectos estaban reglados por la placidez de ánimo. La disciplina familiar, sometida a la disciplina del Estado, que se ocupaba incluso de las bodas.
Cada año, en el día fijado, se reunían las vírgenes, y en presencia de los oficiales públicos cada varón joven elegía la mujer más de su gusto. Las bonitas se colocaban las primeras, quedando las feas. A éstas, una ley providencial les aseguraba el porvenir. El que había tomado novia guapa debía desembolsar una suma de dinero destinado a dotar a las menos hermosas, que de ese modo podían encontrar también ellas marido. Esa costumbre, que venía de Asia, cuna de los primeros vénetos, la veremos mantenida por los vénetos segundos… »
Un pueblo sólo puede valorar su propia excelencia si se compara con sus indecentes vecinos, en especial si éstos son sus dominadores reales o supuestos, en cuya unidad política ese pueblo naturalmente libre se encuentra integrado  por veleidades de la Historia:
«Antes y durante la era romana, los vénetos fueron modestos en el vestir, y nunca conocieron las costumbres muelles de los frigios, etruscos y latinos, ni supieron jamás qué cosa fuese la seda, el biso, las gasas y demás telas exquisitas. El bardocucullus, un capuz basto que usaban no sólo los campesinos sino también la gente acomodada, es recordado en las sátiras de Juvenal [3].
Con hábitos de vida tan sencillos, en modo alguno se descuidaba el aseo corporal. En Roma se apreciaba mucho cierta composición de vitriolo [sic], usada para limpiar la piel: la llamada terra véneta. Nada que ver con la molicie y finuras de las colonias etruscas asentadas en el país.
Mas no se piense que los vénetos romanizados no se resintieron del influjo de la Capital. Concretamente, aceptaron algunos de los espectáculos predilectos de los latinos. También aquí, en el anfiteatro, se hicieron combates de hombres contra fieras, y hubo gladiadores en Altino, en Aquilea, Padua, Verona.
Con todo, los juegos cruentos repugnaban a la índole apacible de los nuestros, que mayormente se aficionaron a las carreras de carros y de caballos, que criaban y adiestraban con el mayor esmero; también a las representaciones escénicas y a los juegos iselásticos (o de competición): luchas, carreras pedestres, desafíos de canto y poesía.»
Con sus ventajas indudables , esa integración en el Imperio romano tuvo sus inconvenientes, al verse los vénetos involucrados en disputas que no iban con ellos. Entre los sucesos tristes se recuerda, por ejemplo, el asedio de Aquilea por el tirano Máximo, aspirante al imperio (238):
«Fortísima fue la defensa de la ciudad, que soportó impertérrita todos los horrores del hambre y de la muerte, con actos de valor infinitos. Faltando cuerda para los arcos, las mujeres ofrecieron voluntariamente sus cabellos. De ahí que, tras el asedio y muerto Máximo, en memoria de aquel sacrificio de las aquileanas se acuñó una medalla con la efigie de Quincia Crispilla, la mujer de Máximo, en una cara, y en la otra un templo con la leyenda, a Venus Calva…»
Por su puesto, se trata de una broma, bien del autor, o de quien falsificó la moneda. La supuesta Venus Calva véneta es plagio de una leyenda romana mucho más antigua [4].  
«Vienen luego las invasiones bárbaras del siglo V: los vándalos, los hunos (“el Azote de Dios”); luego más estables y no tan bárbaros los hérulos, los ostrogodos, y por último los lombardos, ferocísimos al principio, amansados después por nuestro clima y su asimilación con los vencidos itálicos. Al choque de los bárbaros, se viene abajo el Imperio.»
Y aquí entramos, por fin, en la materia que nos ocupa: los orígenes de la ciudad de Venecia:
«En aquellos tiempos desdichados y medrosos, gran parte de la vida italiana se retraía en los rincones extremos y olvidados de la península. Entre nosotros, la herencia gloriosa de los padres la recogen un puñado de fugitivos, que uniendo fuerzas fundan un estado. La primera Venecia, perdido hasta el nombre, daba a luz así entre las marismas del Adriático a la Venecia nueva…
Aquí serán nuestros guías el diácono Juan Sagornino, el cronista más antiguo que nos ha llegado, la Crónica de Altina y la de Andrea Dandolo
Laguna Véneta Centro-Norte: Torcello - Burano - Mazzorbo


Cuentistas. Sabían perfectamente que todo este litoral ítalo-adriático era bien conocido desde siempre y utilizado por la flota romana; y que estas marismas se explotaron desde siempre para la sal, el marisqueo y pesca, y hasta para la agricultura. Sin embargo,
«conforme al espíritu del tiempo, los cronistas vénetos quisieron iluminar con luz poética y religiosa estas moradas antiguas de sus padres y (como apunta la Crónica de Altina) imaginaron voces de lo alto que indicaban a los prófugos las isletas dispersas… ¿Cabe pensar que las islas de Torcello y Burano fuesen desconocidas? ¡Unas islas donde se desentierran lápidas romanas! Por lo demás, la misma Crónica describe aquel  archipiélago reducido, pero poético y ameno, desde Torcello a la Venecia actual y su Lido, como rico en viñedos y agricultura floreciente, ya antes de la llegada de los prófugos.»
Por si fuese poco, frente a la embocadura del puerto que más tarde se llamó de Veniesia existía desde tiempos remotos –¡la fabulosa ‘edad Troyana’!– un castillo de guarda, indicio claro de población y tráfico marítimo antiguo. Más despejado de islas, el estuario o laguna inferior, desde la actual Venecia hasta las bocas del Po, tuvo su franja litoral habitada en largos trechos, con algunos poblados que pronto desaparecen casi todos, más que nada por el curso mudable de los ríos.
En el archipiélago de la parte norte, la Crónica enumera diversas localidades activas en aquella nueva edad. Torcello es una de ellas, señalada en las guías por su rica herencia arqueológica, en contraste con la escasa población; en contraste también con la vecina isla de Burano, populosa y abigarrada.


En Torcello se muestra al aire libre, a la sombra de un acebuche, un bloque de piedra labrada toscamente en forma de sofá: el Trono de Atila, nada menos. Tiene delante un brocal de cisterna, pero sin cisterna; con tapa de hierro, y a los lados un par de vasijas en relieve, como brocal parlante. De éstos hay muchos en la región [5].
«Mucho se ha discutido sobre si Venecia dependió alguna vez del Imperio Bizantino. El sentimiento patriótico se inclinó por el no, en favor de una presunta república independiente»
Independencia en todo caso desmentida por la historia, con la alternativa bien documentada de una sumisión a la monarquía ostrogoda de Alarico y, sobre todo, de Teodorico. Otra cosa es que en la cultura y el arte los ostrogodos dependieron de Bizancio.
En fin, oigamos a Casiodoro (h. 485-580), senador y ministro de Teodorico y de Vitige, cantar en tono mayor las laudes Venetiarum, un siglo después de la invasión de Atila:
«Las  Venecias famosas, ya colmadas de gente noble, lindan al mediodía con Rávena y el Po, gozando al oriente de la amenidad del lido Jonio, donde la alternancia mareal cubre y descubre la superficie de los campos. Por esta parte vuestras casas son como de aves acuáticas, ora terrestres, ora insulares.; y cuando, mudado el paisaje, aparecen de pronto esparcidas por el mar abierto, se parecen a las Cícladas aquellas moradas, no producto de la naturaleza, sino fundadas por industria humana. Y puesto que la tierra se consolida con ayuda de mimbres flexibles, vosotros no dudáis en oponer tan frágil reparo a las olas del mar, cuando el bajo litoral no basta para rechazar la mole de las aguas.
Como allí la única abundancia es de pescado, pobres y ricos conviven en igualdad. Un mismo manjar les alimenta a todos. Una morada similar les acoge. No conocen la envidia del hogar ajeno, y así viviendo se libran del vicio que al mundo esclaviza.
Toda emulación se centra en la industria de las salinas. En vez de arados y hoces, lo vuestro es rodar cilindros que os rinden fruto. A ese arte vuestro se reduce toda la producción, pues si tal vez alguno no busca el oro, no hay nadie que no desee la sal, que hace más grato todo alimento…»
El mito, siempre el mito. Aquella sociedad igualitaria se estratifica en niveles estancos de optimates, nobles y plebe. Los vénetos laboriosos y frugales de Casiodoro pronto se volverán marineros y traficantes; sus moradas sencillas se mudarán en palacios. Venecia conocerá un ascenso (siglos VIII/IX-XV), un apogeo y Siglo de Oro (siglos XVI-XVII), seguido de la fatal decadencia (siglos XVIII-XIX) hasta la ruina total como estado, primero bajo Napoleón (12 de mayo, 1797), luego también bajo Austria (17 de octubre del mismo año).
Reconquistado el Véneto por Bonaparte, la población se subleva ¡en favor de Austria!, para dar finalmente en Reino de Lombardía-Venecia, integrado en el Imperio Austríaco con autonomía sobre el papel (Congreso de Viena, 1814-1815).
Entre guerras y motines de independencia, Venecia sufre la mayor humillación de su historia en 1866, cuando Austria la ofrece en venta al nuevo Reino de Italia [6]. La unión definitiva se hizo por referéndum prácticamente unánime (1866, 21-22 de octubre).
Con esto no me queda sino compartir con los lectores unas cuantas fotos de recuerdo de nuestra excursión a las islas. No todas serán pasables, porque en las iglesias de la Iglesia (que no es redundancia), así como en sus museos y otros particulares, por lo general está prohibido usar la cámara, y haciéndolo a hurtadillas confieso que me pongo nervioso.
A Torcello nos vamos, pues.


Torcello


Habíamos madrugado por evitar la turbamulta, y aun así no estuvimos solos.
Desde el embarcadero hay un recorrido de unos 600 m, que la amenidad del paisaje y del día hace corto, mientras levanta la bruma. Hasta el nombre del camino suena bien: Estrada de la Rosina. A la derecha, el rivo o pequeño canal; a la izquierda, una serie de casitas con jardines y huertos, con tierras de labor detrás.
A medio camino se encuentra el pequeño ‘Puente del Diablo’, a la medida del rivo. Al final de la estrada, un segundo puentecillo nos pone en el lugar arqueológico, con dos iglesias al oriente.
Lo primero que llama la atención es el citado ‘Trono de Atila’, ocupado tal vez por algún turista que otro, lugar predilecto para hacerse la foto. Ha sido un acierto moverlos aquí, el trono con el brocal de cisterna, a la sombra del acebuche que da prestancia al bárbaro mueble [6].
Una visita previa a los lavabos (1, 50 €) puede hacer las siguientes más llevaderas: al Museo Arqueológico –en parte al aire libre–, y Santa Fosca con la basílica-catedral de la Asunción. Estas dos iglesias son los únicos monumentos supervivientes de Torcello. La primera, de milagro, pues en 1811 el ocupante francés decidió su derribo (previo saqueo). El despotismo ilustrado de vez en cuando sale con una de esas. Ambas son piezas únicas de primer orden que justifican el viaje.


Santa Fosca y la Basílica de la Asunción
Santa Fosca es una preciosidad bizantino-ravenate del siglo XII, con pórticos del XVI muy a juego. Su aspecto es algo rechoncho, por los pórticos y sobre todo porque la planta cuadrada ligeramente cruciforme se cubre con un tambor de poca altura, como un proyecto de cúpula frustrado. Efecto que se acentúa por la inmediatez vertical de la basílica con su torre. Por lo demás, se reconoce cierto parecido formal con San Vital de Rávena en diminuto.
(c) Architekturesketch
La santa titular, Santa Fosca, es un misterio rocambolesco: una doncellita de Rávena, de familia pagana, que decide hacerse cristiana y puesta de acuerdo con su nodriza Maura se hacen bautizar. Denunciadas al prefecto, ellas mismas se entregan para ser procesadas, torturadas y decapitadas, un 13 de febrero de no se sabe qué año.
El cuerpo de Fosca fue traído aquí poco después del año 1000; pero no de Rávena, sino de la remota Sabratha, cerca de Trípoli en Libia. ¿Cómo fueron a parar allí los cuerpos de las mártires? Una pasión novelada de aquel siglo dice que los tiraron al mar y unos marineros de camino a África los rescataron. «Muchos años después» –siempre ahorrando las fechas–, ocupada aquella tierra por «los pérfidos paganos» –un modo de referirse a la invasión musulmana–, el falsario dice que cierto cristiano llamado Vital (o Vidal) tuvo la corazonada de descubrir los cuerpos santos en una cueva y los trajo a su país de origen; pero no a Rávena, sino a Torcello, donde se les dedicó esta iglesia.
El problema es que la pasión, aparte de muy tardía, es chapucera, y el autor no tuvo escrúpulo en plagiar temas del martirio de santa Águeda. Por otra parte, Fosca y Maura no serían nombres propios, sino los términos algo despectivos para designar a las mujeres africanas en general y a las esclavas en especial: la Morena y la Mora. Finalmente, el nombre de Vital atribuido al piadoso agente cristiano, hace pensar de inmediato en San Vital de Rávena. Por eso dice un experto [7] que la relación de santa Fosca con Rávena es sólo ‘arquitectónica’.
En todo caso, la iglesia debería llamarse de las Santas Fosca y Maura. Sólo que Fosca era la señorita, y Maura su criada. Hasta el cielo respeta las clases sociales.
Si la iglesia de Santa Fosca la vemos relacionada con San Vital de Rávena,  La catedral de Torcello nos lleva a las basílicas de la misma capital del Hexarcado bizantino, como San Apolinar el Nuevo.
Templo todavía magnífico, aunque muy manoseado todo él. De la estructura, lo más arcaico es la exedra en el ábside, a modo de mini teatro con graderío para el clero según sus órdenes, y elevado en medio el trono del obispo, como piloto de la nave eclesial. Encima hay un mosaico bizantino de buen efecto. Sobre un colegio apostólico, una Madre de Dios muy estilizada con el Hijo en el brazo izquierdo, mostrándolo con la mano derecha mientras te mira con fijeza algo inquietante, de pie sobre una especie de alfombra voladora que se curva un poco bajo su peso, campea sobre un cielo dorado infinito.

[La misma imagen y de la misma mano o escuela veremos luego en el ábside dorado de la catedral de Murano, aunque ésta sin el Niño.]
En la pared izquierda hay una inscripción notable con la fecha del templo: año 639. No debe engañar: se refiere al edificio primero, no al actual que es de principios del siglo XI, al final del gobierno de Pedro Orséolo II (991-1009), quizá el primer dux propiamente tal y ‘fundador’ de Venecia, compadre del emperador germánico Otón III. Vemos así cómo esta ínsula hoy despoblada ya era obispado con grandes monumentos, cuando la futura capital era un puñado de palafitos. De hecho fue aquí donde arribó el cuerpo de San Marcos traído por mar desde Alejandría.
El ábside derecho también tiene decoración de mosaicos: entre los dos arcángeles Miguel y Gabriel, Cristo Pantocrátor sedente bendiciendo, con los pies sobre un cojín decorado con puntas de flecha, símbolo del rayo, reminiscencia de Júpiter tonante. Debajo están los Cuatro Doctores de la Iglesia de Occidente, pero con una curiosidad: san Jerónimo ha sido reemplazado por san Martín de Tours; he aquí un indicio de relación antigua con el Imperio carolingio.
El suelo de la basílica es igualmente de mosaico muy elegante,
Ahora bien, el elemento decorativo inolvidable de esta basílica es el mosaico del Juicio Final, que ocupa toda la pared de ingreso. Muy marcado este cazador furtivo por el cobrador de las entradas, no fui capaz de tomar una foto a gusto, de modo que tiremos de youtube (mientras dure):



La historia gráfica de salvación y condenación se relata en tiras, como un tebeo. La más ancha y principal se titula en griego abreviado +H ANAC, la Anástasis o Resurrección de Cristo, que tras romper las puertas de la Muerte y del Sheol saca del Limbo de los Justos al primero de ellos, el padre Adán. Arriba de todo se representa un Calvario con la sangre de Jesucristo bañando la calavera del mismo primer padre.

El Juicio propiamente dicho se desarrolla en las cuatro tiras inferiores:
1. En la primera se sienta el Juez en majestad, en una mandorla luminosa, asistido de María y el Bautista, los apóstoles y corte celestial.
2. En la siguiente ya está sobre un mesa el Libro de Registro con las obras malas y buenas de cada individuo, representados aquí todos por Adán y Eva de rodillas. A todo esto, los ángeles tocan a la Resurrección de la Carne. La tierra devuelve sus muertos, y hasta las fieras carnívoras son llamadas a vomitar la carne humana que devoraron. Lo mismo la mar, representada por una ninfa desnuda, así como los peces, devuelven a sus ahogados: una escena muy sensible en la marinera Laguna.
Es curioso que los ángeles despertadores, en vez de trompetas, se desempeñan con olifantes decorados, como el que hacía sonar Roldán en peligro. Prueba del gusto por lo carolingio, en un contexto bizantino y oriental.
3. Viene luego la pesada de las almas. El arcángel pesador, celoso de exactitud, mantiene  el típico litigio con un par de diablos, capaces de hacer trampas empujando su platillo de la balanza con unos garfios, aunque su intención aparente sea colaborar con la Justicia, aportando denuncias que extraen de sus bolsos y tinajas.
En esta franja y en la inferior, a uno y otro lado, vemos los resultados del Juicio: a la diestra de Cristo, los que se salvan; a la izquierda, los que van al Infierno.
Estos grandes murales sobre la ‘Solución Final’ al eterno problema del Bien y del Mal, cuya plasmación definitiva la dio Miguel Ángel en la Sixtina, dejan impresión. Personalmente –rubor me da confesarlo– a mí siempre se me van los ojos a la gente de abajo a la izquierda (la derecha según se mira). «Las tartareas fonduras», que dijo el Marqués de Santillana.
Veo aquí cómo la fuente térmica del infierno es un río de fuego que brota de los pies del propio Jesucristo. Su sangre, vertida inútilmente por lo malos, se convierte en fuego que los atormenta por siempre.

Oceansbridge
Veo a dos ángeles incombustibles que revuelven con barras en el fuego a unos condenados de mucha cuenta: obispos, reyes y magnates asoman sus cabezas de aquel baño tórrido, hostigados por diablejos negros, bajo la mirada complacida del Príncipe de las Tinieblas, sentado en su trono con el pequeño Anticristo sobre sus rodillas.
Veo cómo hasta en el Infierno hay orden, y este primer compartimento se reserva para los grandes eclesiásticos y políticos herejes o perseguidores de la Fe: Arrio, Nestorio, Eutiques, Sergio y compañía; Constantino Coprónimo y León Isáurico, la emperatriz Eudoxia y hasta el mismísimo Mahoma. Otros recintos acogen a los pecadores según sus vicios capitales, y al final de todo está la celda de castigo: un cuarto oscuro sin calefacción, muy al contrario, con un baño helado destinado a la peor ralea: los Judas, supongo.
En medio, entre la Gloria y el Infierno, está la puerta principal del templo por donde tienen que pasar los fieles, y sobre el tímpano la Virgen orante. Vista la alternativa y mientras estamos a tiempo, los que salen por allí pueden leer una plegaria en hexámetro leonino (con rima interna):
VIRGO, DEI NATUM PRECE PULSA, TERGE REATUM
(Virgen, al Hijo de Dios tócale con ruego, borra la culpa)





Ya fuera, a los pies de la basílica se ven los fundamentos de un baptisterio con su típica planta evocadora de un balneario, pues realmente no era otra cosa para el bautismo por inmersión. De ahí tomaron la idea los baños árabes y turcos. En su tiempo, formó conjunto con la basílica.


¿Navegación terrestre? Esto da idea de lo bajas que son las islas
Las iglesias de Torcello. No tan próximas: a 1 km largo, desde el sur 
Y baste con eso por hoy. Por Burano y Murano volvemos a Venecia.
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[1] Para Venecia, además de mi Karl Baedeker (L’Italie des Alpes à Naples, 1909) y de la obra citada de P. Molmenti, La storia di Venezia nella vita privata, he bajado de la Red Venice, de Grant Allen (1808, con reimpresiones); Venice, de A. J. C. Hare y St. Clair Baddeley (1922, 8ª ed. revisada); Guida artistica e storica di Venezia e delle isole circonvicine, a nombre de R. Fulin y P. Molmenti (1881). Es revisión de la obra homónima por P. Selvatico y V. Lazari (1872), catálogo de monumentos y obras de arte con comentario histórico y numerosos dibujitos.
[2] Uso la 2ª edición, pues el facsímil de la primera en la Red es de pena, falto de páginas y otras muchas ilegibles.
[3] Contentusque illic veneto duroque cucullo; Sát. III.
[4]  Se decía que en Roma hubo un templo a este avatar extraño de la diosa de la belleza, y como era de rigor vino la etiología con sus explicaciones. «Según una, cuando Breno y sus galos asedió el Capitolio, a falta de cuerdas para las armas, la matrona Domicia la primera dio ejemplo sacrificando su cabellera, seguida de todas las demás; y luego, acabada la guerra, se dedicó a Venus una estatua así llamada. Otros hablan de una epidemia de caspa que dejó calvas a las romanas, y el rey Ancio dedicó una estatua calva de su mujer como expiación: de ahí vendría el culto a la Venus Calva. En fin, según algunos se trata de un equívoco: a Venus se la llamó Calva porque ‘corda calviat’, esto es, porque ‘engaña y burla los corazones’» (Servio, Coment. a la ‘Eneida’, 1, 720).
Esta última explicación filológica sería la más convincente, y es válida para otros supuestos, como la Fortuna Calva, representada en los emblemas como hermosa mujer sobre una rueda flotante sobre un mar movido, y medio calva (“la Ocasión la pintan calva”; “agarrar la Ocasión por los pelos»). La confusión con la diosa Venus, surgida del mar, es muy fácil. Por lo demás, una Venus calva al pie de la letra era una ridiculez para escritores satíricos, como Apuleyo (Metamorfosis, o el Asno de Oro, 2, 25).
[5] Hace años, ambas piezas estaban a unos 10 metros de aquí, a la intemperie, delante de las iglesias, como se ve en fotografías.
[6] Un primer ‘Reino de Italia’ (1805-1814) fue el creado por Napoleón I a partir de su ‘República Cisalpina’, con rey en su persona y virrey en la de su hijastro Eugenio Beauharnais.
[7] Giovanni Luchesi, en ‘Fosca e Maura’, Bibliotheca Sanctorum, 5: 991.