jueves, 28 de febrero de 2013

Abelardo y Eloísa: peripecias de un mito



«Jamás (lo sabe Dios) busque nada en ti sino a ti, deseándote sólo a ti, y nada más que tuviera que ver contigo. Ni pactos matrimoniales ni dotes. Como tampoco mis placeres o quereres, sólo los tuyos, como bien sabes. Y si el nombre de ‘esposa’ suena como más santo y más poderoso, a mí me supo siempre más dulce  palabra la de ‘amiga’; o si no te ofendes, tu ‘concubina’ o tu ‘puta’
(Carta II. La priora doña Eloísa a su marido   el abad don   Pedro Abelardo)


Es el caso que, a primero de este mes, Doña Viejecita,  a propósito de ‘Pedotribia y pederastia’, sacó el tema de los enamorados Abelardo y Eloísa (o Heloísa); a lo que respondí proponiendo: «¿Qué tal una entradita?» Pues venga. Y si ha de ser en febrero –y no es bisiesto–, debo darme prisa.
No se trata de resolver ningún enigma histórico, sino de revisar un tópico, y tal vez aventar un error común. Yo mismo no tengo formada una idea, no digo definitiva, ni siquiera clara sobre caso tan complejo. Juan de Meung, que en su extensa aportación al Roman de la Rose (h. 1270-1280) se fijó de modo especial en el párrafo de cabecera, creo que también tuvo sus dudas.
Pedro Abelardo (1079-1142) fue personaje emblemático de su época, en el llamado ‘Renacimiento del siglo XII’. Gran figura intelectual, bien conocido por sus diferencias con la ortodoxia del momento, pero más (y peor) por su relación con Eloísa (¿-1164), en el catálogo de parejas de amantes famosos.
Para una biografía convencional de Abelardo, propongo la entrada del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (Montaner y Simón, Barcelona, 1887, t. 1, págs. 109-11.
Abelardo no fue ningún universitario, por la simple razón de que en su tiempo no había universidades. A su muerte, faltan 16 años para que la primera universidad europea, la de Bolonia, reciba sus estatutos del emperador Federico I (1158), y eso sólo como facultad de Derecho.
Lo mejor que había entonces para sacar un título y poder acceder a un empleo o ‘beneficio’ era la Catedral, con su Escuela pública regida y animada a su aire  por el canónigo Magister, el maestrescuela. Allí se mejoraba la lectura y escritura, la declamación y la redacción, un poco también el cálculo y otras nociones. No nos hagamos muchas ilusiones con todo aquello del Trivium/Quatrivium. Ayer como hoy, la instrucción, por pública que fuese, nunca suplió los talentos naturales.
Pues bien, en aquellas escuelas nace un método peculiar de abordar y exponer cuestiones: la escolástica. Una forma de ver el mundo, donde ya en tiempos de Abelardo se enfrentan dos sistemas o ‘vías’: los conservadores o antiguos, y los llamados ‘modernos’. Abelardo fue un moderno convencido y peleón. El sistema moderno es lo que llamamos ‘nominalismo’, opuesto al ‘realismo’ de entonces, que para nosotros es ‘idealismo’.
¿Y la mujer? La mujer en el siglo XII se instruía. Y no tenía que ser una Eloísa brillante, sólo poder pagárselo.  De ello se ocupaban muchos monasterios femeninos, como el de Argenteuil cerca de París, donde se preparó de niña Eloísa.  No salían demasiado caros, una vez entendido que su misión principal era preparar los cuadros del propio monasterio, pues las educandas vivían como monjitas.
¿Algún problema? Nada de particular, salvo que la niña Eloísa era una superdotada. «Estas bastardas es lo que tienen,» –se dijo la madre priora en voz alta, y la madre maestra asintió con la cabeza– «salen más listas que las chicas bien. Pueden resultarnos excelentes monjas, pero las más terminan en París, Rue Saint-Jacques, como bien sabéis». Y sí que lo sabía, esta vez las cabezadas de la monja  maestra fueron reiterativas.

Carrera seglar de Pedro Abelardo
Pierre de Le Pallet, más conocido como Abelardo, nace en Le Pallet, pueblo bretón cerca de Nantes, en 1079. Su padre Berenguer, caballero de la pequeña nobleza militar, orienta a su primogénito a las letras. El brillante joven emprende una vida de estudiante giróvago. Oye a maestros famosos, como el dialéctico Roscelín o el filósofo ‘realista’ Guillermo de Champeaux, maestrescuela de Notre Dame de París. Con todos termina a la greña, porque el bretón no se muerde la lengua y es vanidoso. El de Champeaux no le ha gustado, pero su escuela sí. Ah, si un día aquel zote dejara libre aquel puesto, digno de un Abelardo.
Desde 1101 abre escuela propia: Melun, Corbeil, Santa Genoveva, en auténtica marcha sobre París. Fuerte en la Dialéctica, ahora se atreve con la Teología por libre, aplicando siempre la vía moderna.
Hacia 1115  baja de la colina de Santa Genoveva para instalarse en la Cité. Ya es canónigo maestrescuela de Notre Dame. Su magisterio arrasa entre la juventud de todas partes, pero a la vez le crea envidias, sin contar los rivales académicos que él mismo se busca constantemente.
En la residencia de los canónigos, Abelardo se prenda de la joven e inteligente Eloísa, sobrina de otro canónigo, don Fulberto, y la seduce. La relación trasciende y debilita la posición del maestro, que por entonces sufre un ataque en regla para moverle de su cátedra.
El lío con Eloísa se complica al quedar ella embarazada. La joven es prácticamente secuestrada y enviada en secreto a Bretaña, a casa de una hermana de Abelardo.
El desenlace es tragicómico. Nace el niño, y Abelardo le pone por nombre Astrolabio‘Toma, coge los astros’, es lo que significaba el nombre de aquellos cacharros de metal, que todavía muchas veces venían escritos en arábigo. Sí, hombre, para astrolabios estaba el tío-abuelo don Fulberto. 
El arreglo lógico era una boda. Extrañamente, Eloísa se opone, «por no estorbar la carrera de su amante». Solución: matrimonio secreto. Pero don Fulberto mira por su honra, y lo propala. La sobrina replica que ella no dio su consentimiento. Nueva cólera del tutor, y nueva torpeza (o frescura) del galán: encerrar a Eloísa en las monjas de Argenteuil, que tanto la quisieron desde niña. Demasiado para un señor canónigo de Notre Dame. Don Fulberto ni lo duda, visita los bajos fondos y contrata a unos matones para un escarmiento ejemplar: asaltar de noche la casa de Abelardo y caparlo.
El crimen no quedó impune. Dos de los autores y un criado fiel de Abelardo sufrieron la pena del talión, y a alguno también le sacaron los ojos. Don Fulberto hubo de pagar fuerte multa, que seguro dio por bien gastada. Pero el pobre Abelardo quedó moral y hormonalmente hundido. Deja la canongía y la enseñanza y toma el hábito de San Benito en la gran abadía de Saint-Denis, cerca de París.
 En cuanto a Eloísa, terminará sus días (1164) como abadesa de un monasterio archifamoso y de extraño nombre, El Paracleto, otra fantasía y creación de Abelardo y de ella misma. Allí dispuso una tumba doble, para el que fue su amante y marido y para sí, cuando muera en aura de respeto. El monasterio la sobrevivió hasta la desamortización, en la Revolución Francesa. Sólo el sarcófago con los restos se salvó en el nuevo Museo de París, de donde pasaron a un mausoleo romántico en el Cementerio del Padre Lachaise.
Pero hoy nos toca seguir con Abelardo.
Todavía 15 o 20 años después del escándalo había gente despuesta a recordárselo al pobre monje, que vivió bastante amargado. El tono general de la imputación podemos deducirlo de una carta que le escribe Roscelín de Compiegne, su antiguo profesor, luego rival, y ahora uno más entre sus enemigos de escuela:

«En París fui testigo de  cómo un clérigo llamado Fulberto os recibió en su casa, y tratándoos como a uno de la familia os encomendó a su  sobrina, joven distinguida y sensata, para que fueseis su preceptor. Lo vuestro para con hombre tan noble, clérigo e incluso canónigo de la iglesia de París, no fue tanto descuido como desprecio a tal huésped y señor, que tan bien se portó con vos. Sin respeto a una doncellez que fue confiada a vuestro cuidado, vos la hicisteis juguete de vuestro desenfreno, enseñándola no a razonar, sino a fornicar; juntando en una misma acción los crímenes de deslealtad y abuso de confianza con la lujuria y corrupción del pudor virginal. Dios se vengó de vos a su manera, y os visteis privado de aquello por do pecado habíais. »

Abelardo nunca negó los hechos, ¿cómo iba a hacerlo? Pero a su modo y con habilidad, forzando la retórica y echándose la culpa, los presentará de forma harto teatral en un relato epistolar, supuesta carta a un supuesto amigo sin nombre, que circuló con el título de Historia calamitatum suarum (‘Historia de mis desdichas’).
Allí –otro día lo vemos con más detalle– presentaba el incidente como efecto de una pasión sexual incontrolada, y hasta casi un experimento filosófico (al modo de Salomón en el Eclesiastés, por probar de todo un poco), hasta que se dio cuenta de que aquel devaneo le distraía de su verdadera vocación de pensador.
Este proceder autojustificativo no es raro en el género ‘confesiones’.  El autor carga las tintas sobre un pasado poco lucido, y pinta una crisis redentora, de modo que hasta el mal redunda en bien, y Dios es grande en sus obras. San Agustín con sus Confesiones hizo escuela.

La mirada crítica, que empaña los espejos
La historia de Abelardo y Eloísa, desde el siglo XVII al XIX, evoluciona para entrar en la leyenda y lista de las grandes parejas de enamorados.  Todo con base en una colección de ocho Cartas, de él y de ella –incluida como primera de la serie la Historia calamitatum–, conservadas en el manuscrito 802 de Troyes (manuscrito T).
Sobre este documento, de letra de fines del siglo XIII o principios del XIV, hay varias teorías:

1. La Historia de mis desdichas es un relato auténtico y fiel de Abelardo, como también hubo correspondencia epistolar entre él y y Eloísa. Los textos reflejan sus mentalidades respectivas, aunque los conocemos manipulados, tal vez por la propia Eloísa. Esta fue la tesis de Etienne Gilson, el gran historiador de la Filosofía Medieval, y ha sido la más compartida.
2. En 1913 Berhard Schmeidler argumenta que las cartas son todas de Abelardo, pero como ficción literaria, aunque partiendo de algún carteo real.
3. En 1933 Charlotte Charrier retoca la tesis de Schmeidler, de modo que (por decirlo en exageración irónica) «lo que a mí me gusta de las cartas de Heloísa es auténtico; lo que no me gusta, es interpolación de  Abelardo».  La Charrier cree reconocer en el ms. T materiales realmente antiguos, de tiempos de Eloísa.
4. Varias propuestas de ficción literaria y/o mixtificación introducen a un ‘tercero’, bien un fabulador o simple manipulador. Se pensó en algún monje que escribe a poco de morir Abelardo (Orelli); en varias manos de la Escuela de Orleans, siglo XII (Petrella); o incluso en una monja del Paracleto: una reaccionaria antifeminista que mezcla y refunde materiales auténticos y falsos, con objeto de cambiar la organización de la Abadía.
5. En 1972 D. W. Robertson, Jr., vuelve sobre la ficción literaria, haciendo hincapié en el autorretrato irónico y moralizante del supuesto Abelardo.
6. Advierto a quien me lea que todavía sigue vacante y disponible la tesis de Eloísa como autora exclusiva de todo el paquete.

Como vemos, el enredo se las trae. Cierro esta primera entrega con un documento poco conocido, para abrir boca. Porque, a todo esto, ¿qué hubo del supuesto flechazo? ¿Fue Eloísa el primero y único amor o amorío de Abelardo?
El caso es que el epistolario de la época nos ha dejado una carta de un prior benedictino, llamado Fulco o Fulcón, a Abelardo. En ella, con motivo de su ‘conversión’ y toma de hábito,  le da un repaso al París de sus triunfos, donde lo mucho que ganaba como profesor no le alcanzaba para aquel tren de vida, siempre en brazos de prostitutas. Traduzco extractando la larga y sustanciosa epístola:

«Roma te transmitía sus alumnos. Jóvenes ingleses cruzaban el peligroso canal de la Mancha en tropel. La remota Bretaña te destinaba sus animales para que tú se los amaestraras. Los angevinos feroces se te rendían. Los del Poitou, los Vascones e Iberos, Normandía, Flandes, el Teutón y el Suevo… En cuanto a lo que trajo tu perdición, según dicen, prefiero callarlo, singular mujeriego, pues no conviene a nuestra orden y estado.  Además, esas historias hacen más daño que bien. »

Obviamente, si un clérigo retórico del siglo XII anuncia que calla, es que va a soltarse el pelo. No falla:

«Encaramado sobre aquella muchedumbre de buenas gentes que boquiabiertos te rodeaban, Dios castigó tu vanidad. Esa partecita de tu cuerpo, que por juicio y favor del Todopoderoso perdiste, te perdía ella a ti, como lo demuestra  tu empobrecimiento, más que cualquier discurso mío. Todo el excedente de tus ingresos con la venta de saberes, según me contaron, lo echabas a pique en vorágine continua de derroche fornicario. La rapacidad de las meretrices te dejaba sin blanca. Tu miseria parece demostralo, pues dicen que de tanto como ganabas sólo tenías lo puesto. ¡De buena te has librado, a Dios gracias!... »

Así va discurriendo el colega, siempre sin mentar para nada lo de Eloísa ni el  matrimonio de Abelardo, ni el hijo, ni el tío canónigo. Sólo dice y repite que a Pedro le caparon, pero a saber quién y por qué, tampoco importa, con tanto marido burlado por el donjuán. Pero qué caramba, si hasta esa circunstancia, para la vida en el convento, resultaba ventajosa. El peculio que el nuevo monje pueda amasar ya no se irá por los desagües de la lujuria:

«En adelante, libre de impulso libidinoso, se te dará mejor la ciencia filosófica. Además, tu dinero (que, como monje, con permiso podrás tener en propiedad) no estará al albur de gastos nocivos.  Y otra ventaja no pequeña: un eunuco como tú, fuera de sospecha, cualquiera podrá recibirte en casa con toda confianza. El marido ya no temerá que le violes la mujer o le invadas la cama. 
Pasarás por entre piñas de matronas con toda decencia, sin que ellas se sientan en peligro.  Los coros de doncellas resplandecientes en la flor de su juventud, las que con sus meneos encienden en ardor libidinoso incluso a los viejos privados del calor carnal, tú podrás admirarlas seguro, impecable, sin miedo a sus  andares y seducciones. Los escondrijos de los sodomitas, detestados por la justicia divina sobre todas las demás torpezas, sus juntas sórdidas que siempre aborreciste, dejarán de existir para ti en adelante.
En fin, y eso sí que lo veo como gran regalo que te ha hecho Dios para ahora que eres monje, tan libre te verás de las poluciones nocturnas y fantasías oníricas, como es cierto que nada significan si la  voluntad no cede.  Las caricias de la esposa, el contacto de cuerpos imprescindible en el matrimonio, el cuidado especial de los hijos, no te distraerán de agradar a Dios. »

Echa dom Fulco una última ojeada a «la ferocidad leonina de las meretrices, que ya desde el primer momento avisa a sus clientes», antes de pasar revista a las ilustres parejas de santos eunucos, Juan y Pablo, Proto y Jacinto, deteniéndose en la persona de Orígenes, automutilado por el reino de los cielos:

«Con que, hermano, no te duelas ni te pese; y lo que no tiene arreglo déjalo estar así» (esto es, sin retoques de cirugía estética) «y recuerda que con buen ánimo y resignación lo irreparable se hace tolerable. Sírvate de consuelo, como dijo el otro, que cuando te caparon no estaban violando lecho ajeno ni fornicando. Dormías a pierna suelta y despreocupado, cuando una mano impía y un hierro destructor no dudó en verter sin motivo tu sangre inocente.
Llora entonces por tu herida y daño el buen señor Obispo, que procuró hacer justicia hasta donde pudo. Llora la muchedumbre de ilustres canónigos y nobles clérigos. Lloran los ciudadanos, tomándolo a deshonra de la ciudad, violada con la efusión de tu sangre… »

A punto estaba de añadir «tu sangre redentora», pero dom Fulco se guardó la blasfemia.

«No entro a referir los lloros de tantas mujeres, que a su manera regaron sus rostros por ti, su campeón caído, como si cada una hubiese perdido al marido o al amigo en el campo de batalla. Tan llorado fue lo que perdiste, que más te valiera morir que haberlo conservado. Criatura feliz, no sabe cuánto le quieren. Casi toda la ciudad se quedó anonadada en tu dolor. Ahí tienes las arras de un amor verdadero… »

A estas alturas, supongo que cualquier lector está mosqueado, si es de los pocos que no ha comprendido aún que la carta no se tiene de pie. Y eso que no hemos leído hasta el final.
De pronto, dom Fulco sospecha que Abelardo no se resigna, y que piensa llevar su causa hasta Roma. Desgraciado, ¿tú sabes lo que eso cuesta, la entrada hasta el Papa? La más cara de las putas parisinas te sale de balde, comparada con la Curia Apostólica. ¿De dónde piensas sacar el dinero? Tú no tienes ni un duro. ¿Arruinar a tus deudos y que te maldigan? ¿Meter en gastos a tu monasterio? ¿Ir tú solo a pie a Roma, con la alforja vacía? ¡Desgraciado! Volverás condenado en costas, y toda la Iglesia de París te odiará:

«Si es venganza lo que te acucia, deja de atormentarte, que en lo principal ya estás vengado. Porque algunos de aquellos que te mutilaron ya lo han pagado con la pérdida de sus ojos y sus genitales. Y el inductor, por más que lo ha negado, ha sido multado con toda su hacienda… Escucha mi consejo, de monje a monje. Si persistes en odiar a tu enemigo, el hábito que has tomado voluntariamente no te servirá de nada… Deja de amenazar, de exagerar tu caso para nada… Persevera hasta el fin en el santo propósito, y todo eso que perdiste Cristo te lo repondrá con creces admirablemente en la glorificación  de los cuerpos futuros bienaventurados. Entonces se verá falsada la regla de los dialécticos: ‘la privación nunca puede volver al habito’. Adios en el Señor.»

De privatione ad habitum non est regressus. Sólo ese chiste final, más la promesa de un cuerpo resucitado glorioso y super viril con dos o tres pares, basta para dar la puntilla a toda credulidad,  dando a entender  la carta como un ‘ejercicio de redacción’, en la didáctica del ars dictaminis. Y por este hilo sacar todo el ovillo de burla y parodia que despliega el supuesto monje moralista, tan preocupado por la estrategia financiera de las prostitutas parisienses.
Abelardo recurrió, en efecto, a Roma. Pero no para vengarse de la agresión a su virilidad, sino para vindicar su ortodoxia difamada por san Bernardo y los demás enemigos. La parodia aquí es perfecta, y eficaz. Ahora se entiende toda la broma de la carta, ya desde el título:


Petro Deo gratias cucullato,  frater Fulco, vitae consolationem praesentis et futurae.
(A Pedro [Abelardo], a Dios gracias encogullado, fray Fulcón [envía o desea] consuelo de la vida presente y futura.)


En Petri Abaelardi Opera (ed. F. de Amboise), París, 1616. Cfr. también Petri Abaelardi Opera. Ed. Victor Cousin. T. prior, París, 1849, Appendix,  pp. 703-707.

(Continuará)


6 comentarios:

  1. Profesor Belosticalle
    Muchas gracias por este hilo:

    Yo leí las cartas, después de ver un programa sobre la pareja, ( de una serie sobre grandes amantes ), en la televisión francesa cuyo nombre no recuerdo, cuando tenía 14 o 15 años.
    Y Heloísa me gustó mucho. Y me gustó que siguiera empecinada en su hombre, contra todos. Incluso contra él.
    Pero las cartas de él, me parecieron ñoñas y estrechas de pensamiento. No comprendía lo que esa chica tan brillante había podido ver en semejante "martinet" ( no sé como traducir esta palabra, que significa rígido, intransigente, y vacío al mismo tiempo ).
    La única explicación plausible para mí, era que la falta de sus atributos, y de las hormonas consiguientes, lo hubieran convertido en aquello.

    El énfasis de usted en el anterior Abelardo, sus andanzas venéreas, su glamour, su elocuencia, y su tremenda ambición, me hacen comprender un poco lo que le pudo conquistar a una chica como Eloísa.

    Y, comprendo muy bien que prefiriera estar de monja en un monasterio, repitiendo escenas de su memoria, e imaginando otras en su cabeza, a estar de legítima esposa de un tipo como lo que él resultó al final. Que el tenerlo al lado le hubiera destrozado sus sueños eróticos, como si le hubieran estado echando constantemente cubos de agua fría...

    Lo que nunca supe es lo que pudo ocurrir con el hijo. Que los hijos de los amantes famosos suelen tener unas vidas muy desgraciadas: no hay más que fijarse en la hija de los Modigliani, o la de los Joyce , por ejemplo.
    Espero con ilusión la continuación, Por Favor, pero mientras tanto

    ¡¡¡ Muchísimas Gracias de Nuevo !!!

    ResponderEliminar
  2. Querido Profesor:
    su encomiable divertimento
    mejora mi desasnamiento.
    Más quiero saber de Heloisa,
    Pedro eunuco y el nacimiento,
    del loco enamoramiento.
    Que aprendiendo de esta su guisa
    cuando las orejas me tiento
    diría que menguar las siento
    y si, con tacto, se divisa:
    burro fueron, hoy, son poetisa.

    ResponderEliminar
  3. Vaya mujer y vaya tiucho: ¿Hubo alguna vez dos Eloísas?

    Gracias. Es un placer leerle.

    Napo

    ResponderEliminar
  4. Aguardo la continuación. Me ha encantado. Todo mi afecto, Magister.

    ResponderEliminar
  5. Querido Belosticalle, se supera usted. Esa imagen de la madre Priora valorando las cualidades de las bastardas es magnífica. Yo también quedo preocupado por las andanzas del joven Astrolabio. Un abarzo.

    ResponderEliminar