sábado, 22 de marzo de 2014

Cesareomanía


El nacimiento de Esculapio. Plato, por Francesco Urbini (1534)


En el artículo anterior conocimos por encima la Effrenatam, constitución del papa Sixto V (1588), muy sin freno ella misma contra el aborto. Y aunque no se le hizo mucho caso, como suele ocurrir con las ordenanzas desmedidas, marcó un viraje en el discurso eclesiástico, pesando más la muerte eterna del nasciturus que su muerte corporal y la de su madre juntas. Se daba por supuesto –y por si acaso, se remachaba– que toda buena madre, por piedad natural, debía estar dispuesta al sacrificio de su vida, y a la orfandad de toda la familia, con tal que su nueva criatura fuese bautizada.
Fue como caer una venda de los ojos, la cantidad enorme de angelitos frustrados por la carencia del agua bautismal. Los teólogos, que habían incluso ideado un ‘bautismo de sangre’ para las mártires, y otro ‘bautismo de deseo’ para los conversos adultos, nada tenían previsto para los pequeñuelos o los deficientes mentales sin uso de razón, de modo que ser hijos de cristianos tal vez muy devotos no les hacía de mejor condición que serlo de judíos, musulmanes o paganos. Dios no puede ir contra su propia ley –según lo veía el pesimismo agustiniano, remozado por el jansenismo–, y todo lo más que pudo permitirse fue despertar la conciencia de algunos hombres celosos sobre la magnitud del desastre.
Esta preocupación por los jóvenes candidatos al infierno templado o limbo de los niños, allá por el siglo  XVIII, dio origen a una campaña de lo más extravagante en pro de la operación cesárea, sin otro fin que administrar a los no nacidos el «agua de socorro». Al mismo tiempo se advertía a las comadronas y al público en general no descuidar este formalismo para con aquellos despojos, que hasta entonces, si no se enterraban con las madres, solían ir derechos a la basura.
En tal empeño se distinguió un eclesiástico de Palermo: Francisco Manuel Cangiamila (1702-1763), canónigo de Monreal e Inquisidor de Sicilia. Don Francesco no era ningún fanático, sino un filántropo pío, muy culto y estudioso de la anatomía y de la ‘incisión cesárea’, tan debatida entonces entre los cirujanos y médicos, bastante menos entre el clero.
El autor no fue un pionero. Ni siquiera un siglo antes lo había sido el jesuita francés padre Théophile Raynaud (1583-1663), que ya en 1637 arremetía contra «la nueva invención de los [médicos] que defienden que, muerta la mujer embarazada, no tarda en seguirle su criatura» [1]. La novedad de Cangiamila estuvo en su arsenal embriológico, una presentación atractiva y, no quepa duda, los auspicios altísimos con que contó.
Su Embriologia Sacra (1748) tuvo varias ediciones y traducciones. Carlos III de Nápoles y Sicilia, luego rey de España, apoyó la iniciativa con un pragmática (1749). El autor pudo también imprimir con satisfacción una carta del papa Benedicto XIV alabando su libro. Hasta la Real Academia de Cirugía de París lo recomendaba (1766), en adaptación francesa que hizo el abate Dinouart. De esta se hizo la traducción española, dedicada igualmente a Carlos III [2].
Con pudibundez muy de entonces, tanto el abate como su traductor ponen en latín algunas explicaciones que les parecen delicadas. El original italiano no tiene el mismo empacho, y es imprescindible para captar todo el trabajo y la erudición de Cangiamila, así como su mentalidad y la del pueblo siciliano.
Fue sin duda el respaldo regio la razón principal del éxito de un autor que, sin restarle mérito y buena voluntad, cayó en errores sobre la generación y el desarrollo,  muy comunes en aquel tiempo, de gran atraso biomédico.
Creía, por ejemplo, que el huevo contiene ya desde el principio el feto ya formado o casi, a falta sólo de crecer y desarrollar movimiento:
«Todos los observadores más recientes dan por cierto que el embrión, incluso antes de la fecundación, siempre que el huevo esté maduro, posee en sí todas las partes del cuerpo humano, aunque pequeñísimas; las cuales, abreviadas como ocurre en las semillas de las plantas, tras la fecundación se expanden y van creciendo».
Incluso daba por cierto que «el embrión se mueve desde los primeros días de su concepción», añadiendo que Aristóteles
«distinguía dos vidas, una vegetativa, otra racional; y decía que ésta sucedía a la otra, de suerte que el feto se debía considerar primero como planta, después como animal, y que últimamente pasaba a ser hombre. Todas las Universidades, excepto la de Coimbra, han desechado la opinión de Aristóteles sobre esta sucesión de almas».
En cuanto al semen masculino, no aporta sustancia alguna a un ser que se da por  prácticamente formado el ovario. Su papel en la generación se reduce a activar el desarrollo del huevo, algo así como la levadura hace fermentar la masa.
El autor sabe que desde 1677, gracias al microscopio, se hablaba de los ‘animálculos seminales’ con cabeza y cola (los espermatozoides) como candidatos a ser la verdadera semilla humana. Algunos llegan a imaginar y dibujar a gran aumento el ‘homúnculo’ acurrucado dentro de la cabeza de aquellos bichitos semovientes. Pero al desechar tal error cae en el contrario, creyendo que «los gusanillos espermático no son, ni hombres, ni el principio de su generación», simples parásitos del semen, quedando la obra generativa de cuenta de la madre.
Pero aunque Cangiamila se inclina por una animación muy precoz, lo hace sólo por prudencia, respetando la opinión contraria, ya que «el Derecho Canónico no ha decidido que el feto esté formado antes de la creación del alma». Por el mismo «principio de equidad», si el embrión informe fuese vivo y capaz de bautismo, lo más seguro es bautizarlo. Es una solución jurídica, muy alejada del dogmatismo radical al uso.
No hay que echarle en cara al autor unos errores biológicos tan compartidos en la época, cuando aún no se había descubierto el óvulo de los mamíferos, ni se sabía lo que eran células, ni se entendía la fecundación como fusión de ambos elementos celulares o gametos, femenino y masculino. Él seguía la corriente que le parecía más conforme con su creencia religiosa.
Tampoco era nada excepcional su credulidad en supuestas observaciones y noticias antiguas y modernas, literarias o «de toda confianza». De ellas andaba sobrada toda la literatura médica. En especial, las referidas a la fantástica vitalidad de los embriones y fetos, fuera y dentro del vientre de la madre muerta y hasta enterrada, su supervivencia de días y hasta de semanas, o su capacidad de salir a luz por sí mismos, cuando no los expulsó la madre al morir.
Más que casos raros y paradojas, todo aquello eran auténticos milagros. De hecho así lo veía mucha gente sencilla pero más sensata, siendo creencia popular que algunos santos consiguen para sus protegidos el milagro de sobrevivir o resucitar para recibir el bautismo. Se pensaba sobre todo en los ángeles custodios: el de cada feto, si es que lo tiene ya antes de nacer, o en su defecto el ángel de la madre, como suplente [3].
Respecto a la praxis eclesiástica, se remite al Ritual Romano de Paulo V (1614):  
«Quiere que, si una mujer embarazada llega a morir, y se queda el feto dentro de su vientre, se saque para bautizarlo. No obliga al ministro a que lo bautice, sino a los 30 días después de su concepción; pero en cualquier tiempo que suceda el caso, deja la decisión a la prudencia del ministro».
Para animar a los familiares y párrocos a cumplir su obligación de bautizar todo lo que de señales de vida, dentro o cerca de la embarazada, admite auténticos disparates, como imaginar una respiración aérea del feto por el orificio del útero, desconociendo la respiración placentaria. ¿Cómo, que los fetos no respiran? ¡pero si hasta tienen voz!:
«Es cierto que los niños algunas veces dan voces bastante fuertes estando aún en el vientre de sus madres; lo que no podría ser sin que el aire fuera comprimido y puesto en movimiento… »
Sus historias fantásticas pasan por alto un detalle: en cuestión de minutos, la anoxia fetal produce la muerte o una parálisis cerebral irreversible.
Esto, que hoy se sabe y explica científicamente, ya fue percibido por médicos más antiguos, como el célebre sefardita Rodrigo de Castro (Lisboa, 1546-Hamburgo/Altona, 1627), en su excelente tratado de ginecología [4]. Nada contrario a la operación en sí, aunque muy peligrosa entonces, Castro es escéptico frente a fabulaciones literarias:
«Adviertan los médicos, y eso interesa muchísimo respecto a la sucesión, que el niño no puede sobrevivir en el útero muerta la madre, a menos que se le saque en el breve tiempo que ella tarda en morir o poco antes, mientras agoniza, presentes todavía en ella los espíritus vitales; y eso porque al cesar la vida y el movimiento de la parturienta cesa también la del bebé…  Por tanto, todos aquellos que fueron saludados con el nombre de césares (Escipión, César, Manlio, Sancho y demás que sobrevivieron), es de creer que fueron extraídos de una madre palpitante o todavía viva».

Para ilustración de sus ideas, Cangiamila encarta una plancha copiada de Gian Battista Bianchi, que tras formar una gran colección o museo de abortos, en 1734 reconstruyó la historia del desarrollo humano a intervalos de 5 en 5 días. Por ejemplo:  
«En la quinta figura, así como en la cuarta, sólo se ve una especie de gusano pequeño; pero su cuello es más largo, su cabeza más bien formada, y sus órganos están bastante desenvueltos, para poder distinguir que es una cabeza humana; sin embargo, no tiene sino siete días. Una Señora de Turín, muy respetable y muy virtuosa, lo arrojó a los siete días de haberse casado».
Estos y otros dibujos le parecen al autor favorables a adelantar al máximo el evento de la animación, y por ende la obligación moral de extraer cualquier feto para bautizarlo.
Y aquí es donde se entra en una dinámica de recomendaciones donde la prudencia no sale bien parada. Ni siquiera la adaptación franco-española logra evitar del todo el pintoresquismo del original, con escenas dignas del realismo cómico y el esperpento del cine italiano.
Algunos ‘casos’ nos llevan a un teatrillo de títeres, gente meridional excitada en torno a la madre moribunda o difunta, con una curiosidad morbosa que en aquellos tiempos no hería la sensibilidad como ahora. Todo el mundo estaba familiarizado con truculencias que se cuentan en vidas de santos y santas, cuyos cadáveres se abren para extraer el corazón y otros órganos como reliquias [5].
Tampoco se cuidaba mucho la discreción. Después de todo, en Palermo y otros lugares de Ambas Sicilias los muertos hacían vida social en las catacumbas, recibiendo el visiteo de los vivos, que a su vez arriba representaban su opereta cotidiana, unos y otros sin privacidad. Así Cangiamila en la edición italiana, pág. 69, y española, pág. 42:
«En todo aborto es necesario, antes que nada, estar los parientes y demás presentes muy atentos a observar si el feto da signos de vida para bautizarlo… El Dr. D. Hipólito Pagnotta, cirujano de Monreale, me atestiguó en una relación escrita, y como quien dice de boca, que el año 1727, un viernes de abril, malparió su mujer, embarazada de tan poco tiempo que ni lo sabía. La observación llevó a descubrir una criaturita ya libre de las secundinas y del tamaño de un abeja, por tanto no mayor de 20 días según las planchas de Bianchi, o menos según las de Kerckring. Estaba bastante formada, moviéndose sin parar, manifestando estar viva. Fue pues bautizada en forma absoluta por Susana Pagnotta, sobreviviendo diez minutos, y fue sepultada en la insigne colegiata del Crucificado…»
«Ya he dicho que los padres y todos los demás que se hallan presentes deben examinar con cuidado si el feto da señales de vida; porque puede muy bien estar vivo y moverse, y con todo pasar inadvertido, como muestra el ejemplo siguiente que sucedió en Palermo.
El año 1717 malparió a las cuatro de la tarde, en verano, [Úrsula], la mujer del Cómitre de Galeras [Felipe Piamonte]. El feto, que tenía 3 meses, salió sin las membranas… y a todos les parecía estar muerto. Pusiéronle los criados sobre el borde de una ventana, por donde corría un aire frío y húmedo que venía del mar, vecino a la casa, en el Barrio Marítimo. El día siguiente a eso de las 11 [vinieron los familiares] a visitar a la enferma, y quisieron por curiosidad ver el feto: la admiración fue mayúscula, cuando por el movimiento del ombligo, que subía y bajaba, conocieron que vivía, ¡aunque hacía ya 7 horas que había salido del vientre de la madre! Lleváronle al instante a la parroquia, y murió dos minutos después de recibido el bautismo. [Lo enterraron dentro de una cajita.]»
«Una mujer de Catania malparió, hacia los 40 días de su embarazo, y dio a luz dos gemelos o mellizos. El uno tenía ya todos los síntomas de putrefacción; el otro parecía tan realmente muerto, que el proto-médico lo disecó. Pero al abrirle el estómago, se advirtió por el movimiento periódico del corazón que estaba vivo».
Estos ejemplos basten para muestra del mundo de Cangiamila. Pasemos a la cesárea.
Sea cual sea el origen y porqué del nombre –‘propio de César’, en latín–, nacer por el costado ha sido un detalle típico en leyendas de héroes y grandes hombres [6].
La idea pastoral de Cangiamila es que todo cura en su parroquia debe llevar cuenta de las embarazadas, y si una de ella enferma de gravedad, se han de tomar las medidas para que en caso de muerte no deje de practicarse la cesárea cuanto antes, para extraer el feto a ser posible vivo y bautizarlo. Es un deber gravísimo de conciencia, tanto para el cura como para la mujer, los familiares, incluso el vecindario. Esto en cuanto las mujeres casadas.
Respecto a los embarazos clandestinos y vergonzantes, en llegando a conocimiento del párroco, aunque sea por el confesonario, debe advertir a la mujer que no puede darle la absolución, a menos que ella, fuera de secreto de confesión, lo notifique al mismo cura y personas responsables de que, llegado el caso, también a ella se le extraiga el feto. 
¿Quién debía realizar la intervención? A ser posible, un cirujano. En su defecto, alguna matrona preparada. En caso de necesidad, cualquier sujeto supuestamente hábil y animoso, seglar o clérigo. «En defecto de personas expertas, la caridad obliga a cualquier otro, aunque sea sacerdote, y especialmente al cura, a hacer la operación cesárea». No exagero: El buen Cangiamila imagina a los párrocos de su tierra instruidos y concienciados, llevando siempre consigo la faca bien afilada para toda urgencia. En efecto, «más vale abrir cien cuerpos de mujeres embarazadas, sin provecho alguno, que dejar perecer un solo niño en el seno de su madre».
Desde luego, la mujer tenía que estar bien difunta; pero eso, ¿cómo se certificaba en aquellos tiempos? Todo un colegio médico en consulta podía discrepar en horas y en días, y llegar a las manos debatiendo, que si el pulso, que si el rigor mortis, que si la putrefacción. El propio autor reprende que muchos espontáneos nerviosos o precipitados procedían a la incisión cesárea antes de tiempo, matando a la pobre madre.  Era reconocer que la cesareomanía ocasionaba muchos disparates, porque era un disparate en sí misma.

¿Qué tal, si cerramos el libro con una historieta suya que parece de chiste? Porque es de chiste. Lo que ocurre que el bueno de don Francesco no distingue del todo bromas y veras. Mi traducción, no por algo libre, es infiel:
En la ciudad de Parma llevaron por muerto a un niño a la iglesia, y mientras le rezaban el oficio lo expusieron en un confesonario, para enterrarlo luego. Ahora bien, el sacristán se acercó a verlo, descubriendo que estaba vivo.
Es sabido que cuando un difunto se toma la libertad de ‘volver’ durante su propio funeral y entierro, la obligación es arrearle de cristazos, hasta ponerle de nuevo en su sitio. Y así iba hacerlo el sacristán. Pero simple como era, le asaltó un duda: ¿con qué cruz debía rematar al niño, con la grande de los adultos, o con la pequeña de los entierros infantiles?
Duda providencial, porque habiéndola consultado con el cura mi antecesor –termina su cuento Cangiamila–, éste le libró de cometer un crimen horrendo.



[1] Tratado del nacimiento de niños contra natura por la incisión cesárea (Lyon, 1637, en latín), cap. 2, 8-9, págs. 26 y sigs.
[2] Joaquín Castellón, trad.: Embriológia sagrada, 2ª ed., Madrid, 1785.
[3] «Y en verdad, se cuestiona entre teólogos si tienen o no ángel custodio. A favor: SS. Anselmo, Tomás, Buenaventura y Francisco de Sales, junto con Suárez. En contra: S. Hilario, Vázquez, Zumel, Valencia y otros, pero que hasta el nacimiento les custodia el ángel de la madre» (Embriologia sacra, Milán 1751, pág. 2).
[4] Medicina universal de las enfermedades mujeriles. Cfr. Parte 2, libro 4, cap. 3, escolio).
[5] Estoy pensando en la historia de Clara de Montefalco, pero hay otros que recoge igualmente Piero Camporesi en La carne impasible (Garzanti, 1994).
[6] Muchos cronistas hispanos en pos de Rada (De rebus Hispaniae, 5, 22) recogen la leyenda de Sancho Abarca nacido por cesárea. Don Rodrigo lo sitúa en 923, cuando el rey de los vascones García Íñigo pierde la vida en un encuentro con los moros. Su esposa doña Urraca embarazada de su sucesor Sancho Abarca también fue alanceada en el vientra y murió, mientras el niño sacaba su bracito por la herida. Lo cual visto por un noble de Guevara, extrajo a la criatura, la tuvo secuestrada y escondida, y a su tiempo hizo aceptar a Sancho como rey legítimo. «Tan maravilloso latrocinio dio origen al apellido Ladrón de Guevara». Mariana lo da como lo que es, una fábula, sin otro fin que incluir al rey navarro en el elenco de ilustres varones cesáreos.


3 comentarios:

  1. Querido Profesor Belosticalle

    Ante todo : muchas gracias. Otro comentario estupendo, como siempre.
    Por más que espere con impaciencia, para quedar disimulada entre sus comentaristas, no hay modo. Así que, sólo diré que la proliferación de nacimientos por cesárea en la actualidad, se debe , en mi opinión a dos factores:

    - Que las madres tienen su primer hijo un mínimo de 10 /15 años más tarde de la edad que teníamos las madres en mi época. Lo que supone un parto más largo, más doloroso, y con mayor riesgo tanto para la madre como para el hijo. Y , igual que se prefiere dar a luz en un hospital con medios, en vez de que nazcan los niños en casa, también se prefiere tener todo dispuesto, por si acaso.
    - Que los médicos tienen su corazoncito, y, ahora que los han convertido en unos funcionarios más, y han perdido su aura de magos absolutos, es mucho más cómodo para ellos tener una fecha y una hora fijadas de antemano; que los bebés tienen tendencia a decidir nacer justo en días de fiesta, o de madrugada, estropeándoles a los médicos su fin de semana, su partida de golf, o su partido de fútbol...

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    1. Con tal batahola de actualidad, y tan preocupante, es natural que esta almoneda mía de antiguallas no se vea más frecuentada.

      Pero este es mi oficio y afición, doña Viejecita, y mientras pueda seguiré levantando la persiana, aunque sólo fuese por cruzar un comentario con usted.
      Así que, una vez más, gracias por su comentario, que como casi todos los suyos es hijo de la experiencia y reflexión personal, más que de noticias ya ‘pensadas’ por otro.

      Ahora bien, esos considerandos suyos son posibles hoy, porque la operación en sí es de dominio técnico y es cosa médica. Póngase usted en la etapa premédica, a la que se refiere mi artículo, sin conocimientos apenas, con técnica rudimentaria, sin asepsia…

      Quiero señalar sobre todo que mi ‘cesaromanía’ es otra cosa: ni siquiera historia de la Medicina, aquí se trata de ‘historia de las mentalidades’, como la llamaba Caro Baroja.
      Y todo por causa de una aporía teologal donde la especulación se ahorcaba con su propio dogal y nudo: el ‘Limbo de los Niños’.

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  2. Querido Profesor Belosticalle
    Muchas gracias por decir que aunque sólo yo escriba mis ocurrencias , a usted le compensa.

    ¡ Si sólo fueran los bebés y proyectos de bebé , no bautizados los que estuvieran en el Limbo !
    ( En ese caso ya habría inventado la Iglesia una salida a posteriori, para que mediante oraciones, misas y donativos , se pudiera bautizar a los habitantes del Limbo... como se podía bautizar a chinitos, a negritos, etc etc con colectas en el día del Domund de mi infancia )

    Gracias de nuevo. Que aunque entienda de la misa la mitad, disfruto muchísimo con sus entradas, y, aunque no siempre se note, me hacen darle muchas vueltas a la cabeza.

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