jueves, 29 de septiembre de 2011

Zigor




 Zigor en euskera es la vara o fusta como instrumento de castigo, y también el varapalo mismo. Como en Roma, cuando los lictores soltaban sus haces (fasces; de ahí vino fascismo), y elegidas las varas más flexibles medían con ella la costalera del reo.  Zigor es  por metonimia el castigo en general. Así tituló el maestro Escudero su ópera estrenada en 1962, ‘Zigor!’. Y por extensión, cualquier calamidad, cualquier desgracia o desastre es zigor.
Zigor Etxeburua Urbizu es el Director General de Euskera de la Diputación de Guipúzcoa, desde que ésta vino a manos de Bildu. También ha sido desde el principio un elemento de Kontseilua. Así se llama el ‘Consejo de los Organismos Sociales del Vascuence’. O, por si eso no nos dice nada, quedémonos con esta autodefinición: «Kontseilua constituye la esencia  del movimiento que trabaja en pro del euskara». Desde 2001 aglutina las múltiples asociaciones que decían trabajar por esa lengua, y que hoy forman un conglomerado de medio centenar, o casi, con acceso al dinero público.
Zigor (Alza, 1970-  ), «especialista universitario en euscaldunización» –la cursiva no es mía, sólo la c, más propia en castellano que la k–, tiene interés por que se sepa dónde y quién usa el vascuence.
Al efecto, empezó cargando sobre sus jóvenes espaldas la responsabilidad del ‘Mapa de Euskalgintza’. Esta palabra apareció en escena a mediados de los 60 para designar el activismo pro eusquérico. Sin embargo, más de una vez ha sido criticada como sinécdoque camuflada, al tomar la lengua y cultura como pretexto o trampolín de acciones políticas de amplio espectro (sin excluir la kale-borroka).
En realidad cualquier cosa , por chabacana que sea, grosera incluso y disgusting (por decirlo en la lengua del Bculinary [1]), cabe en el Mapamundi de Zigor, siempre que se haga con dinero público y se etiquete ‘en pro de nuestra lengua y cultura’.
Pues bien, con mapa o sin él por ahora, Zigor desde su nueva responsabilidad como Director General se propone elaborar «un registro completo de ‘vascoparlantes’».  Hemos leído bien, registro completo: de organismos, asociaciones y hasta de ciudadanos. De hecho, la noticia lo llama también «Censo»
Que la cosa va en serio, lo confirmaba el Diputado general Martín Garitano, aunque sin aclarar el objetivo que se persigue, y que según la oposición socialista no puede ser otro que «clasificar» a la ciudadanía.
Antes de que el lector cierre con disgusto esta página –que bien merecido lo tiene–, le ruego me acompañe otro parrafito, nada más. Es sólo para que se haga una idea de cómo este desgraciado país tiene la calamidad y el castigo que merece.
Detrás de la referida noticia sobre el ‘censo’ venía este único comentario:

Sugar dijo...

«Censos se hacen de todas las cosas, incluido de quien habla que idioma, sobre todo si es un idioma de la tierra. Como vas a saber las necesidades de una lengua si ni siquiera sabes la gente que lo habla ni como lo habla. Lo que me parece raro es que ese censo no exista ya, muy mal hecho el responsable.
Los unicos que organizarian censos para cometer algun hecho nazi sois vosotros y los vuestros.»[2]

A ‘Sugar’ la zigorrada le parece lo más natural del mundo: «censos se hacen de todas las cosas». La criatura confunde censos con estadísticas. Que tampoco las hay de todo. ¿Tenemos acaso un ‘censo’ de vegetarianos que tocan la ocarina? Pues ya nos falta otro, además del de vascoparlantes.
En serio: ¿Sabe Sugar dónde está la oficina del censo de alcohólicos? ¿la de antitaurinos? O por citar una que le podría venir más a mano, ¿la de simpatizantes de Bildu? ¿Le parece normal a Sugar un censo nominal y riguroso de deficientes mentales? Porque podría llevarse un susto.
¿Qué le importa a la Administración en qué habla cada cual en mi escalera, si a los propios vecinos –como gente educada que somos– nos tiene sin cuidado? ¿Qué ‘necesidades del euskera’ se descubren así?
«Lo que me parece raro es que ese censo no exista ya». Estadísticas lingüísticas es lo que nos sobra en este país. Pero censos son otra cosa. Dígame, ¿y quién tiene derecho o está autorizado a realizar un censo así?
Fíjese, por otra parte, en los sujetos del censo: los vascoparlantes (y por exclusión, los que no lo son). La diferencia entre euscalduna y vascoparlante puede ser demasiado sutil para ‘Sugar’, pero son conceptos distintos. Si la noticia es correcta, lo que quiere censar Zigor o la Diputación de Guipúzcoa no es quiénes saben vascuence, sino quiénes lo usan. Si fuese lo primero, cabría pensar que es para su euskalgintza, su propaganda del euskera. Pero no es eso, se trata de censar a los buenos euscaldunas por un lado, y a los malos vascos o antivascos por el otro. Como siempre: valerse del lenguaje, primero para discriminar, luego para dividir y enfrentar a la ciudadanía por cuestiones identitarias.
«Necesidades de una lengua». Otro (u otra) que cree que las lenguas padecen necesidades. Las lenguas ni sienten ni padecen. Son las personas las que sufren imposiciones o las que disfrutan imponiendo sus preferencias a los demás.
En fin, ‘Sugar’: lo que revela tu comentario es que hay gente que veis normal el que la Administración (o el Poder) invada el ámbito privado y controle la intimidad de cada cual. Y eso es el totalitarismo, Sugar. Eres fascista, tal vez sin saberlo.
Al Dios Yahweh de la Biblia no le gustaban los censos. Cuando el rey David se montó uno –fuese por vanidad, o para organizar el Fisco y el Ejército–  allá que se topa con el profeta Gad, que le da a elegir de tres castigos uno:

– tres años de hambruna;
– tres meses de derrota militar;
– tres días de peste en el país.

El rey tiró por lo más corto y eligió la peste: un zigor terrible, que se llevó por delante a 70.000 hombres. Esto es, sin contar mujeres y niños. Por suerte, el propio David se fue de rositas.


A nosotros tampoco nos gustan censos como el de Zigor. Porque ¿quiénes los realizan? ¿alguna oficina técnica?... No. Correveidiles, chivatos. Qué otro nombre dar a una asociación ‘cultural’ que dedica su precioso tiempo a identificar establecimientos vascohablantes –¡examinando de la lengua a los empleados!–, y publican la lista en la Red:

«La asociación cultural Bizarrain de Altza está identificando los establecimientos que ofrecen su servicio en euskera durante los últimos meses. Ahora, ha estudiado los establecimientos de los grupos Arrizar y Arriberri, y de las calles de Elizasu y Roteta. Ha analizado los negocios en los que la mayoría de empleados (tres de cada dos al menos) pueden comunicarse en euskera y los ha publicado en su página web.
Estos son los establecimientos euskaldunes de dichas zonas:

En el grupo Arriberri… etc.»

Quizá lo justifiquen con que «ellos lo desean así». Bueno, eso les habrán dicho; pero señalando a unos a calle hita están denunciando a los demás. ¿Es eso lo que el euskera ‘necesita’? Para ganar amigos no, desde luego.

¿Para quién trabajan estos sabuesos? Hace justo un año, Zigor Etxeburua se refería a una campaña, ‘Lehen hitzetik’ etc. (Desde la primera palabra), que ya tenía en marcha en un barrio de San Sebastián. Y daba esta justificación, desconcertante a primera vista: «Este período de crisis debe ser una oportunidad para el euskera».

Sólo a primera vista. Para quienes están al corriente de un euskera con necesidades, con penas y alegrías, no les pueda extrañar ese mismo euskera aprovechando oportunidades. En la jerga nostra, ‘el euskera’ son por supuesto sus hablantes –siempre se dijo ‘el euskera’ para referirse a tierras y gentes–, y de esos hablantes los privilegiados que pueden vivir a cuenta de él. En especial, los super privilegiados, los euskaldunizadores profesionales, como Zigor. Y algo también sus sabuesos, los comisarios politico-lingüísticos que van de acá para allá censando a los ciudadanos «para que vivan en euskera, compren en euskera y soliciten servicios en euskera».
Crisis, recortes para todos... El rey David y su camarilla, de rositas.


¡Señor, qué castigo!

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[1] Basque Culinary Center.
[2] No es raro que los comentarios de esta clase vayan seguidos de unas palabras en vascuence, a veces mejor redactadas que el castellano, pero no necesariamente, como es el caso. Y como también es el caso, despidiéndose con cajas destempladas: izorratu beharko zea (traducción aproximada de «os tendréis que joder»). Excuso esas tres líneas, que no añaden nada a la sustancia.



martes, 27 de septiembre de 2011

Dos siglos de revolución vasca (y 3)



«Los fueros particulares de las provincias de Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava se examinarán en las primeras Cortes, para determinar lo que se juzgue más conveniente al interés de las mismas provincias y al de la nación.»
                     (Constitución de Bayona, 1808, Art. 144)

¿Mucho, poco?... Desde luego, más que lo conseguido en Cádiz, 1812, que fue nada. Suelen darse las fechas de 1841 y sobre todo 1876 para la abolición de los fueros. En 1812 ya quedaron abolidos por la callada. Fernando VII los recuperó con su fórmula, «vuelva todo al ser y estado que tenía en 1808» (Valencia, 4 de mayo 1814).
Volviendo a Bayona. Aquella Constitución o Estatuto –galgo, o podenco– remitía la cuestión vasca a «las primeras Cortes». ¿Y eso? Pues que jamás hubo Cortes. Las previstas se juntarían  «a lo menos una vez cada tres años». Aun así, su poder era muy restringido, y puestos en lo mejor, un visto bueno a la foralidad no habría surtido efecto antes de 1821: «Todas las adiciones, modificaciones y mejoras que se haya creído conveniente hacer en esta Constitución, se presentarán de orden del Rey al examen y deliberación de las Cortes, en las primeras que se celebren después del año 1820» (Art. 146).
A pesar del ‘largo me lo fiáis’, el viejo sistema siguió funcionando en precario hasta la reforma radical de febrero de 1810, primer paso hacia la anexión del País Transpirenaico a Francia, desvelada el mismo mes.
¿Reacción? Lo único cierto es que nada era cierto, salvo que la guerra tendría fin y tras la paz nada sería como antes. Al parecer hubo gente para todo, y la idea de anexión a Francia no era nueva. Ya en 1795 Guipúzcoa la había negociado con la Convención republicana, «a cambio del respeto de los Fueros y la libre pesca en Terranova» [1]. Y antes todavía, en 1719, la provincia de Álava había dirigido al Duque de Berwick un Memorial sobre lo mismo, si la Corona Francesa le garantizaba sus «fueros, privilegios, exenciones, libertades y lo demás referido» [2]; cosa que también hizo Guipúzcoa.

Menos que en Bayona
La victoria de Bailén (18 de julio 1808) abrió los ojos de muchos a otras perspectivas posibles, otras ‘lealtades alternativas’. Uno de los primeros fue el capitán de fragata Miguel Ricardo Álava, que de Bayona pasa derecho a ponerse a las órdenes del general Castaños [3]. Álava ascendió por méritos de guerra hasta el grado de Mariscal de Campo (1812), aunque se le conoce más como ‘general Álava’. Fue de los pocos amigos que tuvo Wellington, el comandante en jefe de los tres ejércitos aliados, español, británico y portugués; el cual le nombró edecán suyo hacia el final de la guerra.
En enero de 1810 se pone en marcha la máquina constituyente. No se mire con lupa, dadas las circunstancias, la representatividad de aquellas Cortes. De vascos, lo que más hubo fue guipuzcoanos: 111 (en proporción de 1:4 respecto a madrileños); vizcaínos, 76; navarros, 44; alaveses, 25. Este último bajo número fue compensado en parte por la acción a distancia del alavés Trifón Ortiz de Pinedo, personaje correoso y pintoresco en sus reclamaciones. Pinedo lamentaba la falta de rigor estamental demostrado con limpieza de sangre. Era también uno de los muchos que a los Fueros llamaban ahora la Constitución de Álava [4]
Uno de los vascos más activos en Cádiz fue el funcionario Manuel Aróstegi. Aunque muy reñido con don Trifón, no era menos alavés que él: «Su discurso es una afirmación de alavesismo nítida… Álava siempre “ha sido considerada como tal por sí sola, e independiente de las demás provincias… Pero Álava, Señor, se ha distinguido de las otras dos, como ellas se diferencian también por muchas leyes peculiares de su Constitución» [5].
Aróstegui con el guipuzcoano Miguel A. de Zumalacárregui fueron los únicos vascos que se opusieron a la fusión de las tres Diputaciones vascas en una sola. Esfuerzo tan baldío como la misma fusión, decretada sobre el papel y nunca aplicada [6].
Respecto a los fueros, la idea dominante en Cádiz era suprimirlos, también en Navarra y no resucitar los de Aragón. Curiosamente, el sistema foral tuvo un abogado ferviente en el asturiano Agustín de Argüelles, ‘el Divino’.
El tratamiento de la cuestión foral en las Cortes fue paradójico, rocambolesco:

«Las menciones a los fueros incidieron sobre todo en los referidos a fueros y privilegios de grupos sociales, más que geográficos.
Si bien el principio que presidía el liberalismo era el de igualación, y por la tanto propendía a su desaparición, los discursos trataban de glorificarlos como un elemento de libertad, que quedaba superado por el nuevo texto.
Las citas de los mismos les resultaban útiles a los liberales, para alejar las críticas de que se importaba un modelo político… Todo lo contrario, proponían una vuelta a los orígenes, muy acorde con los principios contrarrevolucionarios que les servían de cobertura.» [7]

Acatamiento y jura de la Constitución
En este punto, J. R. Urquijo es conciso (págs. 183-186), y hay que abrir de nuevo  el capítulo de Ortiz de Orruño (págs. 118 y sigs.).
No hubo oposición abierta en Navarra ni en las Vascongadas, aunque sí una «deriva fuerista» en todas ellas, empañando las juras respectivas de la Constitución y abriendo una etapa tristemente crónica de reproches e insultos cruzados, expresión de una división irreconciliable que llevará a las Guerras Carlistas. Pero no en bloque los vascos frente a España, como lo pinta la versión nacionalista, sino divididos y enfrentados por intereses de clase y por ideología los propios vascos en cada provincia. Sólo la perspectiva de perder los fueros obraba el milagro de unirles por interés.
Cierto que se terminó jurando la ‘Pepa’, qué remedio. La mayoría lo hizo sin convicción o a regañadientes, algunos mirando de meter el vino nuevo constitucional en los viejos odres forales (más que viceversa).
Lo mismo que aquel don Trifón, tan amigo del fuero alavés y de la Religión como enemigo de la libertad de pensamiento y de imprenta, el presbítero vizcaíno don Miguel de Antuñano es ilustrativo de una típica  conjunción foralismo-integrismo antiliberal, compatible con una ejecutoria colaboracionista afrancesada.
Reunidas las Juntas de Vizcaya en San Nicolás de Bari de Bilbao (18 de octubre 1812), tras el primer tribuno Ildefonso Sancho, liberal constitucionalista, don Miguel puso paño al púlpito, y su oratoria fue arteramente eficaz ‘contra’ una Constitución que de boquilla reconoció «útil y ventajosa a todo el Reino», pero antes de invitar a obedecerla se volcó en un canto lírico al sistema foral, que arrancó los aplausos del auditorio.
Así puso en teatral evidencia que los constitucionalistas eran minoría. Hubo cruce de reproches e insultos. Al sacerdote y a otros de su cuerda se les echó en cara su colaboracionismo, y el estar todavía calientes las sillas que ocuparon en cargos públicos bajo el enemigo. Su réplica fue enjaretar a los otros la descalificación equívoca de ‘malos patriotas y malos vizcaínos’ –otra vez la ‘doble lealtad’–, a los constitucionalistas liberales, como el buen Sancho.

«Empezaba un nuevo combate contrarrevolucionario que se alargó durante varias décadas. Sancho no pedía explícitamente la abolición foral, sino simplemente la implantación del sistema constitucional, y si se considerase oportuno, la convivencia entre ambos sistemas[8]

Una historia de dos ciudades
El final de la francesada para el País Vasco y casi toda España se decidió en la batalla de Vitoria (21 de junio 1813); como también se manchó con la tragedia de San Sebastián (31 de agosto siguiente; el mismo día de la batalla de San Marcial, Irún).
Pardo de Santayana en su capítulo se extiende más en describir la acción de Vitoria que en explicar el crimen de guerra cometido en San Sebastián. ¿Se sabe al menos si fue un imprevisto, o un crimen de diseño?
Sin permitirme yo ni siquiera opinar sobre ello, digamos que la cosa se veía venir. Se sabe, por ejemplo, de unos vecinos que en vísperas del asalto escriben desde Pasajes a Wellington, a través de su edecán Álava, rogando con todo candor «se trate a los habitantes con la humanidad y dulzura que forman el carácter de V. E.  y el de las valerosas tropas que sitian la plaza
Álava, que para ocasión tan gloriosa se había puesto oportunamente enfermo, responde personalmente a la buena gente asegurándola que el inglés «tomará y habrá tomado cuantas determinaciones sean posibles con el fin de evitar cualquier desorden. Pero ni S. E. ni el primer general del mundo pueden asegurar esto, si el asalto es de noche, ni tampoco si siendo de día hay mucha resistencia en la brecha. Cuantos saben lo que es una plaza tomada por asalto, y cuantos han sido testigos de semejante operación, están convencidos de esa verdad, sin que hasta ahora se haya hallado un remedio para este mal en cuantos ejércitos tiene la Europa».
Dicho y hecho, hubo saqueo, abusos de todo tipo contra la población civil, incendio y ruina de casi toda la ciudad.
La Regencia puso cierta sordina al hecho mismo. Un primer reportaje decía: «Mientras las armas españolas se inmortalizaban en la parte de Irún, los aliados derramaron su preciosa sangre en el asalto de la plaza de San Sebastián» (‘La Gazeta extraordinaria’, 7 de septiembre). Dos días después, el parte era algo más explícito: «La desgraciada ciudad de San Sebastián padeció extraordinariamente: la mayor parte de ella fue saqueada y entregada a las llamas» (‘La Gazeta de Madrid’, 9 de septiembre).
Tal laconismo sería suplido –a casi un mes de la tragedia, cuando todo el mundo estaba al corriente–, por el periódico gaditano ‘El Duende de los Cafés’ (27 de septiembre: «La ciudad ha sido incendiada metódicamente y a medida que se hacía la limpieza interior de las casas». (Terrible ironía, lo de ‘limpieza interior’). Sólo se salvó de la quema la acera de casas calle de la Trinidad, que era el cuartel de los oficiales británicos.
Todavía se sigue discutiendo el reparto de responsabilidades. Una de las más peregrinas es la que carga el mochuelo al héroe de Bailén, el general Castaños, en represalia por haber sido la ciudad tan afrancesada. Curiosamente, esta opinión resulta atractiva a ciertos reconstructores del episodio desde perspectiva nacionalista.

Victoria en Vitoria
Este bonito calembour se me va al traste, por la manía anacrónica de los que hablan de la Batalla de Gasteiz, o incluso de una pieza que compuso Beethoven ‘A la Batalla de Gasteiz’.
Si el general Álava puso siempre la mano en el fuego por el honor de Wellington, esta vez tratándose de Vitoria, su patria chica, don Miguel, una vez ganada la batalla frente a la ciudad, tomó la precaución de ocuparla personalmente. De ese modo los vitorianos no fueron saqueados, sí en cambio saqueadores del fugitivo rey José.
Los franceses se dieron cuenta de que su salvación dependía de ir soltando lastre, para distraer. Aquel tren de preciosidades y tesoros exportados a Francia fue para mucha gente la oportunidad de su vida. Hasta las tropas británicas, rompiendo el molde tan repetido en las biografías hagiográficas de Wellington, se desmandaron y abandonaron la persecución del enemigo para aplicarse al botín. Fue entonces cuando Sir Arthur, perdida la flema, dictó para la Historia aquello de que «the British soldier is the scum of the earth, enlisted for drink» (el soldado británico es la escoria del mundo, alistado por la bebida).
Hablando del mutismo nacionalista para con la Guerra de la Independencia, Ortiz de Orruño menciona «el recurrente debate suscitado en la capital alavesa, sobre retirar el monumento a la Batalla de Vitoria», remitiéndose a varios enlaces en la Red (pág. 74). Uno de éstos resulta casi cómico por lo extravagante: un artículo de un Juan Ibarrondo, explicando a su modo el monumento a un supuesto irlandés amigo suyo, entre rondas de cerveza [8].
Para empezar, la primera propuesta de memorial, bien rápida por cierto, fue del diputado alavés que ya conocemos, Manuel Aróstegui, en las Cortes de Cádiz el 2 de julio de 1813, y aprobada al día siguiente para «cuando las circunstancias lo permitan». Cien años después vuelve a la carga el alcalde saliente don Eulogio Serdán Aguirregaviria (el caballero de aquí al lado). Abierto concurso, lo gana Gabriel Borrás, alumno de Benlliure, con los mismos cánones estéticos tan de moda, mas la pedagogía novedosa de acercamiento al espectador. 
Cualquier monumento es discutible desde varios ángulos: estético, urbanístico,  ideológico. En esto último cabe distinguir la realización plástica y el mensaje, sobre todo el textual. La inscripción es a menudo el detonante, o el pretexto. (Recordemos el «REINARÉ EN ESPAÑA», borrado del monumento al Sagrado Corazón en Bilbao por los nacionalistas.)
En el caso de Vitoria, ‘La falla’ –como llamaron los ingenios locales a la obra del valenciano Borrás (1915-1917)– ostenta doble  dedicatoria: «A LA BATALLA DE VITORIA» y «A LA INDEPENDENCIA DE ESPAÑA». Por si no quedase claro, una gran Victoria Alada en la cúspide sostiene la bandera nacional, mientras una matrona sentada a sus pies, o sea la Patria, ampara a su hijo el Pueblo, un pobre mozalbete en cueros vivos.
Con lo dicho, más dos tantos de esfuerzo y sagacidad que uno ponga de su parte, en menos de diez minutos adivina en qué tendencia política tiene menos simpatías el monumento. Hasta la alegoría de un león espantándose un águila tiene lectura en clave antiespañola: en Vitoria, Inglaterra venció a Francia.
Ofuscación, idiocia, mala baba… ¡bah! Dejemos eso, para recordar que aquella victoria nacional y aliada tuvo otro objeto conmemorativo menos estridente. La ‘medalla’, o más exactamente, la Cruz de la Batalla de Vitoria (1815).
Pero esta es una curiosidad que no nos cabe aquí. Otro día será.
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[1] Fue en el contexto de la Paz de Basilea que cerró la Guerra de la Convención, 1793-1795. Frustrada la ilusión de Godoy de recuperar el Rosellón, la perspectiva era ahora ceder Guipúzcoa, ocupada por Francia. Cfr. Goñi Galarraga, Joseba, ‘Guipúzcoa en la Paz de Basilea’; en Homenaje a J. I. Tellechea Idígoras. San Sebastián, 1982-1983, t. 2: 760-803.
[2] Estornes, Idoia, La construcción de una nacionalisdad vasca: el autonomismo de Eusko-Ikaskuntza (1918-1931). Tesis doctoral. Eusko-Ikaskuntza /Sociedad de Estudios Vascos. San Sebastián, 1990, 728 págs.
[3] Aunque madrileño, también era de origen vasco: Francisco Javier Castaños Aragorri Urioste Olavide (1758-1852). Hombre recto pero cerrado,  de ideas absolutistas.
[4] Urquijo, o. cit., págs. 166-170.
[5] Ibíd., pág. 179.
[6] ibíd., pág. 180-181.
[7] Ibíd., pág. 182.
[8] Para una relación fiel y objetiva del monumento, cfr. Francisco Vives Casas, El monumento a la Batalla de Vitoria.  







martes, 20 de septiembre de 2011

Dos siglos de revolución vasca (2)



Corruptio unius, generatio alterius. «Nada se crea ni se aniquila, sólo se transforma». Cualquiera de los dos axiomas, o versiones de uno mismo, se puede aplicar al Antiguo Régimen, transformado por la guerra revolucionaria en otra cosa. Así lo ven los historiadores en general. Menos los nacionalistas. Su Euscalerría eterna siguió intacta, en su esencia intemporal. En este mundo de mudanza perpetua, donde hasta los vascos cambian, Euscalerría permanece, como si gozara de la incorruptibilidad de las esferas celestes. Es la ventaja que lleva el nacionalismo vasco: ellos saben; los demás no, y por eso investigan.
En esta línea de tanteo investigador se mueven los autores de los dos capítulos que siguen en el libro al de J. Pardo de Santayana: el de José María Ortiz de Orruño, ‘Entre la colaboración y la resistencia. El País Vasco durante la ocupación napoleónica’; y ‘Vascos y navarros ante la constitución: Bayona y Cádiz’, de  José Ramón Urquijo Goitia.
Ortiz participa en un grupo historiográfico sobre procesos de nacionalización en España. ¿De qué va eso? Lo explicaba el mismo grupo HINEC en un curso dedicado a Los procesosde nacionalización en la España Contemporánea’ (Salamanca, 2009). En él disertaron estudiosos vascos sobre versolarismo político, Sagrado Corazón, ferrocarriles, mili foral, etc.; y nuestro autor con ‘Guerra, nación y memoria. Un estudio-caso (Vitoria 1813-1864)’ [1].
En suma, ‘nacionalización’ es aquí lo mismo que nation building, la conocida ‘construcción nacional’. Pues bien, tocante a aquella etapa de fermento, «lamentablemente, el debate historiográfico aún no ha llegado al País Vasco», según Ortiz (pág. 73).

Nacionalismos español y vasco
De todos los nacionalismos hispánicos, «el más precoz y exitoso» habría sido el de la propia España, el nacionalismo español. Un nacionalismo que, en opinión de muchos, se forja precisamente en la guerra patriótica; y no porque sí, sino como empresa mancomunada de aragoneses, valencianos, murcianos etc.: «de esas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación» (Antonio Capmany, 1808).
En su peculiar marcha hacia el progreso, España genera su propia conciencia nacional modelada sobre una ideal Castilla, recortando los particularismos regionales que más estorbaban, como el sistema foral.
En tan delicada cirugía, el recorte se habría propasado más de lo necesario y razonable, emprendiéndola de modo especial con las lenguas propias todavía pujantes (catalán, vascuence) y con peculiaridades jurídicas y administrativas, hasta invadir tal vez áreas más íntimas de la cultura y la estética. Este es el mito de la igualación de España desde Madrid. Mito, en cuanto que ignoraba otras muchas causas de la extinción de tipismos, menos violentas o incluso espontáneas. Mito, porque nunca fue el león tan fiero, ni siquiera en la etapa más dura del franquismo (nada comparable a la ferocidad nacionalista de hoy). Pero sobre todo, mito originario, porque en vez de reconocer que el País se transformaba irreversiblemente, junto con España, se remitía a la invención de lo primigenio.
Se ha repetido mucho que el nacionalismo español, con su torpeza allanadora, ha soliviantado y radicalizado los nacionalismos periféricos. Nada más falso; y si alguna vez fue así, no vale ahora, como lo demuestran los resultados de 1978. La nueva Constitución, con sus contemplaciones para con los ‘hechos diferenciales’ catalán y vasco, muy lejos de sedar nacionalismos, los ha radicalizado, mientras el nacionalismo central no es que se bata en retirada, es que se esfuma.
El nacionalismo vasco en sentido ‘actual’ asoma a partir de 1876, con la abolición de los fueros por Cánovas. Como si ‘los Fueros’ fuesen una especie de órgano moderador inmunitario, su extirpación desató en algunos una respuesta paroxística de rechazo. Un separatismo visceral que, obviamente, hubo que razonar sobre el argumentario particularista, con relecturas de antiguallas y con pretensiones nuevas.
Así es como surgió el «nacionalismo vasco, que intentó nacionalizar como vascos a los que hasta entonces nunca había dejado de sentirse, salvo discutibles excepciones individuales, como españoles, bien que a su manera» [2]. Tampoco esto último se saque de quicio: el mismo autor explica que «esa especial manera de ser españoles antes de 1876 caracterizaba a realidades situadas al margen del proceso de nacionalización en el País Vasco… algo nada problemático dentro de lo conocido… como patriotismo de doble lealtad’  [J. Mª Fradera, 1992]… característico de las identidades territoriales vascas del período pre contemporáneo… ». Patriotismo tradicional que «no debería confundirse con la nacionalización contemporánea como si fueran homónimos».

He alargado un poco estos considerandos sobre 1876, porque ahí empieza nuestro segundo siglo revolucionario. Antes de eso, revolución vasca sí, pero de nacionalismo nada. Sólo «el euskera y los fueros… dotaban de cierta singularidad a las provincias vascas».  

1. Respecto a la lengua, todo el mundo ha oído aquello de los maestros metiéndola con sangre y lágrimas en la escuela, el funcionario castellano de turno despachando a la gente con el ‘¡hábleme usted en cristiano!’ y las clases dominantes olvidando el vascuence mamado de sus nodrizas, o usándolo sólo con el servicio. Menos se repite, en cambio, la deuda para con el clero y elementos más conservadores:

«Conscientes de que el castellano era la correa de transmisión de las ideologías revolucionarias…, no alentaron su difusión en el campo. Concebían al campesinado como la gran reserva moral del país, y pensaban que mantendría intacta toda su inocencia mientras conservase su lengua originaria, y con ella su devoción religiosa» [3].

2. ¿Y ‘los Fueros’?  Dichosos Fueros, ¿qué sabía la gente de ellos? ¿Quién se los había leído? Lo que contaba eran las ‘exenciones’ y franquicias de alcance: la mili foral, los aranceles, un autogobierno formal (bien poco democrático), y paremos de contar… ¡Ah!, y la religión, que de foral bien poco tenía.
También de los Fueros se repite mucho su arraigo en el alma popular (la palabra ‘fueros’, se entiende); mientras que se silencia la razón de ser sentida entonces para defender esas ‘libertades’:

«La existencia de los fueros –nombre genérico utilizado para designar los particularismos de las provincias vascas– se explica por la condición fronteriza del país, la pobreza de su suelo y la fidelidad monárquica de sus habitantes. La libertad de comercio, las exenciones (militar y fiscal) y el autogobierno del territorio constituyen el núcleo fundamental de esos privilegios distintivos» [4].

De la ‘doble lealtad’, a la lealtad ‘doble’
«Los fueros siempre hicieron dichoso y tranquilo a este país». También eso decía el mito, mientras a otros efectos se reconocía lo evidente: que desde hacía demasiado tiempo aquel sistema hacía aguas, acumulando tensiones que estallaban en machinadas (la más reciente, la zamacolada de 1804). Pero vaya, juguemos al mito. El sesteo apacible de la patria vasca pudo haber durado algo más, aunque sueño eterno no iba a ser. El hecho es que Napoleón nos puso a todos en sobresalto.
Nuestras élites afrancesadas eran progresistas en algunas cosas, «empezando por la supresión del privilegio como forma de estratificación social. Pero se diferenciaban de los revolucionarios porque rechazaban el parlamentarismo y cualquier forma de representación popular» [5].  No sé. El foralismo que enfrentará en Bayona y más tarde a vascos y constitucionales fue de lo más antirrevolucionario. Y si la revolución era enemiga del privilegio, no lo era sólo como estratificador social, también como ‘estratificador nacional’, entre regiones y provincias. Y esto eran los fueros. Por eso los foralistas huían de la palabra ‘privilegio’ como del diablo, listos ellos; aquel anzuelo no lo tragaba nadie.

Lo de Bayona y 1808 en torno a la Constitución para la nueva España de José I sigue en debate, con apasionantes misterios. Aparte de dar fachada respetable al edificio, ¿iba en serio Napoleón con aquel experimento?
También los personajes vascos (y no vascos) invitados a la consulta previa siguen intrigándonos: ¿estaban en el ajo? ¿las veían venir? Si Urquijo –lo hemos visto había leído a Plutarco, ¿por qué no también a Maquiavelo, con la venia de su confesor jesuita? Urquijo hizo de secretario, y el navarro Azanza de presidente de aquella representación, con gran peso específico vascongado.
No se piense en un patriotismo vasco monocolor. Uno de los diputados más activos fue Ramón María de Adurriaga Uribe, que aunque canónigo de Burgos también era vasco –más tarde fue obispo de Ávila,  1824-1841–, y (cada loco con su tema) formuló propuestas contrarrevolucionarias, pidiendo enmienda del art. 1 en el sentido de una confesionalidad católica integrista, prohibiendo no sólo la libertad externa de cultos, sino que cada cual «pudiese pensar dentro de sí como le pareciese» [6].
Si el déspota anfitrión dejó con deferencia a sus huéspedes españoles largar lo que les saliese de dentro –total para no hacerles ningún caso–, eso mismo aumenta la admiración ante el papel de otro vasco, mucho más escurridizo que los clérigos integristas, el Adurriaga, o un Joaquín J. de Uriz, prior de Roncesvalles. La verdad es que el afrancesado vizcaíno Juan José María de Yandiola fue el primero de todos los vascos allí presentes que, rompiendo su compromiso de la víspera con la Asamblea, abrió la boca en pro de la foralidad vasca [7]. Y gracias a él, aquella primera Constitución estrenó la singularidad de llevar un anejo sobre la singularidad vascongada.

Con todo, ya antes de abrirse las sesiones, el avisado Urquijo había prevenido a Napoleón sobre la conveniencia de contentar a la población vasca con algún miramiento a sus peculiaridades. El propio emperador se había procurado información sobre ello, para ahorrarse complicaciones militares. [8] Y podemos estar tranquilos, que a Napoleón por aquel entonces no le faltaron arbitristas de aquende y allende Pirineo, sobre como ordenar el rompecabezas vasco-ibérico, y hasta el vasco-español-francés. El mismo año de 1808 el senador francés Dominique Garat –‘Txomin’ Garat, para sus amigos de por aquí y para el Callejero bilbaíno– proponía unificar todo el País Vasco, fracés y español, con el nombre de la ‘Nueva Fenicia’. [9]

La fiesta se anima
La intervención de Yandiola tuvo efecto inmediato de soltar las lenguas de los fueristas vasco-navarros, y hasta un catalán quiso apuntarse al envite y barrer para casa, sin éxito. La repulsa fue mayoritaria: ¿no se trata de dotarnos todos de un Constitución moderna igualitaria, sin privilegios ni exenciones? «¡A votar, señores!», golpeó con los nudillos Azanza.
Entonces Yandiola jugó su baza sorpresa: Sobre el asunto de los fueros no había más que hablar, pues ya él por el Señorío de Vizcaya había elevado un memorial directamente a Napoleón, explicándole cómo « nada tiene de común este país con los demás, si se exceptúan las provincias limítrofes de Guipúzcoa y Álava y el reino de Navarra, que se hallan en circunstancias muy semejantes». Y en cuanto a lo que se ventilaba, hizo constar que su intervención ni su presencia  «no se tuviera por adhesión a la Constitución general, y en caso necesario él se abstendría de votar».
No está claro si nuestro vizcaíno iba de farol o, si decía verdad, si estaba en total connivencia con Urquijo. Lo cierto es que por tal hazaña Yandiola es benemérito de los nacionalistas modernos. Dos siglos antes de Ibarretxe, aquel prócer habría declarado ante el amo de Europa que «los vascos no necesitaban constitución, porque desde los tiempos más remotos ya tenían la suya propia, los Fueros».
Y por si fuera poco, aludiendo a la oposición, digamos, ‘jacobina’ de la mayoría española y también de franceses, fue cuando Yandiola escribió a sus poderdantes de la Diputación de Vizcaya aquello de que «los españoles son nuestros mayores enemigos, por no decir los únicos». Y en cuanto a la Junta, «jamás me sujetaría a su decisión, porque no reconozco en ella ni en la Nación autoridad para derogar nuestra Constitución».
Por las Actas de Bayona «no se puede identificar claramente la actuación de cada uno de los representantes, porque no se recogieron literalmente las intervenciones, ni hay información sobre las votaciones emitidas en cada uno de los artículos del texto» [10]. Las informaciones más sensibles proceden de referencias epistolares o circunstanciales. Yandiola mantuvo correspondencia con su Diputación, a la que se debía profesionalmente (al margen de sus ambiciones políticas), pues desde hacía un par de años lucía el cargo de Consultor Perpetuo del Señorío [11].
¿Quién podía adivinar el futuro del País? Independencia, autonomía, asociación o anexión a Francia, reparto… Todo era posible, y en tal coyuntura seguramente se barajaron soluciones de ventaja, jugando fuerte los Fueros, el comodín, la excepción permanente.

Siempre los Fueros
La lectura de ambos artículos, el de Ortiz de Orruño y el de Urquijo Goitia, es apasionante, aunque nos deja muy con las ganas. Termino, pues, señalando para consideración del lector algunos puntos sobre la foralidad emergente y sobrevenida a los próceres vascos invitados al chapuzón de Bayona.

1. ¿Los Fueros, ‘constitución’ de Euscalerría?  Según Goyo Monreal, eso se pensaba entonces. Ramón Urquijo, por el contrario, habla de utilización oportunista. Lo uno no quita lo otro. Eran tiempos constituyentes, el futuro era la monarquía constitucional. Por otra parte, si la constitución vasco-navarra eran los amados fueros, eso quitaba hierro a una palabra mal vista por muchos. Por lo demás, los Fueros en modo alguno podían jugar el papel de constitución moderna.
2. Los Fueros. ¿Qué fueros? Cada provincia ‘exenta’ tenía los suyos, Navarra su propia foralidad. Oportunista fue, entonces, aquella presentación foral unitaria larramendiana, tan ajena al particularismo tradicional de cada una de las ‘naciones bascas’, que dirá pronto ‘Don Preciso’ [12].
En aquella caligo futuri, foralidad para nuestros vascongados era seguir mandando en el país los mismos de siempre, como siempre; Bilbao y las villas mayores por su lado, la Vasconia profunda por el suyo.
3. El porqué de los Fueros. En las épocas ilustrada y afrancesada ya corría el mito vasco de la foralidad de derecho natural, por no decir divino (que también: «Guipúzcoa, mayorazgo fundado por Dios», de Larramendi). Sin embargo, con muy buen juicio, a nadie se le ocurre esgrimir ante Napoleón ese argumento, no fuese a herniarse de la risa, o a resolver los Fueros como Alejandro el Nudo gordiano.
No. La razón de ser de los Fueros en las Provincias y Navarra nada tenía que ver la ascendencia tubalina de los vascos, tampoco su hidalguía natural y universal. ¿Qué, pues? La pobreza del país, la sobrecarga de los hacendosos y virtuosos habitantes para explotarlo, su mérito de sacarle el óptimo rendimiento y contribuir al erario regio como los que más. Todo ello conforma un sorites argumental sugestivo, pero sin perder de vista lo cardinal: sin fueros, el país se arruina y, quién sabe, los ama tanto, que podría levantarse en armas y buscarse la vida por su cuenta.
4. ¿Intocables? Antes hemos visto un texto de Yandiola negando a la Junta y a España autoridad para derogar el Fuero de Vizcaya. Texto incompleto, hay que añadir, y es como circula. He aquí el resto:

«Vizcaya nada tiene que hacer sino con su Señor, que es el Rey de España; y si yo dirijo la representación a Su Majestad Imperial es porque él es quien da la Constitución. ¡Infelices de nosotros, si fuésemos juzgados por la Asamblea!»[13].

El ultra foralismo  antirrevolucionario sobrevenido a Yandiola y compañía creaba «una ficción…, un esquema bipolar Castilla-Territorio Foral, desconociendo el resto de las realidades que coexistían bajo la monarquía de los Borbones» [14]. No obstante, el lexema ‘constitución foral’ ha sonado bien al oído nacionalista. Y con el aditivo de no reconocer la nueva ‘soberanía nacional’, miel sobre hojuelas. Rueden las coronas, caigan los Señores de Vizcaya, y el derecho a decidir es nuestro…
Ellos saben. Nosotros, a seguir estudiando.
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[1]  V. también Esteban de Vega, M., y Dolores de la Calle Velasco (eds.), Procesos de nacionalización en la España contemporánea. Salamanca, 2011; 528 págs.
[2] Juan Gracia Cárcamo (UPV/EHU): ‘Al margen, dentro y frente al proceso de nacionalización española: Imágenes divergentes sobre el País Vasco en viajeros y escritores peninsulares (1876-1931)’. En Procesos…, o. cit., págs. 503 y sigs.; pág. 505 (negrita mía).
[3] Ortiz, pág. 77, con envío a Belén Altuna y su libro, Euskaldun-fededun (2003), sobre «la perfecta imbricación entre los valores tridentinos y los etnicistas».
[4] Ibíd. El historiador Antonio Pirala (1824-1903) comentaba, a diez años de abolidos los fueros, cómo en Bilbao o San Sebastián casi nadie los echaba de menos (Provincias Vascongadas. Barcelona, 1885). De igual modo, el traslado de las aduanas a la costa (1844) parecía un acierto favorable a la industria. Y eso lo veía hasta un furio-foralista como Arístides Artiñano (1874-1911).
[5] Ortiz, pág. 82.
[6] Urquijo Goitia, pág. 149.
[7] Urquijo, pág. 156, con referencias.
[8] Urquijo, págs. 145-146. 
[9] El vasco Garat pensaba que los vascos eran colonos fenicios. Un primer proyecto contemplaba el país unificado con tres departamente, de mar a montaña: Nueva Fenicia, Nueva Tiro y Nueva Sidón. Luego se quedó con el primer nombre para el todo. Cfr. Gregorio Monreal, ‘Los Fueros Vascos en la Junta de Bayona de 1808.’ Rev Intern Estud. Vascos, 4 (2009): 255-276); pp. 21-22. V. también Idoia Estornes, ‘Descripción del País Vasco, Aragón y Cataluña, a la luz de un designio napoleónico. El ‘País Transpirenaico’ en 1810.’ En: Homenaje a Julio Caro Baroja, RIEV 31 (1986): 699-711.
[10] Urquijo, pág. 148.
[11] Sobre la confusión que rodea los tejemanejes de Bayona, v. págs. 150-151. Es cuestión muy delicada, donde no puede excluirse la autocensura y manipulación de hechos, dichos y documentos, como también apunta Monreal.
[12] Seudónimo de Juan A. de Iza Zamácola, autor de Historia de las Naciones Bascas. Auch, 1818. Gran vascófilo, sin perjuicio de ser también gran experto en la música y bailes populares españoles.
[13] Urquijo, pág. 151.
[14] Urquijo, pág. 153.



(Concluirá)




lunes, 12 de septiembre de 2011

Dos siglos de revolución vasca (1)



Para el nacionalismo vasco la Guerra de Independencia Española nunca ocurrió. Es verdad que de ella hablan todas las historias generales y todas las particulares de la Península Ibérica, más infinidad de historiadores que se han ocupado de Napoleón; incluidos los vascos nacionalistas, cómo no. Da igual. El nacionalismo en su imaginario político pasa de esa guerra, un simple mito hispano ajeno a lo vasco. Y de mitos esa gente debe de entender un rato.
Ese recurso pueril de conjurar fobias tapándose los ojos no ha ido con la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, cuya Delegación en Corte dedicó su XVII Semana, Vascos en 1808-1813. Años de guerra y Constitución (Madrid, octubre-noviembre 2008) a dilucidar el papel de los vascos de España y América en aquella etapa histórica, que no sólo fue real, sino decisiva también para los vascos de ahora, a dos siglos de distancia.
Esas conferencias han fructificado en un librito del mismo título (Madrid, Biblioteca Nueva, 2010; 266 págs.). Y de igual modo que hace meses meditábamos sobre ‘Lo vasco que nunca existió’, con otro volumen del mismo origen, ahora disfrutamos de unas lecciones magistrales sobre una guerra y revolución vasca que sí existió. Un capítulo doblemente ignorado: por historiadores que no han entrado en eso, y por nacionalistas que de eso no quieren saber nada.

Guerra y Revolución
Al estrenarse el siglo XIX, la Revolución con mayúscula era la francesa. Con toda su grandeza y su miseria, con su Terror y sus Derechos humanos. La tragedia revolucionaria en sí era ya historia;  pero la Revolución, aunque muy cambiada, seguía viva, porque un solo hombre la había hecho suya: Bonaparte.
En la educación escolar, la historia española de aquellos años 1808-1813 prefirió decantar la epopeya bélica, más asequible a los niños, como Guerra de Independencia. Muy en segundo plano quedaba el aspecto revolucionario de aquella etapa, que fue la transición del Antiguo Régimen a nuestra Historia Constitucional, con las Cortes de Cádiz como comadronas de un parto que era su propia criatura (aunque no del todo): la Constitución de 1812. Con razón el Conde de Toreno tituló su gran obra divulgativa, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (París, 1832).
La Junta Central era consciente de su cariz revolucionario, aunque diverso de lo visto en la Revolución Francesa (Manifiesto de 26-10-1808). La originalidad española era el monarquismo de aquella Junta, legitimista en origen, depositaria excepcional de la soberanía en nombre de Fernando VII. Pero su revolución empieza ya con la convocatoria de las Cortes de Cádiz, y se afirma en todo el trienio de soberanía nacional constituyente  (septiembre 1810-septiembre 1813), hasta culminar en la promulgación de un texto que transformaba radicalmente la propia Monarquía.
¿Fue ‘La Pepa’ la primera constitución española? Sí y no. Allende el Pirineo, ya Napoleón se había anticipado, convocando en Bayona una junta de notables españoles para la lectura y aprobación de una Carta otorgada, que articularía la monarquía también impuesta de José I.
Lo de tomar o no la Carta de Bayona como ‘constitución’ es algo bizantino. El decreto de convocatoria, desde luego, se refería expresamente a «fijar las bases de la nueva constitución que debe gobernar la monarquía»; y la proclama introductoria del nuevo rey al texto que se promulga en la Gaceta de Madrid (25 de mayo 1808) lo presenta como «una constitución que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo».
En todo caso, también este documento era revolucionario para el país; y para mayor parecido con lo de Cádiz, el mismo Napoleón apela al legitimismo español: «Habiéndonos cedido el Rey y los príncipes de la casa de España sus derechos a la corona», que él no pensaba calarse en persona, sino «en las sienes de un otro Yo». Vamos, que el Corso tenía sus papeles en regla. El cinismo y el modo de designar a su hermano José Napoleón no quita nada al paralelismo, teniendo en cuenta que la accesión del Príncipe de Asturias , aprovechando un motín para quitarle el reino a su propio padre, tampoco había sido transparente.
Ahora bien, constitución, estatuto o como se prefiera, aquí nos importa que el documento aprobado en Bayona se promulgó con solas dos firmas: la del intruso rey José,  y la de su ministro Secretario de Estado, Mariano Luis de Urquijo. Un bilbaíno ilustrado y afrancesado, que ya lo había sido de Carlos IV (1798-1800).

Afrancesados
Los vascos más significados en aquel proceso entraban casi todos en la categoría de los ‘afrancesados’. La palabra tiene enjundia. Nace en el siglo XVIII para describir ciertos dejes de pronunciación y estilo gálico, ciertos gustos a la moda francesa. Se aplica luego a los admiradores de la Ilustración. Y termina como sinónimo de antipatriota y secuaz de José I, el intruso. La deriva semántica va de la estética a la política, pasando por la censura inquisitorial y el Índice de libros prohibidos.
Urquijo fue afrancesado en las tres acepciones, aunque en ninguna de ellas furibundo, cosa muy ajena a su temple. Y desde luego, nada ingenuo, como lo prueba el siguiente rasgo. Cuando Napoleón citó ante sí al ya rey Fernando, como hizo con su padre don Carlos, Urquijo fue el más decidido en desaconsejar el viaje, que era como ir al cautiverio. Este fue, más o menos, el diálogo entre el político vasco y un confiado Duque del Infantado, que le objetó:

– ¿Es posible que un héroe como el Emperador, yendo el Rey a ponerse en sus manos tan de buena fe, se las manche con esa acción?
–Si hubiese leído a Plutarco, habría visto que los héroes, especialmente los fundadores de dinastías, subieron los peldaños de su triunfo pisando a sus víctimas. Además, ¿cuáles son las razones del viaje?
–Sólo se trata de contentar al Emperador con ciertas concesiones territoriales y de comercio.
–Siendo así, ya le pueden dar la España [1].

Tal fue el hombre clarividente que luego fue ministro de José I, con el también bilbaíno José de Mazarredo (1745-1812) como ministro de Marina.
Algunos afrancesados fueron guerreros, otros sólo políticos, pero prácticamente todos fueron revolucionarios, no menos que los patriotas de Cádiz.

Vascos en la Guerra
De los aspectos bélicos en el País da una buena síntesis José Pardo de Santayana en ‘La Guerra de la Independencia en el País Vasco. 1808-1813.’ [2]
La situación del País Vasco en aquel período fue singular, soportando la máxima presión del invasor francés en comparación con el resto de España. Lo cual es lógico: la primera invasión militar de octubre-noviembre 1807 se hizo por la frontera occidental, ya que el objetivo-pretexto pactado era la ocupación y reparto de  Portugal con Godoy.  
Aquella penetración ‘pacífica’ o ‘amistosa’, bastante bien recibida en los centros urbanos de las Vascongadas, pronto se quitó la máscara. «Hasta 250.000 soldados, muchos de ellos veteranos…, se fueron acantonando en aquel pequeño rincón del norte español» [3].
Pero rotas las hostilidades, la resistencia cívica se notó menos aquí,  aunque también el colaboracionismo contra las guerrillas mal avenidas fue de lo más tibio, no tanto por convicciones como por las represalias, que en cierto modo anticiparon la saña de las futuras guerras carlistas. Más agresivamente anti francés fue el medio rural, feudo de los jaunchus y del clero más conservador, y tradicionalmente enfrentado a las villas y su patriciado urbano, aunque unidos todos en el apego a la religión y los fueros.
Una etapa de especial interés es la que se abre en 1810. Napoleón, ante el fracaso de su hermano, vuelve a intervenir en persona, y mueve la frontera de los Pirineos al Ebro, anexionando más directamente a Francia toda el área intermedia: Cataluña, Aragón, Navarra y Vascongadas (más Cantabria). A estos cuatro ‘gobiernos militares’, que ya no dependían del rey de España, se añadió el quinto Burgos en 1811. El sistema quebró en 1812, al partir Napoleón para Rusia, despejando el campo a Wellington. El brazo derecho del generalísimo inglés era ahora otro vasco afrancesado, el general Miguel Ricardo de Álava, que de colaboracionista y firmante de lo de Bayona, se había pasado a la Junta.
Vasco también fue el pundonoroso general vergarés Gabriel de Mendizábal (1765-1838), organizador del VII Ejército español que absorbió a no pocos guerrilleros como militares regulares, algunos con alto grado (Espoz y Mina, mariscal, lo mismo que Mariano Renovales; Francisco de Longa, coronel, etc.). «Cuatro de aquellos ‘Siete Magníficos’ que ostentaban los mandos principales en el ejército guerrillero del norte eran vascos» [4]
No me tienta lo más mínimo hacer épica de estas cosas ni, por el contrario,  reventar el ‘mito’ de la guerrilla patriótica. Lo importante es acercarse a la realidad en cuanto sea posible, y creo que la síntesis de Pardo Santayana  algo ayuda a entender en qué medida los aciertos de Wellington tuvieron éxito, gracias al trabajo preparatorio y complementario  de estrategas autóctonos y fuerzas semiautónomas o independientes, con destacado papel de gente vasca.

Vascos en la Revolución
Más interesante que contar la película bélica es hoy reconstruir el proceso revolucionario, y calando en las mentalidades de aquel magma heterogéneo, perfilar las visiones políticas. Algo por ahí van, en el mismo libro, José Mª Ortiz de Orruño, ‘Entre la colaboración y la resistencia. El País Vasco durante la ocupación napoleónica’ (págs. 71-129), y José Ramón Urquijo Goitia, ‘Vascos y navarros ante la Constitución: Bayona y Cádiz’ (131-186). Otro día pasamos revista a esos artículos. Sin olvidar el último de la serie, donde Begoña Cava Mesa observa ‘La Guerra de Independencia desde la otra orilla’ (págs. 187-237), estudiando un capítulo de la Independencia de la América Española, donde los vascos tampoco estuvieron quietos.  
Un Compendio bibliográfico –así presentado con modestia por su compiladora Mª Victoria de la Quadra-Salcedo– reúne un conjunto selecto de títulos para ampliar y profundizar en los múltiples aspectos de un tema poco conocido y muy complejo.
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       [1] Cfr. O. cit., págs. 40-41.
       [2] O. cit., páginas 35-69. Pardo es también autor de la primera biografía seria de un guerrillero vasco mas nombrado que conocido: Francisco de Longa: de guerrillero a general (Madrid, 2007; 517 págs., ilustr.).
       [3] Pardo de S., o. cit., pág. 43.
       [4] Ibíd., pág. 57.

(Continúa)