martes, 16 de septiembre de 2014

Porrones de Cataluña


La Explanada de Barcelona 
1. Mozos de escuadra. 2. Carlos de España. 3. El fiscal Cantillón. 4. Reos y horca. 5. Ciudadela.
6. El estudiante Murri (*).

En el ensayo anterior conocimos a un personaje de triste memoria. El ciudadano francés Charles d’Espagnac (1775-1839), naturalizado español como Carlos de España y titulado por Fernando VII Conde de España (1817). Con Grandeza, al tomar posesión de la Capitanía General de Cataluña (1827-1832). En principio, para aplastar la revuelta de los Agraviados o Malcontents; pero ya metido en faena, para dar caza al liberal por todo el Principado.
Cinco años que le valieron nuevos títulos aunque de otro género, a tenor de su crueldad con ribetes de sadismo y humor negro. Lo de ‘el Tigre’, para él no era insulto, muy al contrario. Todo un pretor de minimis, que en Tarragona se estrenaba visitando los domicilios particulares para multar a las amas de casa que no barrían su acera. Y todo un pretor de maximis, que firmaba las ejecuciones como ‘lanzamientos a la eternidad’. Un bromista.
Bien podía permitirse el Conde ser cruel jocoso con el extraño, si lo era en su propia familia. Un olvido de su mujer, encargar batatas al cocinero, le supuso un arresto domiciliario en el cuarto oscuro. Y a la hija, por compadecerse de un centinela a la intemperie en invierno, le dio satisfacción poniendo al soldadito a cubierto; sólo que, a cambio, ella tuvo que hacer la guardia en el balcón, escoba al hombro como arma propia de su sexo. Porque el majareta era también misógino.
No llegó, como Calígula (aunque también se lo llamaron), a nombrar cónsul a su caballo, pero algo debía de sonarle al hombre, muy puesto en latines, pues alguna vez se apareció de punta en blanco sobre el equino asomado a la tribuna de Capitanía, con un trompeta igualmente montado para el toque, a saludar a ciertos diplomáticos. Otra venada suya era la que se ve en el grabado: asistir con su perrito de aguas a las ejecuciones, caracoleando mientras hacía tocar su aire favorito, ‘Las habas verdes’.  
A la muerte de Fernando VII (29 de septiembre 1833), Espagnac/España se destierra a su tierra que tanto blasonaba detestar, hasta que el pretendiente D. Carlos le llama (1838), de nuevo como Capitán General de los carlistas catalanes. Genio y figura, se hizo odioso también a los suyos. Una vez destituido como loco, fingiendo conducirle a la frontera le estrangulan, y con una piedra al pescuezo arrojan el cuerpo al Segre desde el Puente del Espía en Organyà, Alto Urgel (2 de febrero, 1839).
Se entiende que un tipo así no haya tenido buena prensa, y hasta puede ser tema de sobremesa si hubo alguna exageración en el retrato del ‘Monstruo’, según los liberales.
Lo que sorprende es que alguien que le trató y sirvió a sus órdenes se las apañe para ofrecer de él una estampa de militar y caballero cristiano, a contrapelo de la fama. Esa rara avis fue un Lichnowsky. De los Lichnowsky de Silesia.
La intromisión de extranjeros para hacer sus guerras y fortunas aprovechando nuestro desencuentros civiles, desde el Príncipe Negro y Mosén Claquín (siglo XIV) fue más bien rara, hasta la Guerra de Secesión (siglo XVIII), pero en el siglo XIX se hizo habitual. En la I Guerra Carlista (1833-1840) hubo bastantes en uno y otro bando. Pero mientras que los del campo cristino fueron mayormente mercenarios oscuros y carne de cañón, el carlismo atrajo a gente más selecta y hasta de alcurnia, legitimistas franceses y románticos  alemanes sobre todo, también británicos empíricos, capaces algunos de poner por escrito apuntes interesantes.

Un polaco carlista
Uno de esos entrometidos de venas azules fue el Príncipe Félix Lichnowsky (1814-1848). Tras haber alternado la milicia prusiana con la educación convencional de entonces para su clase, en 1837 se licencia del ejército y se deja caer por el Cuartel-Corte de Don Carlos. Tenía sólo 23 años a su venida. Esto se nota en sus juicios, más que apreciaciones, emitidos desde una superioridad petulante y algo cómica. Defecto compensado por una discreción absoluta sobre su propio mérito militar.
Venía muy recomendado por la corte de Federico Guillermo III, que a más de simpatizar con Don Carlos le envió una ayuda efectiva de medio millón de táleros. Una parte del todo. El pretendiente recibió ayuda copiosa no sólo de Prusia sino también de Austria y Cerdeña; y es curioso ver al famoso y ya de suyo obeso Obispo de León (conocido nuestro) burlando a la policía francesa, portador bajo sus capisayos de una barriga enorme preñada  de casi 3 millones de francos recaudados por tierras germánicas a mediados de 1836. El Vaticano por su parte financió la aventura carlista con un diezmo de conciencia. De conciencia, sí, pero que a efectos de cobro solía ser expeditivo.
Que si lo era, dígalo el cura párroco de Balsereny, que por pasarse de listo fue sancionado por Carlos de España con un multazo. En latín macarrónico para más befa:
Dabis quadraginta camisias sive subuculas, cum suis correspondentibus sacculis et sandaliis.
El cura pagó, qué remedio, sólo para ver más tarde con espanto su nombre en los periódicos como contribuyente espontáneo a la causa facciosa. Lo dicho, un bromista. Pero dejemos al Conde y saludemos al Príncipe.
En el campo carlista Lichnowsky asciende derecho a brigadier general, hasta que herido en combate se retira. Desde 1840 vive entre  Bruselas y París, ocupado en alguna misión diplomática y en escribir sus ‘Memorias de los años 1837, 1838 y 1839’ (Francfort, 2 tomos). Ornadas con la flor de lis del legitimismo, más un lema fatalista muy elocuente: ‘Victrix causa Diis placuit victa…’ (Los dioses se dieron el gusto de ver vencida la causa vencedora). Si hoy se usara de latines, qué oportuno para el País Vasco. Pues mira que el lema del tomo segundo: Das Leben nach der Kriege ist ein langweilig Schildwachestehen. (La vida tras la guerra es una aburrida centinela).
La obrita, en un alemán algo enrevesado a ratos, se tradujo al francés, y yo diría que del francés al español, por José María Azcona y Díaz de Rada (Madrid, 1942), con prólogo y notas muy interesantes. La feliz circunstancia de hallar esta edición disponible en la RED me ha estimulado a escribir este artículo, invitando a su lectura [1].
En 1842 Su Alteza regresa a la Península, esta vez de viaje a Portugal y de allí por barco a Barcelona. En mal momento. Un paisano le reconoce como faccioso del séquito del Tigre (el Conde de España), la turba de las Ramblas se encrespa  y el jefe político Gutiérrez le encierra, para su seguridad.  
Vale la pena leer la versión del protagonista, o al menos el resumen de Azcona, para hacerse una idea del temple de la masa ciudadana barcelonesa de entonces, que una vez levantada la pieza política no cejaba así como así, asaltando con escalas, primero el hotel, luego  la prisión para linchar al forastero, como en cualquier película del Oeste profundo. Y es notable que, de toda la prensa local que cubrió la noticia, fue un periódico republicano independiente, El Papagayo, el único que defendió al Príncipe en nombre de la humanidad civilizada [2].
Finalmente fue el cónsul de Francia, Fernando Lesseps, el que señalando a la fragata francesa Venus anclada en el puerto «52 cañones», precisó–, hizo el papel de deus ex machina. El día siguiente Espartero firmaba la orden de libertad para Lichnowsky y su ayudante secretario.
En su patria, el príncipe  se dedica a la política parlamentaria, revelando dotes oratorias mordaces en pro de la ultraderecha. Esto unido a su carácter bronquista y su insulto al enemigo de siempre, la izquierda, le atrajeron odio mortal que se materializó en su asesinato en un descampado de Bornheim, Francfort. No sólo España era violenta.


En el Cuartel General del Conde de España
El príncipe Félix Lichnowsky no llegó a conocer al d'Espagnac de los ‘malcontents’, pero sí al de 1838, de nuevo Capitán general de Cataluña. Aquel Don Carlos de España
«cuya sola sola mención, como por ensalmo, ponía a todos firmes, las lenguas mudas. Sólo de vez en cuando un viejo payés de la montaña, encanecido en el odio a las ciudades ricas de la costa, solía repetir: ‘Éste acabará con Barcelona’» (Erinnerungen, 2: 148).
Barcelona: para el carlista catalán, Sodoma y Gomorra, Corozaín, Babel y Nínive, por barrios.
En las «Memorias de la guerra», el capítulo X incluye extenso «bosquejo» sobre el Conde, curándose el autor en salud:
«Ya sé que se me acusará de parcial…, y que encontraré numerosos contradictores entre los que se llaman a sí mismos liberales en España; quienes, lo mismo que los republicanos de Europa, toman a mi héroe como objeto de sus invectivas».
Él mismo, Lichnowsky, venía prevenido por los rumores. Unas pocas horas en el cuartel general del Conde la bastaron para cambiar de opinión, «y cada día que pasaba a su lado me hacía amarle y estimarle más».
La ejecutoria de Carlos de España tiene para el príncipe una justificación de lo más simple:
«Los catalanes sólo obedecen a quien temen. El Conde lo sabía, así que tomó las riendas con mano firme, hizo decapitar a los jefes de partida, envió a galeras a los más díscolos. Con eso todos obedecieron, y se restableció el orden».
Don Carlos de España es para el polaco el jefe y gobernador militar modélico, escoltado siempre por sus mozos de escuadra. Gente leal a él y a la paga, resistente y sufrida si la hubo desde los almogávares. Con sus mozos detrás, se ejercitaba el Conde a caballo, trotando a ratos, y ellos a pie sin rezagarse, fuese subiendo o bajando, armados de carabina corta y bayoneta al cinto, con su pintoresco uniforme, más aquel paletó azul que era como su distintivo flotando a sus espaldas. Prenda muy querida para ellos, este sobretodo, que en posición de firmes o en descanso solía colgar de su hombro izquierdo como de una percha (véase el grabado). No olvidemos el sombrero de copa baja con galón estrecho de plata, ni la mochila de cuero en bandolera.
Aquellas marchas podían alargarse hasta diez o doce leguas. De ese modo el conde tenía a sus muchachos siempre en forma. Es verdad que percibían la paga puntualmente, pero tanto trote en aquella guisa tenía mérito.
En su cuartel general de Caserras conoce el Príncipe a don Carlos, sesentón muy ágil (cuando no le paralizaba el reuma), el rostro noble de perfil borbónico (¡caramba! ¿otro ‘indecente parecido’?), etc. etc.
«Presumía de políglota. Hablaba en efecto bastante bien el inglés, alemán, italiano, portugués, español y francés, y de manera notable el latín, que por diversión salpicaba de barbarismos monacales».  
El francés sin embargo, su lengua materna,  afectaba tenerlo medio olvidado por falta de uso.
El día siguiente era domingo, ocasión para conocer la religiosidad ostentosa de Espagnac. A la misa de campaña, celebrada desde un balcón de la masía, el viejo general estuvo todo el tiempo de rodillas en su reclinatorio cerca del altar, ofreciendo el espectáculo de
«su profundo recogimiento, impresos sus rasgos de profunda melancolía que traicionaba las preocupaciones de su alma».  «Los enemigos del Conde de España han llegado a tachar su piedad de hipocresía; pero basta haber visto una sola vez rezar a este anciano venerable, para reducir el aserto a una de tantas calumnias como se le han dedicado».
El desfile que siguió a la misa le hizo recordar, por contraste, «a la división de Porredón, a orillas del Cinca, que un año atrás parecían una tropa de gitanos, corriendo en desorden de aquí para allá. Hoy esos mismo hombres desfilaban con tanto orden como los batallones vascos».
El conde medía la movida marcha militar con su bastón a modo de batuta, saludando a los oficiales y soldados condecorados, preguntando a cada compañía sobre la puntualidad de la paga y el reparto de raciones. Luego, a la comida de campaña, tras el rito de probar la sopa arrojó en la marmita varias monedas de oro, y se despidió de la tropa con un ‘que aproveche’. En verdad, no acierta uno a ver la sensatez de salpicar el rancho con aquellos tropiezos metálicos, con peligro para la dentadura.
A la mesa de la oficialidad, toda conversación sobre el servicio y las operaciones militares estaba prohibida. El menú era a la inglesa (aprendido de Wellington), pero el vino se bebía a la catalana, de porrón.
Digresión sobre el porrón
¡Ah, el porrón catalán! Sin disputar ni dirimir entre Aragón y Cataluña un invento digno de figurar entre sus señas de identidad –y más útil que tantas otras–, una cosa nos intriga: cómo fue que el voluntario polaco entró en España por Irún, y tras sinuoso recorrido por Navarra, la Rioja y otras regiones de obediencia carlista, pudo finalmente desde Aragón ganar Cataluña, sin haberse interpuesto un solo porrón en su camino. Y por lo que se ve, tampoco una bota vinatera, que para el caso es lo mismo. Ni un botijo.
Ante todo, no estoy de acuerdo con la traducción de Azcona en el pasaje crítico porronero. Dice así:
«Pusieron vasos delante de nuestros platos; pero yo prefería servirme del porrón y, cuando vieron que el vino caía sin tocar los labios, al uso de la tierra, gané mucho en su estimación».
Pues sí, pero no. Tanto el original alemán como la traducción al francés dicen otra cosa:
«Delante de nosotros, como extraños (donde por ‘extraños’ entran todo el resto de españoles, como no-catalanes), pusieron vasos. En cuanto yo agarré el porrón típico del país, y en amplio chorro dirigí el vino oscuro a mi boca, sin tocar con los labios el pitón de la vasija, gané notable ascendiente ante ellos… » (Erinnerungen, 2: 150)
Ahora el francés de Mme. Brocarme:
«En nuestra calidad de extranjeros (en este número se cuentan también los españoles no catalanes), nos habían puesto vasos; pero yo preferí servirme del porrón, y cuando me vieron, al uso del país, verter su vino tinto oscuro en mi boca sin tocar el pitón con los labios, gané infinitos puntos en su estima». (Souvenirs, 2: 85).
No era el vino el que no tocaba los labios, cosa que un extranjero en Cataluña –vamos a verlo– conseguía sin dificultad, enfilando el chorro a la nariz, al mentón o directamente a la pechera de la camisa, sino los labios al pitorro, que era la cosa peor vista del mundo, en Cataluña como en el resto de España.

Pero ya que de extranjeros se trata, más de un catalanista de hoy le sacaría punta al paréntesis censurado en la edición española: Cataluña se sentía nación, ya que todo lo demás era extranjero. El vocablo alemán Fremd no va tan lejos; ni el francés, si me apuran. El autor se refiere al sentimiento diferencial que toda gente algo primitiva y aislada expresa frente a los extraños a su lengua, usos y manías. Beber del porrón, por ejemplo.
Esto, y nada más, es lo que quiere significar Lichnowsky, no sin ironía al ensalzar su mérito y la sobreestima de los nativos por aquella nimiedad. Así prosigue (empalmemos del alemán y puntos suspensivos):
«… mientras se reían con indulgencia del Sr. Meding, quien tras intentos fallidos que le dejaron regado de arriba abajo, hubo de tornar a los vasos. “Este cavallero no save beber» [sic, original en castellano], dijo el alcalde vuelto hacia mí con risa burlona.
Debo, no obstante, rehabilitar a mi compañero de viaje y de fatigas, añadiendo que pronto se sacudió tal defecto, a golpe de ejercicio. Ya  en el cuartel general del Conde de España el Sr. Meding, al comprobar que allí todo el mundo bebía del porrón, estuvo tomando en nuestra posada lecciones formales con uno lleno de agua, poniéndose perdido una y otra vez, hasta conseguir en el tomar y el dejar la destreza necesaria».
Seré tiquismiquis, pero también aquí traicionan los traductores, despachando el lance con que «llegado al cuartel general del Conde de España, donde no se servía más que de porrón,  el Sr. Meding se mostró tan hábil como cualquiera. Verdad es que había tomado lecciones por el camino». Omitiendo el detalle del agua, mal rehabilitado queda el caballero, si el lector se hace una pobre idea de su sobriedad.
Disculpen, no hemos terminado con el porrón catalán. ¡Menuda perra con el dichoso porrón! Todo un descubrimiento. En Barcelona deberían dedicar una calle, qué menos, al Príncipe Lichnowsky, que dio a conocer el artefacto en toda Europa. Aquí en Bilbao, por bastante menos se gana un extranjero una estatua de bronce en plena Gran Vía.

Por tratarse de un punto tan esencial en el relato principesco, y decisivo (yo diría) para la suerte de la guerra, creo obligado porronear otro poco:
«Estos porrones, de los que los auténticos catalanes hacen tanto caso, han provocado serios conflictos con los vascos y navarros en las diversas expediciones. Todo catalán acostumbra invitar al porrón, no sólo al recién entrado en su casa, sino también a las tropas que pasan de largo; pero ¡ay de aquél que toca el pitorro con los labios!, eso lo toma a ofensa grave. Yo vi una vez a una payesa, mostrándose el general Villarreal no estar al corriente del detalle, arrancarle el porrón de la mano y estrellarlo contra el suelo en mil pedazos, desparramándose el vino» (Erinnerungen, 2: 150-151).
Un dato este último que, encareciendo el sacrificio, da idea de la injuria inferida a Cataluña por el alavés Don Bruno Villarreal. Seguramente por inadvertencia, pues era todo un caballero. Pero vuelve la pregunta: ¿tan caballero que ni siquiera sabía beber de porrón, de bota o de botijo?
¡Ay, esas señas de identidad, qué pesadez!
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(*) Grabado de La Ciudadela Inquisitorial de Barcelona, por D. Joaquín del Castillo. Barcelona, Manuel Saurí, 1835. Francisco Cantillón fue uno de los fiscales del Conde de España –el otro se llamaba Francisco Chaparro. El Estudiante Murri (o simplemente, l’Estudiant) era el nombre de guerra de Miguel Arqués, natural de Badalona, un zote medio clérigo, elemento señalado de la policía secreta del Conde. Detenido luego en la etapa liberal, se le relacionó extrañamente con la ‘bullanga’ y quema de conventos en la noche de Santiago (25 de julio 1835) y fue fusilado muy cerca del teatro donde miraba colgar a sus capturas (18 de agosto).


[1] Príncipe Félix Lichnowsky, Recuerdos de la Guerra Carlista (1837-1839). Madrid, Espasa-Calpe, 1942; 360 págs. Original alemán: Erinnerungen aus den Jahren 1837, 1838 und 1839. Frankfurt a. M., 1841; 1ª Parte; 2ª Parte. Trad. francesa por la condesa J. de Brocarme: Souvenirs de la Guerre Civile en Espagne (1837-1839). París, 1844; tomo I; tomo II.
[2]  ‘Recuerdos ...’, Prólogo, págs. 16-20. F. Lichnowsky, Portugal. Erinnerungen aus dem Jahre 1842. Maguncia, 1843. Trad. portuguesa: Portugal. Recordaçôes do anno 1842. Lisboa, 1845.








3 comentarios:

  1. De nuevo un texto entretenidísimo , querido Profesor Belosticalle. Y más razones para seguir buscando en toda esa época, sobre la que estoy más que pez.
    Muchas gracias.
    Lo de beber en porrón o en botijo, nunca lo he conseguido. Y mira que lo he intentado veces. Pero siempre he acabado hecha un desastre, con agua ( conociendo mi torpeza, nuca lo intenté con vino ) chorreándome por todas partes, y con ataque de tos.
    En cambio, las estudiantes guiris que solíamos tener en casa, cuando mis hijos eran pequeños, esas aprendían enseguida...

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  2. El porrón es todo un invento, con esa pinta de vaso florentino, y mejor que la bota, que antes siempre llevaba pez. Tan familiar, que tardé bastantes años en enterarme de que no era vasco de ocho apellidos.

    En cuanto al Príncipe, pues si le vale un consejo, querida amiga, descárguese la traducción española cuanto antes, por si las moscas. No lo he dicho en el texto, por no levantar la liebre, pero se lo comento aquí. Lo demás no es de cuidado, libros de Google o Internet Archive.

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