jueves, 17 de marzo de 2011

Cándido en Fukushima



      La catástrofe que sacude a Japón me invita a reabrir el ‘Cándido’. No es un gesto de frivolidad, supongo. Es que algunos comentarios que se leen y escuchan, sobre la cadena de causas-efectos que, en Fukushima, puede llevar al peor de los escenarios posibles, me han hecho recordar la célebre novela filosófica.
      ‘Candido, o el optimismo’ (1759) es una novela de aventuras tragicómicas, donde la variedad de situaciones converge en una tesis filosófica típicamente volteriana: reducir al absurdo cualquier ensoñación providencialista de lo que ocurre en el mundo.
      Recordemos que el Cándido tiene como episodio ‘nuclear’ (por así llamarlo) precisamente el gran terremoto de Lisboa (1755), con su maremoto o tsunami y su réplica, incendios etc.
      Aunque el protagonista y carácter que da nombre a la obra sea el joven Cándido –inspirado seguramente en el Simplicius Simplicissimus de Grimmelshausen (1668), pues ni siquiera falta la evocación de la Guerra de los Treinta Años–, a su lado hay un mentor, Pangloss, filósofo dogmático, que resulta ser una caricatura de Leibnitz.
      G. W. Leibnitz (1646-1716), niño prodigio y sabio universal autodidacta, como persona y pensador sigue siendo bastante enigmático. De ser una celebridad pasó al olvido, en que ya se encontraba cuando murió, y así siguió más de medio siglo, hasta su redescubrimient, desde 1765. Fue entonces cuando sus compatriotas intentan reivindicarle como filósofo y como matemático, coinventor del cálculo infinitesimal con Newton.
      Leibnitz había dejado una obra de teología natural racional contra el ateísmo deducido de la realidad del mal. Era, por tanto, una reivindicación del Ser divino en su existencia y su bondad, y por eso la llamó Teodicea (1710).o justificación de Dios.
      Sin entrar en el meollo de tal justificabilidad, ya ensayada desde el Job bíblico, el sistema leibnitziano es una construcción ‘geométrica’ a lo Espinosa. La realidad creada es como un mecanismo de relojería, basado en una armonía preestablecida universal, y por tanto intrínsecamente buena. Así, lo que se entiende por ‘mal’ es una abstracción del todo, una visión parcial, limitada y sesgada de la realidad, que en su conjunto es óptima.
      De ahí el nombre de optimismo, que aquí no se refiere a un estado de ánimo o humor (“Fulano es un optimista; Mengano en cambio tiende al pesimismo”). Lo ‘óptimo’ para Leibnitz tiene sentido afín a nuestra ‘optimización’. Optimizar un proceso, un problema, es buscar la mejor de sus soluciones para el objetivo propuesto. Lo cual tampoco se refiere a bondad moral (como cuando un ladrón planifica y optimiza un robo).
      Aun así, lo que quedó de Leibnitz y su ‘optimismo metafísico’ para el gran público fue la idea del mundo real como “el mejor de los mundos posibles”.
      El deísmo ilustrado no perdió ocasión de hacer rechifla del sistema. En esto se distinguió sobre todo Voltaire, que no sin ligereza vino a decir de Leibnitz lo que los judíos talmudistas del Evangelio: “lo bueno no es nuevo, y lo nuevo no es bueno”.
      Leibnitz era alemán, y por eso Voltaire finge su novela como “traducida del alemán”, aunque el satirizado escribía más bien en francés, cuando no lo hacía en latín.
      Hoy es recomendable disfrutar del Cándido –un epígono más de la picaresca española del Siglo de Oro–, sin hacer mucho caso de Leibnitz, y sí de Voltaire. No faltan reminiscencias de novela griega, con encuentros y desencuentros de la pareja formada por un enamorado Cándido y la rolliza Cunegunda, en viajes y mutaciones que se suceden con ritmo endiablado, evocando a cada paso situaciones y costumbres reales, como el mentado terremoto lisboeta:

      —Esto no es nuevo. Lima tembló igualmente el año pasado. Las mismas causas, los mismos efectos–arguye Pangloss.
      A todo esto, tercia un hombrecillo moreno, familiar de la Inquisición, que le había estado escuchando sin perder palabra:
      —Este señor parece que no cree en el pecado original, porque si todo es inmejorable, no pudo haber caída ni castigo.
      —Perdón, señor mío. Caída y maldición entraban necesariamente en el mejor mundo posible.
      —¿Así que vos no creéis en la libertad?
      —Disculpad, la libertad es compatible con la necesidad absoluta, pues necesario fue que fuésemos libres. Porque la voluntad determinada…
      No pudo acabar la frase. A una señal del familiar a su espolique, que le servía vino de Oporto…
      Presos del Santo Oficio, Pangloss y Cándido, comparecen en auto de fe, aconsejado por la Universidad de Coimbra.
      Otros presos eran, un Vizcaíno convicto de haberse casado con su comadre, y dos portugueses que comiendo un pollo le habían extirpado la grasa.
Pangloss y Cándido, como maestro y discípulo, visten sambenitos diferentes. Pronunciado el sermón, marchan al patíbulo. Cándido es azotado acompasadamente. El vizcaíno y los del pollo sin grasa perecen en la hoguera. Pero al tocar el turno a Pangloss, un aguacero lo impide, y le ahorcan.
      El mismo día hubo réplica del terremoto.
      Cándido dice para sí:
      —Si este es el mejor de los mundos, ¿cómo serán los otros?

  Lo del Santo Oficio no fue ocurrencia de Voltaire. No tuvo más que ver los grabados satiricos que circularon por Inglaterra, con el clero proponiendo al rey José I un auto de fe en expiación por el seísmo.

    Pero si Pangloss no murió quemado, tampoco hubo jamás peor ahorcado. El subdiácono ejecutor quemaba de maravilla, pero no sabía ahorcar. Un cirujano compró el supuesto cadáver del hereje para sus disecciones. Al hacer la incisión crucial, el falso muerto reacciona pegando un grito. El cirujano cree estar disecando a un diablo y huye despavorido.

      Reencontrados maestro y discípulo, éste pregunta:
      —Pangloss, cuando os ahorcaron, ¿todavía pensasteis estar en el mejor de los mundos?
      —Desde luego. Porque yo soy filósofo, y no me va el desdecirme. Leibnitz no pudo equivocarse. La armonía preestablecida es lo más hermoso, lo mismo que el ‘lleno’ y la ‘materia sutil’. (El lleno, plenum, es la ausencia de vacío en la materia. La materia sutil leibnitziana que todo lo penetra es el éter.)

      En Surinam, colonia holandesa, encuentro con un esclavo negro al que falta la pierna izquierda y la mano derecha. Por toda indumentaria, un sencillo calzón. ¿Cómo así? Escalofriante respuesta, que anticipa el horror del Congo Belga bajo el rey cauchero Leopoldo II:
      —Es la costumbre. Recibimos un calzón de tela azul dos veces al año. Cuando trabajamos en las azucareras, y la muela nos pilla un dedo, nos cortan la mano. Si intentamos escaparnos, nos cortan la pierna. A ese precio coméis azúcar en Europa.

      Final de la historia: En Constantinopla, los socios de aventura basan su economía en un huerto que no saben explotar, hasta que casualmente conocen a un turco que beneficia el suyo de maravilla. Este patriarca de aldea no se interesa lo más mínimo por la marcha del mundo, y menos que nada por las intrigas de la corte. Su único objetivo es el día a día, recoger y vender sus productos en el mercado de la ciudad. Su ejemplo estimula a Cándido.
      En resumen: Frente al dogmático (y estéril) “vivimos en el mejor de los mundos”, la conclusión de la experiencia vital no será el abandono pesimista, tan fatalista y tan dogmático como su contrario, sino una regla práctica:

      —Yo también estoy convencido que lo nuestro es cultivar nuestro huerto.
      —Tenéis razón– dijo Pangloss. –Cuando el hombre fue colocado en el Huerto del Edén, lo fue ut operaretur eum, para trabajarlo. Lo que demuestra que el hombre no nace para estar quieto.
      —Trabajemos sin razonar. Es el único modo de hacer la vida soportable.

      O sea, que estamos como al principio. Como al principio del mundo y de la humanidad, quiero decir; cuando Dios encarga al primer hombre que cuide y cultive el Paraíso. Pues, contra lo que se suele imaginar, el Edén primigenio no era el mejor de los paraísos posibles. Era sólo un buen huerto, bien diseñado por el Hacedor, pero sujeto a la ley de entropía sin las atenciones de un buen hortelano.
      En efecto, los compañeros montan una pequeña sociedad autosuficiente, donde todo el mundo es útil. Hasta un fraile bribón resultó excelente carpintero y, en definitiva, un hombre honrado.
      A todo esto, incorregible Pangloss no dejaba de reescribir la historia, siempre llevando el agua a su molino optimista:

      —Sin aquella primera patada en el trasero, sin la Inquisición, sin…
      —Vale— respuesta de Cándido —; pero hay que cultivar nuestro huerto.

      Así concluye la novela. Volvamos ahora a la dura realidad.

      Fukushima: ¿lo imaginamos, aquí?
      La catástrofe de Japón no será una más entre las naturales. Ya ha entrado en la Historia de la humanidad, y no por su magnitud natural, sino por la implicación de una gran central nuclear con varios reactores tocados.
      Admirable sociedad la japonesa. Si lo que se ha mostrado al mundo no es una selección manipulada –y no tiene visos–, es para descubrirse ante la serenidad disciplinada de un pueblo que mira a sus autoridades y a sus expertos para seguir sus directivas. Admirable también el heroísmo del personal que lucha por todos contra lo inconmensurable en el centro de máximo riesgo.
      No quiero ni pensar en nada parecido, entre nosotros (que tampoco somos japoneses), con nuestra clase política denostándose entre sí, derrochando protagonismo inoperante, como si todo en la naturaleza y la industria ocurriese con vistas a ellos. ¿No tenemos nariz para sostener las gafas, y tenemos piernas para enfilarlas en los pantalones? Pues si amanece el día para que apaguemos los candiles, y la noche se hace oscura para que todos los gatos parezcan pardos, demos también por seguro que los españoles formamos sociedad para que nuestros partidos políticos tengan algo que disputarse. Porque nosotros sí que somos el mejor de sus mundos.
      Este es un primer género de optimistas panglosianos. Otros dos se dan entre la ciudadanía: eco-optimistas vs. tecno-optimistas; enfrentados sobre todo en el tema de los recursos energéticos
      El eco-optimista cree en el ecosistema natural como el mejor de los posibles. Desconfía por principio de la tecnología. Sólo admite energía no depredatoria, de fuentes renovables, limpias, seguras. Obtención y aplicación sólo con impacto ambiental nulo o mínimo. El rector nuclear de fisión es el paradigma de la tecnología peligrosa y contaminante.
      El tecno-optimista cree en el progreso indefinido y en la capacidad tecnológica del hombre para compensar y aun superar todos los inconvenientes de ese progreso. Un día poseeremos la energía de fusión. Mientras llega, no hay más remedio que continuar con los reactores de fisión, que han demostrado ser lo bastante seguros como para justificar su riesgo.
      A propósito de eco-optimismo, siempre me acuerdo del bueno de John Seymour, el apóstol o vendedor de la autosuficiencia. También yo, en cuanto tuve me pedacito de suelo, leí con avidez El horticultor autosuficiente y otras obras suyas igualmente entretenidas.
      Nuevo Hesiodo, Seymour daba su versión de Los trabajos y los días, instruyendo al urbanita converso en la vida natural autárquica. Nada más sencillo: una salud y fortaleza de hierro, una finca no demasiado grande pero tampoco pequeña, mejor cruzada por un riachuelo capaz de mover un pequeño molino y una centralita hidráulica; con espacios suficientes para todo, personas, animales, aperos, productos; con tiempo bien aprovechado, sí, pero prácticamente ilimitado para, cumplidas las labores agrícolas, dedicarlo también a la apicultura, industrias caseras, reparaciones, aficiones, cultura y ocio.
      Seymour (1914-2004) dio ejemplo de todo cuanto enseñaba. Su última lección práctica fue morirse de 90 años. Seguramente no hay fincas Seymour para todos los habitantes del globo; pero nadie pretende que todo el mundo se vuelva seymouriano de la noche a la mañana.
      Una generación de ‘Cándidos’ seymourianos supondría –amén de mucho desengaño– reducir la esperanza de vida a menos de la mitad de la suya, y diezmar la población mundial en poco tiempo. La ‘vida natural’ no es tan sana ni tan barata como cualquier Pangloss eco-optimista quiere venderla.

3 comentarios:

  1. Hay una realidad que ignoran los ecoptimistas. Si las energías renovables distintas a la hidráulica fueran eficientes, las empresas eléctricas estarían trabajando como locas en su implantación. Si no lo hacen es porque son muy caras (incluso con subvenciones) y poco eficientes para garantizar la energía que les reclama el mercado.

    Magnífica entrada, Belosti. Me ha encantado leerla.

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  2. Permítame apuntar en su magnífico blog, don Belosti, un dato muy ilustrativo.

    Un solo reactor nuclear es capaz de desarrollar una potencia eléctrica más de 1000 veces superior a la de un gran motor eólico de avanzada tecnología y a pleno rendimiento. Y en el mundo existen muchas centrales nucleares con 3 o 4 reactores. Imaginemos un parque eólico con 4000 o 5000 "molinos de viento" ¿Que alcalde lo quiere en su termino municipal? Mejor dicho ¿en qué municipio cabe tal número de aerogeneradores?

    Pero, desgraciadamente, hay más. Hemos hablado de potencia instalada, no de energía eléctrica producida y enganchada a la red lista para su consumo. En un reactor nuclear la producción de energía es continua, como nuestra demanda de energía; allí "el viento sopla" de día y de noche, cuando amanece y cuando anochece, en primavera y en otoño, en verano y en invierno. ¡Cuántas veces hemos visto parados sobre nuestras montañas a esos gigantes de tres brazos, a la espera de que un caprichoso Eolo se acuerde de ellos! (A menudo somos testigos de esa estampa desde nuestro automóvil a 100 km/h, mientras regalamos a la sufrida atmósfera un cargamento de CO2 que no puede digerir.)

    Sí, tenemos que reconsiderar la seguridad de las centrales nucleares, es cierto. Pero, sobre todo, tenemos que reconsiderar el gasto energético de una sociedad de consumo desbordado. Una sociedad que, en términos de macroeconomía, no funciona sin crecimiento. Y el crecimiento económico no es otra cosa que un mayor consumo por habitante y un mayor número de consumidores... Es lo que fomenta nuestra sociedad para que la industria en la que se apoya no se ahogue. No, no es que la energía nuclear sea peligrosa, lo que es peligroso es el ser humano del tercer milenio.

    Es muy bonito soñar con un mundo en el que nuestra especie vive integrada en el medio natural, como suponemos han hecho hasta hace poco los pueblos del Amazonas (el mundo idealizado de los indios yanomami, es un manido ejemplo). Pero es un sueño imposible, porque nuestro mundo ya no es la selva. La naturaleza salvaje nos apasiona, pero vista en una pantalla de plasma y sentados en el sofá, bajo un ambiente estable a 22ºC y con menos de un 50% de humedad. No queremos producir energía radiactiva ni de efecto invernadero, pero cada año consumimos más kWh por habitante y cada año somos más habitantes. Empeñados en darle la razón a Thomas Malthus, hemos enmendado sus errores en la previsión del crecimiento demográfico convirtiéndonos en miembros de una sociedad cuyo ritmo de consumo crece en progresión geométrico.

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  3. El humano crea, destruye y hasta el momento, se desconoce si se transforma (a mejor).

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