martes, 27 de abril de 2010

Babel-barbarie (2)


       En la primera parte de este artículo, a propósito del libro Babel o barbarie, hice intención de limitarme a sus títulos en español y vascuence, pues ni lo había leído ni pensaba hacerlo. 

       Pero la carne es flaca, y he mordido la manzana. Ahora sí, puedo decir con fundamento que ha superado mis expectativas con largueza, pues es bastante más indigesto que lo imaginado. 

       Y como la cosa ya no tiene remedio, mientras no se invente el arte de desleer lo leído, veré al menos si me alivio un poco el estómago con este comentario. Al autor no ha de molestarle, por aquello de que ‘hablan mal de uno, pero hablen’. Otros ya lo han hecho, para bien (Bujanda Arizmendi), o para menos bien (Fernández Gil, Plazaeme).

       1. Savater.  Entre tanto, Fernando Savater ha publicado ‘Babel sin barbaridades’, un artículo bastante positivo, aunque sin haber leído el libro, él tampoco. Y se nota. De haberlo hecho, comprobaría que él, Savater, es una de las bestias pardas para Baztarrika, junto con Arcadi Espada, Aurelio Arteta, Jorge de Esteban, Ruiz Soroa, Vargas Llosa etc., en suma, todos los que no ven en Babel el lugar ideal de encuentro para los humanos.

       Más concretamente, de las dos categorías de autores ‘buenos y malos’ que distingue maniqueamente el libro, el primer ‘malo’ citado es precisamente Savater (pág. 35), el iconoclasta que un día escribió: «En política la verdadera riqueza es tener una lengua común».

       A vuelta de hoja (pág. 37-38) vuelve a salir «el filósofo» de ‘Lamento por Babel’, valorado por Baztarrika en estos términos: «Por mucho que me empeño, me resultan incomprensibles las últimas palabras del fragmento de Savater…». Vaya, tampoco iba a recibir palmas un corifeo del tristemente célebre ‘Manifiesto por la Lengua Común’ (Madrid, 23-06-2008); un documento que «no es precisamente candor lo que rezuma», y a cuyos firmantes se pasa lista, del primero al último (pág. 101).

       Que Baztarrika no le entienda, no debería preocupar a don Fernando, pienso yo, porque eso le ocurre a don Patxi con la mayoría de los textos que cita. Incluso algunos que alega como favorables a sus tesis, es porque los entiende al revés, como ocurre por ejemplo (pág. 100) con los de Antonio Tovar († 1984), que ni delirando habría aplaudido la política lingüística euscaldunizadora y normalizadora, practicada in crescendo, sobre todo a partir de la Ley de Normalización del Euskera (1982), con el diseño de 1986 y su concreción de 1989.

       2. Etxenike.  A propósito, dicha ley se promulgó siendo Consejero de Educación Pedro Miguel Etxenike, uno de los prologuistas de Babel o barbarie. No es criticable un prologuista por ser elogioso, ni un político por autocomplaciente. La verdad es que su prólogo tiene mucho de lo segundo y bien poco de lo primero. Y aun ese poquitín es tan anodino, como si el ilustre físico tampoco conociese la obra. Sospecha que se agudiza cuando Etxenike señala, como cualidad de la misma, la «inteligencia».

       Esto último no lo dice en el mismo prólogo, insisto, donde autor y libro no pintan nada, porque don Pedro Miguel bastante tiene con recordarse a sí mismo y su legado político. Fue en el acto de presentación del libro donde el ex consejero insufló sobre él esa palabra, ‘inteligencia’. Una de las últimas de todo el diccionario que se le habría ocurrido a cualquier lector juicioso y desapasionado, para relacionarla con Babel o barbarie.

       3. Religión del porque sí.  Pero todavía hay otra razón para maliciar que se puede escribir prólogos hasta para libros en blanco. Y es cuando el profesor Etxenike sentencia: «La cuestión lingüística no se asemeja a la religiosa» (pág. 16). Sin entrar en ello, debo notar que una de las impresiones negativas que deja la lectura de Babel o barbarie es justamente el enfoque de sermón misionero para la captación de prosélitos y neófitos de una secta. Lingüística, pero secta. Y ello a pesar de que Baztarrika previene aquí o allá contra los excesos del radicalismo euscaldunizador. Aun entonces, o mejor entonces, se parece todavía más a un apóstol de una secta supuestamente moderada, en competencia frente a rivales más fanáticos. Pero qué digo yo, si es el propio autor el que adopta el paradigma religioso cuando recomienda «una euskalgintza laica» (pág. 287, luego lo vemos). En cuanto caes en la cuenta de ese paradigma solapado, a partir de ahí la lectura seria de Babel se vuelve imposible, de puro hilarante.

       Hilarante sí, pero como el gas nitroso, que también anestesia y atonta. Son más de 400 páginas de buenismo, de noria o argumentación circular; de derechos del bilingüe y deberes del unilingüe, ahora en argumentación pendular, de cuadraturas del círculo para la convivencia simétrica y de desafío constante al principio de contradicción («es la diversidad lingüística lo que hace posible que los seres humanos nos comprendamos mutuamente»). La decisión está tomada, la sociedad así lo ha querido, la ley así lo manda: toca ahora a los unilingües castellanos dar los pasos más largos, «en bien de todos»…

       Llega a ser penoso aguantar a un autor que jamás razona, como si el raciocinio le fuese extraño o le diese alergia. Toda su argumentación es de autoridad, como en la religión: de una parte, la ‘sociedad-ley’, que ya ha fallado en pro del euskera para siempre jamás; de la otra, los ‘sabios’ citables, los comités de expertos, abundando en lo mismo. Los consensos unánimes alcanzados entre no se sabe quiénes. Las opiniones contrarias se despachan como ‘prejuicios’. A los del otro extremo, a los grupúsculos exaltados, se les amonesta en términos que a menudo recuerdan las epístolas paulinas.

       En el fondo de todo, en el santasantorun, está el fetiche del euskera, el axioma intocable, por irracional, del vascuence necesario porque es bueno, y mejor por las buenas, dado que es necesario. Francamente, mejor que esta pomada, es preferible la almohaza cruda del talibán. Con éste sabe uno a qué atenerse. Con Patxi Baxtarrika, depende de la página de su libro.

      Lás páginas de Babel frisan a veces no se sabe bien si la simpleza o el cinismo; una frontera tan sutil, que podríamos dejarlo en simpleza cínica o simple cinismo. Como cuando toca el tema de la euskalgintza de marras. ¿Y cómo se come eso?

       4. Euskalgintza: «Denominación que engloba a todo el conjunto de la actividad vinculada con el euskera. (Nota del Traductor)». ¡Hombre, no! Examinarse de perfil lingüístico en una oposición no es euskalgintza. El vocablo –otra ‘euskarakada’ de la neoparla– tiene su pequeña historia desde los años 60, y como suele ser en la jerga nacionalista, no tiene traducción neutral. Toda euskalgintza que se precie lleva en sí una carga de choque, de presión social ordenada a modificar hábitos a favor del euskera, en tanto que seña de identidad nacional vasca. Es lo que el autor llama con redundancia «euskalgintza social» (pág. 289). Degustemos esto, sobre esos ‘euskal-agentes’, auténticos ministros de la palabra:
«A mi parecer, el cometido principal… de la euskalgintza social consiste en la socialización del euskera y del poder de atracción de cuanto en esa lengua se produce… Se debe dar con la manera de hacer sentir a quien vive alejado del euskera que se está perdiendo algo que merece la pena…»
      «Socializar el euskera…». ¿Les suena eso? Tal vez les traiga malos recuerdos. O tal vez sea una forma rara de contrarrestar la «socialización del dolor», tan decantada. Porque luego, tras ese lenguaje propio de un manual para visitadores a domicilio, sorprende el candor con que se invita a la «izquieraa abertzale tradicional» (sic!) para que en su tradicional euskalgintza se abstenga de cosechar réditos partidistas, más allá de la promoción apolítica del euskera, que es de todos y de nadie (págs. 286-288). Vendedores sin comisión, oiga. Por amor platónico al euskera. ¿Quién dijo que en este país hay conflicto? (Y a todo esto, no he tenido la suerte de hallar en todo el libro algún kontseilua (consejo) de moderación dirigido precisamente al Kontseilua, ese ente inquisitorial y sombrío que tanto los necesita.)
  
       5. Euskaldunes pasivos. Me gustaría terminar con algún comentario relajado y empático, como es mi inclinación. Lo que ocurre es que el humor, como la lógica, en este libro de Baztarrika es como la sangre por las venas de Drácula, «un material demasiado precioso y escaso». Por eso he de conformarme con una idea que lo mismo puede dar risa que enfado, incluso ambas cosas. Me refiero al papelón social reservado a dos categorías de ciudadanos en esta nueva etapa de la epopeya revitalizadora del Eusko-Nosferatu: los chapurrantes, pero sobre todo los bilingües pasivos o pacientes.

       No se diga que no tiene gracia, esa gran mayoría de dos tercios de ciudadanos, hoy por hoy distraídos en su búsqueda egoísta de la felicidad individual monolingüe castellana, pero mañana convertidos a la convivencia solidaria. ¿Cómo así? Convirtiéndose en oyentes de los vascoparlantes y vascochapurrantes. Dedicando su precioso tiempo a la noble tarea de escuchar y escuchar, a ser posible por relevos, para que el euskera siempre tenga quien lo escuche.

      ¿Escuchar, qué, cómo? El buen euskaldún pasivo es aquel que, venciendo la tentación fácil de las televisiones estatales o la de ETB-2, se engancha a la ‘audiencia’ (como dicen ahora) de las cadenas autonómicas ortodoxas.

      Ahora bien, si de veras quieren hacer euskalgintza patriótica, en tal caso el Señor les llama por otro camino: escuchar a los euskaldunes activos.

      Convidados de piedra, deberán mantener la boca cerrada, pues el uso del castellano introduce desequilibrio en desfavor de la lengua débil. Y si no llegan a entender lo que se dice, porque no saben bastante euskera, o porque el orador lo habla mal, no desmayen. Algún día (dentro de 1.600 horas, según los expertos) empezarán ellos también a soltarse, primero como chapurreantes, luego como proficientes, y por último como perfectos y disertos euskaldunes.

       Hablo de los 2/3 de pasivos que arrojan las encuestas globales. En Bilbao los que no saben hablar vascuence son abrumadora mayoría. ¿Entonces? Mejor que mejor. Ahora que urge la promoción turística de la villa, imaginemos el gancho del espectáculo en el Arenal, en Moyúa, en la Plaza Nueva... Como en la ‘Isla de los pingüinos’ de Anatole France, multitudes de bilbainos silenciosos y atentos a los San Maeles que les predican en la lengua sagrada.

       Vale la pena. Como dice ‘Babel, el caos’,

«Si la cuestión del euskera es, fundamentalmente, la convivencia lingüística…, es obligado que toda la sociedad se ponga de acuerdo en torno al proceso de revitalización del euskera… A los monolingües se debe pedir que den pasos hacia el bilingüismo, en interés propio y de todos, en interés de la cohesión social.»
       Conclusión: El nudo del problema es que aquí todo el mundo habla el español o castellano. Es esa ausencia de Babel en este país la que nos empobrece. Mientras queden castellanos  sordos para el vascuence, el euskaldún no puede ‘vivir euskeraz’ a tiempo completo, porque a las veces no tiene quien le escuche.


martes, 20 de abril de 2010

Babel-barbarie (1)




Acaba de aparecer un libro en vascuence titulado Babeli gorazarre (‘Un viva a Babel’), y el mismo libro en castellano, pero esta vez como Babel o barbarie. Se nos habla del ‘original’ en vascuence y de su ‘traducción’ al castellano. Así sea, si el autor del libro es de esa mini-minoría euscalduna, capaz de pensar directamente e hilar discursos de cierta complejidad en ambos idiomas. Patxi Baztarrika, ex vice consejero de Política Lingüística y autor de la obra, sigue así con su monotema de convertirnos a todos a las bondades del bilingüismo, el ungüento amarillo para la convivencia entre vascos.

No comento una obra no leída, y cuya moraleja ya me la sé. Es la doble etiqueta para un mismo producto –algo que debe de tener su misterio–, junto con la mención de Babel, el pretexto para mi comentario. Y voy a empezar esta vez por el principio.

Babel: Torre vistosa y Ciudad ignorada

El mito etiológico de la Torre Babel es una pieza clave del folclore. A nosotros ha llegado a través de la Biblia, en una historieta harto lacónica (Génesis, 11). Historieta, por cierto, metida como con calzador. Se está ofreciendo un panorama general de las gentes y pueblos del mundo restaurado tras el Diluvio. Y justo cuando se anuncia la raza humana más importante de todas –desde el punto de vista bíblico, se entiende–, los semitas, viene un cuentacuentos a interrumpir con su fábula.

Es como si, para aliviar la aridez de una lista de nombres, alguien hubiese interpolado esta noticia curiosa sobre el origen de las lenguas, que por otra parte, como acaba de decírsenos en el mismo libro (Génesis, 10), ya existían. ¿En qué quedamos? En todo caso, mal traído aquí, porque el episodio de Babel presupone un desarrollo cultural y técnico nada primitivo. Lo dicho, es un relato traído como de los pelos, aunque muy efectista, y muy bien aprovechado para lanzar una pulla contra el nombre de la ciudad maldita, Babilonia.

Pero ya se sabe, tratándose de cuentacuentos y patrañas no hay que ser demasiado exigente con la lógica. Es este un principio que en su momento tendremos ocasión de recordar y aplicar.

Veamos ya lo que cuenta el Génesis (11: 1 y sigs.):

«Todo el mundo era unilingüe y monoléxico.» Así comienza el mito. La misma gramática, el mismo diccionario para todos, mientras la humanidad posdiluviana en marcha nomadeaba desde Oriente, siempre hacia Poniente. Hasta que llegaron a la gran vega de Senaar, la antigua Sumer. Allí se asentaron, y allí desarrollaron una civilización avanzada, a base de ladrillos cocidos al sol y unidos con argamasa bituminosa.

Dispuestos a explotar aquel potencial arquitectónico, se dijeron:

–Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cumbre en el cielo, y nos haremos famosos, evitando dispersarnos por el ancho mundo.


Este parece ser el sentido literal de la frase hebrea. Aunque también puede entenderse así: «y dejaremos fama de nosotros, antes de dispersarnos» etc. Me convence más lo primero: el monolingüismo, clave de cohesión. La lengua primigenia común era para los hombres como el betún que unía los ladrillos.

Con que, «una ciudad y una torre hasta el cielo». Los primeros en enterarse del proyecto debieron de ser los vientos o espíritus del aire, cuando la torre empezó a subir invadiendo sus dominios. El alboroto trascendió a lo más alto, hasta el mismísimo Dios Yahveh.

«Bajó Yahveh a ver la ciudad y la torre que edificaban los humanos; y dijo Yahveh:

–¡Vaya! Un solo pueblo, con una sola lengua común, y este es su estreno. Ya no habrá proyecto alguno que les resulte imposible. Ea, pues, bajemos y confundamos su lengua sobre el terreno, que no se entiendan entre sí.

Y Yahweh les dispersó desde allí por todo el mundo, quedando suspendida
la construcción de la ciudad, que por lo mismo se llamó Babel, porque allí confundió (balal) Yahveh la lengua común universal, y desde allí les dispersó Yahveh.»

Babel (Bab-Ilu) en acadio significa ‘Puerta de Dios’ y filológicamente nada tiene que ver con ninguna confusión o revoltillo. Se trata de una etimología popular y de oído. Más importa al relato saber qué pasó realmente en Babel, cuando el Dios supremo con la hueste de demiurgos del espacio intervienen para frenar el desarrollo humano.

Vuelve aquí la mentalidad ‘yahvista’, atribuyendo a Dios una psicología ya conocida, celosa y envidiosa del talento innato que tanto distingue a nuestra especie. Como cuando aquellos mismos entes superiores decidieron bajarle los humos a un Adán prometeico, que había probado del Árbol de la Ciencia, y como primera precaución («no vaya a ser que coma también del Árbol de la Vida») le echaron del Paraíso (Génesis, 3: 22-23). Aquí lo mismo, la misma prevención contra lo listos que somos los bípedos implumes por naturaleza.

¿Y en qué consistió este nuevo (y todo hay que decirlo, mezquino) desquite del cielo?

La gran mayoría de los lectores u oyentes entiende que los humanos no pudieron sacar adelante su proyecto de ciudad y torre, por pura dificultad de comprensión entre los constructores. Como nos lo explicaban los viejos intérpretes: uno decía ‘plomada’ y otro entendía nivel; éste pedía, ‘prepara argamasa’, y el interpelado  ‘le montaba un andamio’…

Sin embargo, una traducción más literal del hebreo dice que Dios bajó a ver la ciudad que los hombres edificaron (o que habían edificado): una obra, según eso, acabada, lo mismo que la torre. De hecho, algunos intérpretes entendieron que la gran Torre se les derrumbó, con el natural sobresalto, tartamudeo y confusión traumática de lenguas, seguida de disputas, peleas y separación física de una gente frustrada, y a partir de entonces irreconciliable.

La contradicción en el relato bíblico es ahora patente. Una humanidad homogénea (según el mito) se divide en naciones en virtud de la lengua que les tocó en el enredo babilonio, independientemente de los linajes y familias etnolingüísticas que señala el mapamundi del relato principal, y que ya tenían cada una su idioma. La lógica de este mapa queda emborronada por el vigor de una patraña bien contada.

Demasiado bien contada, tal vez, ya que la dichosa Torre, monumental pero accesoria, casi no deja ver lo principal: la Ciudad-estado sumeria, la construcción nacional; la razón de ser de la propia Torre y de su fracaso. Cada ziqqurat o templo nacional era, en el corazón de la ciudad-estado, como la base de una torre inacabada o caída, que en ningún caso debía invadir el espacio aéreo y «llegar hasta el cielo».

Este injerto moralizante sobre la maldición de las lenguas no sólo es ‘injerto’ por lo incidental, sino porque en cierto modo es extraño a la ortodoxia mosaica. De hecho, hubo que inventarle un correctivo: el idioma hebreo quedaba a salvo. La lengua sagrada, lejos de ser una más entre las Setenta (o setenta y dos) malditas, fue la que tocó en suerte al pueblo elegido. Era la misma lengua de Adán en el Paraíso Terrestre (Génesis, 2: 19-20), y con toda probabilidad también la del Paraíso Celeste, donde Dios se expresa en hebreo, mientras los serafines le aclaman sin cesar en el mismo idioma: 
«¡Aleluya!».

Es notable que las representaciones icónicas de la Torre bíblica, desconocidas en la antigüedad y rarísimas hasta el siglo XI, se disparan desde entonces en un auténtico «diluvio de torres» (Umberto Eco, citando a Helmut Minkowski, 1983), junto con otro diluvio de especulación sobre el tema lingüístico. La razón es bastante plausible. La Europa culta, la Europa latina, se percata de una nueva invasión de ‘bárbaros’ analfabetos hablando nuevos dialectos. Era la eclosión de las lenguas modernas, que con más o menos fortuna se harán también ellas literatas (no todas), y algunas serán lenguas nacionales.

El Renacimiento adobará todo ello con sus cábalas y alegorías a la moda. Para España tendremos el mito de Túbal con su lengua de importación, el vascuence, que desde el Pirineo se hará primigenia para toda Iberia. No vamos a embestir contra el molino caído de la vieja tesis vasco-iberista tubalina , aunque tampoco conviene olvidar que esa tesis existió, tuvo predicamento, y todavía de algún modo colea.

Por lo demás, para el narrador bíblico y dejándose de injertos populares, la nación o pueblo se sustenta en dos pilares, el linaje y el idioma, a los que se añade un tercero menos constante, el territorio. La idea de ‘familia lingüística’ es tan bíblica como la de ‘familia étnica’ (entendida como parentela o familia de sangre). Ideas ambas consustanciadas en leyendas tribales y en observaciones, correctas unas, pero otras absurdas, como el error pertinaz e interesado de considerar camitas, no semitas, a los cananeos (Génesis, 9).

Con este preámbulo, ya podemos pasar a su aplicación, centrada no en un libro (que no he leído), sino en su doble título o etiqueta. Tocaré primero la incongruencia de alabar a Babel de puertas afuera, mientras en casa, con el euskera, se hace justo lo contrario, machacar sus dialectos. Y de segundo plato trincharemos el extraño dilema, Babel o barbarie.

martes, 13 de abril de 2010

Pedotribia y pederastia



El tema de la pedofilia clerical se ha puesto de extraña actualidad. Extraña, sí, porque es una  historia vieja de siempre, y quienes se hagan de nuevas será porque son gente de poco trato y menos lectura. Sea como fuere, la cosa está ahí. Y aunque es materia que me viene a desmano, no me importa mirarla un rato bajo algún aspecto más descuidado en los foros, o eso me parece.

Sin preámbulos. Parto del recuerdo y de la experiencia personal.

Desde siempre, mi familia era de la instrucción pública. ¿Cómo es que a mí me pusieron en colegio de curas? Muy sencillo. Tras las largas vacaciones del 36-37, cuando reabren las escuelas, la guerra seguía. Cada población importante ganada ‘para España’ se celebraba en Bilbao con desfile de escolares al Sagrado Corazón, misa de campaña, arenga, himnos, vuelta de seis en fondo y rompan filas; de modo y manera que, entre marchas y plantones, genuflexiones y pasos cambiados, mi pobres pies eran papilla doliente dentro de sus zapatos Segarra. Y encima no aprendíamos.

Dicha servidumbre patriótica no obligaba a los colegios de pago, así que me pusieron en uno, el más barato que se pudo hallar. Seis pesetas al mes creo que costaba. Algo masificado, eso sí. Los dos cursos primeros saturábamos un local enorme, bajo la férula de un hermano lego, prodigioso factótum, que lo mismo iniciaba a los más pequeños en el silabario, que a los mayorcitos en el misterio de la regla de tres. Hombre de genio, pero buen pedagogo aquel ‘fray M.’, que no nombro, porque voy a revelar de él algo de lo que no puede defenderse.

El caso es que el buen hermano nos tomaba la lección de dos en dos en su gran pupitre, un chaval a cada lado en la tarima. Y lo mismo que cumplía el precepto evangélico del acercamiento infantil, cumplía también el otro sobre el juego de manos, sin que sepa la una el trajín de su compañera. Mientras la diestra solía empuñar una palmeta nada ociosa, lo de la izquierda no era palo, aunque llamarlo zanahoria suena vulgar. Total, que:


–«Mamá, el hermano me toca.»
–«¿Cómo, que el hermano te toca?»
–«Mientra nos toma la lección. Me toca la pirula.»
Si dijera que mi madre montó en cólera mentiría. Mi impresión fue que no me hizo mucho caso. Pero algo debió de moverse, supongo, porque a mí y a otros más el hermano dejó de tomarnos la lección. Por lo visto, íbamos tan aprovechados que no nos hacía falta aquella tomadura, y mejor servicio hacíamos ayudando a los compañeros, que también es obra evangélica.

Los dos cursos siguientes tuve a otros dos profesores presbíteros, buenos enseñantes también, gente campechana, aunque grandes adeptos del palo. Pero tampoco entonces perdí de vista al hermano M., porque este portento de la pedotribia ofrecía clase particular, que aunque costaba algo más que la matrícula (7,50 al mes). solía tener para sus predilectos un suplemento de pan con sardina, cacahuetes o lo que se terciara, nada despreciable en aquel régimen de cuaresma perpetua.

La verdad, del otro rollo nada más supe, y hasta pienso que el religioso se ‘convirtió’ in articulo mortis, lo digo sin cachondeo, porque en efecto murió y le enterraron. Todavía le veo de cuerpo presente, con su manteo y su rosario en un buen ataúd que, ahora que lo pienso, bien pudo ser de madera de Guinea, pues por aquella latitud ecuatorial tenía misiones aquella orden religiosa.

En fin, y acabo: si he mentado la violencia física –muy a la orden del día en otros tiempos–, quede claro que no lo relaciono con sadismo sexual expreso.

Este trivial relato se refiere a una experiencia pasajera y más ingrata que traumática. Precisamente por eso le doy la importancia que merece. Vamos por partes:

1. Pederastia dura y blanda. En el tema de la pederastia clerical, la sensación se nutre mayormente del trauma. Los casos más dolorosos y repugnantes son obviamente más noticia, donde entra también el morbo de las compensaciones económicas. Queda así muy en segundo plano otro aspecto del problema. La pederastia ‘blanda’, silenciosa y silenciada, tiene efecto demoledor sobre el educando, que asume su experiencia como cosa normal, y más tarde en la edad adulta puede imaginar que ‘todo el monte es orégano’. Muchos pederastas, pienso yo, se reclutan en ese campo del embotamiento moral y pérdida de respeto al alumno, sin trauma aparente y sin escándalo.

2. La Iglesia, en el pecado la penitencia. El escándalo actual se basa en la condición jurídica de los presuntos delincuentes como súbditos de la Iglesia. De ella dependen, ella ha conocido los hechos y los ha ocultado, haciéndose corresponsable también de las consecuencias. Es como si los eclesiásticos fuesen personas disminuidas. De hecho, para la Iglesia lo son.

Desde que Pablo desautorizó la justicia romana en favor de una justicia propia ‘cristiana’ (1 Corintios, 6: 1-8), la Iglesia (¡«sociedad ‘perfecta’»!) desarrolló su propia Derecho improvisado sobre la marcha a golpe de ‘cánones’ y decretos. Y cuando la Universidad medieval redescubre el Derecho Romano (Bolonia, siglos XI-XII), precisamente Roma no lo saluda con entusiasmo, prefiriendo fraguar su propia mole jurídica, abortando aquella oportunidad de tener un Derecho unificado para todo el Sacro Imperio. Es asombroso que la Iglesia se haya regido por un fárrago informe como el viejo Corpus Iuris Canonici hasta el primer Código de 1917, sustituido por el vigente de 1983, con iguales carencias en punto a dignidad de la persona. Códigos que de modernos sólo tienen las fechas.

Por lo demás, a los eclesiásticos que han querido dejar de serlo, la Iglesia tampoco ha tratado como personas  cuando ha podido contar con la connivencia del poder civil, como en la España Nacional-Católica. Esto daría tema para otra reflexión.

3. Relación ‘pederastia-celibato clerical’. Lo mismo que el escándalo tiene detrás un lobby de reclamaciones pecuniarias que va a lo suyo y distrae del problema, diríase que también otro lobby tercía aquí a lo suyo, la abolición del celibato. Mientras unos insisten en la frustración celibataria del clero, otros sostienen que la incidencia de pederastia en laicos viene a ser la misma.

Seguramente hay estadísticas fiables sobre esto, aunque no las conozco. Cualquiera que tenga una mínima idea sobre estadística aplicada sabe que para extraer conclusiones sobre el punto concreto que tocamos –y no, por ejemplo, sobre la pederastia de los macacos en cautividad– hay que construir muy bien la tabla de correspondencias.

Lo que no acierto a entender es que curas y frailes entren en el mismo bombo, pues según tengo entendido, los religiosos profesan castidad de forma distinta de los clérigos seculares. El celibato de estos clérigos es de obligación eclesiástica, sin voto de castidad, aunque algunos canonistas hablan de «voto implícito», si es que eso quiere decir algo. Por el contrario, los religiosos prometen castidad por propia iniciativa y tras madura probación (o eso se dice). Debería, por tanto, apreciarse alguna diferencia en las respectivas transgresiones sexuales.

En todo caso, la revisión o abolición del celibato clerical en la Iglesia latina no afectaría para nada a la condición de los religiosos, monjes y monjas. Convendría precisar de qué va cada campaña.

4. Mudanza de valores éticos. Nuestra época ha visto una revolución sexual cualitativa, que ha removido los mojones y lindes del plano ético. Sustantivos infandos se pronuncian hoy con toda naturalidad y sin adjetivarlos. De sodomía ya no habla nadie en términos de presente, y el verbo sodomizar sólo se mantiene para un tipo de violación. Las leyes han cambiado al par de la ética; por supuesto, hacia la permisividad.

Paradójicamente, es ahora cuando la pederastia clerical se airea con severidad puritana, sin marcar distingos. Todo son abusos, desde luego; pero no los mismos abusos. Como hipótesis de trabajo podría pensarse en que viejas historias de siempre emergen desde la bendita hora en que generan reales o potenciales beneficios crematísticos. Indemnizaciones o compensaciones bien merecidas, qué diablo; pero a cada cosa por su nombre.

5. Respeto al menor. Una frontera objetiva entre el bien y el mal es la edad del sujeto paciente. La ley protege al menor, como debe ser. Pero cabe preguntar si esa misma sociedad antipederasta declarada protege a los menores con el mismo celo de agresiones traumáticas de otro tipo. Personalmente creo que no. Ahí está el botellón, por ejemplo. También la TV, incluida la pública, brindando prácticamente sin control espectáculos degradantes y agresivos para la sensibilidad de niños y muchachos. O el tráfico de pornografía por la Red.

6. Pedotribia y pederastia en el Catolicismo moderno. Datamos la modernidad desde el Renacimiento, en una cultura formalista y jurídica que se puede llamar ‘católica’ con más propiedad que ‘cristiana’. A esa catolicidad jurídica y formalista me refiero. Uno de los efectos de la modernidad renacentista fue la Reforma protestante, con su contraefecto, la Contrarreforma católica.

El catolicismo renacentista siguió con la vieja tradición del ‘haz lo que te digo y no mires a lo que hago’. La Ley y el Derecho fueron instrumentos de dominación, en un sistema bastante perverso, a la medida de una sociedad bastante hipócrita. Un observatorio instructivo: la Florencia de los grandes Médici. La de la Academia Platónica de Ficino (1459). La Florencia de los literatos y artistas; también la de Savonarola y sus piagnoni (llorones penitentes), con la gran pira de mundanidades en el Carnaval de 1497. Era en tiempos de Alejandro VI (papa en 1492-1503).

Ciñéndonos al tema, en Florencia funcionaba un tribunal especial para la represión de la sodomía –los Uffiziali de’ notti (‘Oficiales nocturnos’, por el horario de sus sabuesos)–, que en 1432 investigó a Leonardo da Vinci y en 1502 a Botticelli. En el intervalo se resolvieron más de 2.000 casos de varones adultos y muchachos, saliendo condenados menos de 200. El 10 %, una pequeñez, teniendo en cuenta que se admitían delaciones anónimas. Las penas eran severas: castración para adultos, multas para menores, amputación de mano al alcahuete (incluido el padre del menor convicto) y de pie al reincidente, demolición de las casas manchadas… Lo que, unido a lo que se sabe sobre la popularidad del ‘vicio’ en Florencia, da idea de la auténtica función del tribunal, instrumento represivo de espionaje y chantaje político, con su fachada de ejemplaridad santurrona.

Un libro de poemas muy leído era el Hermafrodito (1426) de Beccadelli, dedicado a Cosme de Médicis. Asequible en castellano (Akal, 2008).

Pero el príncipe de los humanistas florentinos era el clérigo y educador Agnolo Ambrogini, conocido como Ángel Policiano (1454-1494). En Santa María Novella le retrató Ghirlandaio en charla con otros colegas, Ficino, Landino, el Calderero…, todos ajenos a lo que se celebra. También, del mismo pintor, está Policiano en Santa Croce, aquí rezando para dar ejemplo a su jovencísimo alumno Pedro de Médici.

Policiano era un fenómeno capaz de improvisar versos en toscano, latín y hasta griego. Su primer epigrama erótico en esta lengua data de 1478-1480. Su título: Erotikón doristí (Amatorio, al modo dorio).

En cinco dísticos elegíacos dramatiza el tópico de l’embarras du choix entre el morenito de la guedeja lacia y el rubito ensortijado. Ambos le atraen por igual, el uno decidido, activo, el otro con un aire de chica. «Distintos en casi todo, salvo en la aspereza, ninguno vence al otro en hermosura y gracias. Con los dos, imposible, diosa Cipria: tú me aconseja cual de entrambas podría soportar».

El consejo que le pudo dar Afrodita no consta, aunque imaginarlo poco cuesta. Lo cierto es que en 1481 la suerte estaba echada. El epigrama 26 –‘Al chico’, es decir, ‘A su chico’– le da nombre: Crisócomo, el de la Dorada Cabellera.

Doce años más, 1493, y el mismo título lleva otra pieza, aunque ‘su chico’ por fuerza ha de ser otro, y no precisamente rubio. No es el pelo lo que trae loco al poeta, ahora es el lenguaje turbador del gesto, de la mirada.

XXIX. Εἰς τὸν παῖδα

Μή με πολυστροφάλιγξι κατάφλεγε νεύσεσι, κοῦρε,
ἄχρι φίληϛ αἰεὶ πυρσοβολῶν κραδίηϛ.
σοῦ γὰρ Ἔρως γελάοντος ἐν ὄμμασι δᾷδας ἀνάπτει,
ὦ ἐμὲ δοὺς ἐς ὅλας ζῶντ᾽ ἔτι πυρκαϊάς.

29. Al chico

Chaval, no me abrases con esos mohínes
revueltos, como lanzallamas
hasta las entrañas.
Cuando ríes, Eros enciende en tus ojos
antorchas, y vivo me arrojas
a hogueras en pompa.

Mucho se ha especulado sobre una posible intención alegórico-moral de estas piezas, que para otros eran claras como el mediodía. De éstos fue el rigorista Juan Luis Vives (1492-1540), cuando comentaba:
«Policiano despreciaba toda la Biblia… A Policiano le importaba más si hay que decir Carthaginensis o Carthaginiensis, si ha de escribirse mejor Vergilius que Virgilius, y de esas bobadas llenaba fichas a cientos, hasta que aburrido se pasaba a las musas, a componer algún epigramilla ocurrente sobre la Venus-macho en griego, por tener más de lo venéreo sin que los latinos lo entendiesen.»

(Vives, La Verdad de la Fe, lib. 2, c. 7)
Para más argumento, Policiano tuvo que vérselas con el referido tribunal nocturno, y no una sino dos veces, en 1492 y 1494. Precisamente este año murió sifilítico y envenado, lo mismo que otro joven prodigio del humanismo, Juan Pico de la Mirándola. Flota en la duda si Pico y Policiano fueron amantes, y tampoco está claro si el doble asesinato fue por orden de Pedro de Médicis, el hermoso niño distraído que pintó Ghirlandaio.

Profesores homosexuales y pederastas siempre los ha habido. Algunas etapas culturales han sido más ambiguas que otras. Yo me he referido a un época de cambio, cuando laicos y clérigos parece que jugaban a la ambigüedad, cuando cardenales y papas ofrecen al historiador como tema de investigación sus preferencias sexuales. Cuando nos preguntamos qué era exactamente el cardenal Alidosi para el papa Julio II. Cuando el Aretino, todo lo maldiciente que se quiera, pero buen conocedor del percal, dedica a un conocido obispo amigo suyo este epitafio:

Qui giacce Paolo Giovio Ermafrodito
che seppe far da moglie e da marito.

Hoy en día, cuando el lobby gay no necesita que nadie le defienda, conviene meditar (aparte lo dinerario, faltaba más) por qué el acoso mediático se ceba en el clero. como si sólo ahora saliese del armario. La transgresión desde la pedagogía o la pedotribia a la pederastia no es ninguna especialidad clerical y es tan vieja como Sócrates. Con el clero al menos, en teoría la frontera está bien clara. Cosa que no puede decirse del profesorado gay en su conjunto ahora, cuando su estatus reconocido legal, y también su reconocida militancia en un mundo mayormente heterosexual, que ellos consideran hostil, aconseja trazar esa frontera con la mayor claridad posible.

jueves, 8 de abril de 2010

Barattieri





Cuando Dante, en su recorrido por el Malebolge –el Octavo Círculo del Infierno–, vio a sus pies el Foso Quinto, le pareció «mirabilmente oscuro». Es el dominio de los Malebranche (los ‘Malas-Zarpas’), pelotón formado por una docena de demonios y su jefe Malacoda (‘Malacola’). Pero sobre todo es el dominio de la pez hirviente y negra, que no deja ver a los desgraciados que se cuecen en ella.

Los dos turistas del inframundo, Dante y Virgilio, en animada charla se han metido por el puentecillo gótico que atraviesa el foso. El espectáculo que ven desde allí les corta el hilo y el resuello. Virgilio no se dice en qué piensa, seguramente en su «ibant obscuri», tan celebrado.  Dante sí; Dante conoce bien Venecia, y aquello le trae a la memoria el Arsenal en invierno, la época de reparar las naves usadas y hacer las nuevas.

Tal, no por fuego, por divinas artes,
hervía abajo allá una pez espesa
que envisca la ribera en todas partes.

(Infierno, canto XXI, 16-18)
«¡Atención, atención!»– el guía grita al absorto poeta. Un diablo negro, de aspecto fiero, corriendo por la escollera con las alas desplegadas llega por detrás. A caballo sobre los hombros lleva a un pecador sujeto por las pantorrillas.

En aquel condenado reconoce el poeta a un tipo que le es familiar:


–«¡Diablos! ¡pero si es uno de los Ancianos de Santa Zita! Clavadito: de los de Luca. Apéalo, diablo, que ahora voy y te traigo otros iguales de la misma tierra, cuantos quieras. Allí en Luca todo el mundo es barattiere..., menos Bonturo. Allí el ‘no’, por dineros, se convierte en ‘sí’.»

El diablo a lo suyo, arroja su carga viva al baño de pez, y por la misma escollera vuelve por más. El luqués difunto se hunde en el magma, luego reflota entre las burbujas de la pez hirviente. Los diablos ‘malas-zarpas’, bajo la arcada del puente, le gritan:


–«¡Aquí no vale el Santo Volto –el Santo Cristo de Luca–; aquí se nada de otra forma que en el Serchio! Si no quieres probar nuestras garras, mejor será que no asomes la jeta por encima de la pez.»

No vamos a ensañarnos aquí nosotros con el desgraciado, mirando cómo los sayones de maese Malacoda le pescan y repescan con horcas ganchudas, revolviéndole en la pez (comenta jocoso el Dante) «como los marmitones la carne en el caldero, para que no flote». Bastante tiene el barattiere con su castigo, a todas luces desaforado para un delito tan liviano, y sobre todo tan del común, la baratería...

¡Alto ahí! Baratteria. La lengua italiana pasa por fácil, porque se parece mucho al castellano. Por lo mismo, cuidado con los ‘falsos amigos’: palabras que suenan igual pero no dicen lo mismo. Así en italiano, baratto no significa ‘barato’, de bajo precio, sino el comercio de trueque, sin mediar dinero. Y ‘baratero’, en tiempos de Dante, era el que desempeñando oficio público prevaricaba por interés. Vamos, el corrupto, el del cazo; el individuo de una especie que, si entonces era endémica de Luca (según el Dante, pero no olvidemos que era florentino), hoy es una pandemia de la que no se libra ni la virtuosa España. Euskalerría incluida, que hasta hace bien poco era, en el cuerpo de la doncella demi-vierge, el rinconcito pudendo en ejercicio heroico de castidad. Ya ni eso. Ya todos putrefactos.

«Menos Bonturo», comenta irónico el Poeta. Bonturo Dati fue un demagogo que al escribirse la Commedia vivía y coleaba, y era el amo de su cotarro luqués por aquel tiempo. Cuando tomó las riendas, acusando de corruptos a sus adversarios, él mismo se declaró incorruptible. Y en efecto, mientras corrió con los fondos públicos no dejó que trascendieran demasiado sus ‘baraterías’. Hasta que otro menos visto vino y le echó del poder, y entonces sí, para entonces ya sonaban sus trabacuentas. Por si fuera poco, al despedirse Bonturo vació a toda prisa las arcas del erario. Y a tanto llegó su descoco, que el día mismo en que entregaba la vara de aquella república firmó una libranza por varios millones de florines en concepto de limosna para cierta obra pía de su propia familia, y para misas por su ánima. ¡Pues vaya con el Bonturo! Miren, eso si que fue ‘correr con los fondos’.


Viejas historias. Pasemos página de la Divina Comedia, a ratos cómica de verdad, en episodios de humor como éste. Dichosa aquella Edad Oscura, edad de fe, cuando la baratería era cosa de pocos –una especialidad italiana, como quien dice–, castigada como Dios manda con un infierno también especial.

–¡Como! ¿pero tú crees en los dioses?
–Yo sí. –¿Y en qué te fundas?
–En que los tengo de espaldas, ¿no es evidente?
–Me has convencido.

Esto ya no es de Dante. Es de otra comedia menos divina, Los Caballeros de Aristófanes. Y es que donde esté un buen Tomás Apóstol, el del dedo en la llaga, sobran los otros Tomases de Aquino, demostrando por silogismos que hay un Dios justiciero en este paraíso de trincadores.

Con la Ley de Partidos, decididamente Dios existe para los ciudadanos de a pie, porque lo tenemos de espaldas.